Encuentro en el Espinillar

Cuento de José Monegal

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXV Nº 1217 (Montevideo, 13 de mayo de 1956)

En el mente del arroyo Espinillar, esplendido y espeso hará unos cien años, —que fue cuando ocurrió lo que vamos a contar — a unas veinte cuadras del majestuoso Uruguay —donde entrega su vida el mencionado arroye— prosperaba usa ciudad de hormigas. Era un cupí gigantesco —cuyos vestigios aún pueden verse— prodigio de arquitectura, monumental signo del tesón, de la voluntad y del trabajo inexorable e inquebrable de un gran pueblo.

Era enero. El espejo del Espinillar deslumbraba, y su corriente tan suave que moría sin la más leve onda en el “paterno río".

Y su selva, punteada de violentos rojos y de verdes vivos, exhalaba un perfume en el que participaban el áspero de las flores del ceibo, el grato de los camoatís, y el dulcísimo de los ubérrimos pitangueros. El aire vibraba. El sol hacía cantar a aquel mundo.

En este canto entraba el de una chicharra, una chicharra que estaba en lo alto de un sarandí sombroso y copudo lanzando su dicha a los cuatro vientos. Eran un estridente júbilo y una alegría explosiva palpitantes en la sonora canción que comenzaba en compases frenéticos, para finalizar en un morendo dilatado y lánguido. Después se hacía un silencio en el que ella recogía inspiración y aliento, y se levantaba la otra estrofa, iniciada con tres pizzicatos duros y cortantes, tema del canto triunfal.

En tanto una hormiga iba rumbo al cupí. A ese cupí llegaban nueve líneas trazadas por el pueblo que lo levantó. Eran anchas, limpias y firmes. Sus curvas no fueron trazadas por azar o desnorteo, eran meditadas, que salvaban obstáculos, que esquivaban hilos de agua, que tocaban puntos vitales en la selva. Por esos largos y tortuosos caminos, que desaparecían en todos los rumbos, se hacía el acopio para la vida de una república admirable, que poseía sus leyes tan férreas como justas. Pero aquella hormiga que marchaba rumbo al cupí no iba por ninguno de esos nueve caminos. Era una hormiga grande y poderosa que ese día ganara una fortuna: había vencido en singular batalla a un cascudo gigantesco, y a cuestas lo llevaba como un trofeo. .. ¡pero era una tremenda carga! Ella había hecho en su vida mil viajes transportando palos, hojas, tábanos, arañas, éstos quintuplicándole en peso, aquellos en tamaño. Pero este cascudo casi rebasaba su energía. Cada ocho pasos tenía que detenerse y pedir renovación de fuerzas a su naturaleza. No desmayaba empero; la ley era llegar y llegaría... o moriría.

Y la chicharra cantaba, y mientras cantaba observaba la lucha entre el cascudo muerto y la hormiga viva. Y cuando ésta llegó al pie del sarandí, en el que la música hacía temblar el aire, dejó su botín entre los pastos miró con ira hacia arriba, fijó sus ojos en la cantora, y exclamó:

—¡Ahijuna, te agarrara a tiro ibas a terminar tu canto en el cupí!

La chicharra cortó su copla. Y con fina urbanidad se dirigió a la otra:

—¿Es conmigo que habla, doña?

—¡Con vos mesmo!

—No me acuerdo en que pencas le vendí pasteles. Pero, en fin, ¿qué le pasa?

—¡Me pasa que dende la final de mis patas hasta la punta de mis guampas ya iré tenés que no doy más con tu canto! ¿Porque no te vas a cantar a la raíz. ..?

—¡No me mente mi mama, doña, que al fin y al cabo me crió como a usté la suya!

La chicharra sabía muy bien, llevaba profundamente grabado en su conocimiento y en su instinto, que era irreductible el odio que por su raza sentían las hormigas, odio tan antiguo como la tierra. La eterna disciplina de ellas no podía armonizar con la holgazanería chicharrera. Con todo esto, terminó su frase así:

—¿Le hace mal mi canto, le estorba el trabajar?

—Mira: mas que estorbarme me ofende. Yo, sudando que me las pelo de sol a sol pa bien de prevenir la invernada, y vos rompiéndome el oído con tu vigüela, sin pensar que en los fríos vivirás galguiando ¿Es que no podes cinchar un poco, aunque sea un día en tu vida?

Bruscamente, en rauda picada, la chicharra se puso frente a las narices de la hormiga, aterrizó junto a ella. Su acción fue tan decidida e inesperada que aquélla la quedó mirando, pasmada.

—¡Deje ese cascudo que yo se lo arrimaré a su casa! ¡Y suba a ese sarandí, échese y descanse ande yo estaba, y míreme trabajar que yo lo haré con gusto!

Categórico fue el modo de la cantora. Indecisa quedó un momento la hormiga. Pero reaccionó con una sonrisa irónica en la jeta.

Y habló:

—Güeno, si esa es tu determinación Vamos a ver...

Y subió a lo alto del árbol en tanto !a otra comenzó a repuntar el cascudo Lo arrastró diez o doce pasos y se detuvo. Y le gritó a la hormiga:

—¡Cante, pues, mientras yo cincho!

¿No sabes que no sé cantar? —respondió la hormiga allá en la ramazón. En un bólido estuvo junto a ella la chicharra. Y con colérica voz y violento ademán le dijo:

—¡Pues yo no sé trabajar, canejo! ¿No salés, bicho mal criao y pior aconsejao, que quien me puso a mí, el afán del canto a vos te puso el afán del trabajo? ¿No sabes que esa ley en tu casta es ley en la mía? ¿No sabes que yo, cuando canto, lo hago «pa alegrar mi vida y endulzar tu sudor?

De una pieza quedó la hormiga. Aquellas vivas razones que por primera vez oía la petrificaron. Media atragantada pudo responder al fin.

—¡Por tus prójimos entendeme un poco! Si te viá a ser franca, tus cantos me han aliviao muchas veces la carga; pero otra me han afrentao por parecerme que te réias de mis angustias... Y no tomés lo que te dije por ofensa sino por güen consejo. ¿No te agradaría, en este invierno que va a llegar, verte con mesa puesta y dispensa hinchada?

—Me agradaría. ¿Y a vos no te agradaría, en el verano que va a seguir a ese invierno que mentaste, verte en lo fresco de un sarandí, dedicándole una gúeya a alguna pasionaria, o una vidala a algún clavel del aire? ¿No te gustaría sentir el sol como una caricia y no como una espuela?

Pensativa quedó un breve espacio de tiempo la hormiga. Luego habló:

—Me agradaría, sí señora..

Las dos se observaron largamente, sin odio de razas. Las razones de ambas habían sido ilevantables. Entonces la chicharra, de lengua más sobada, expresó:

—Vea, doña: perdone si en algo la ofendí, y perdone si me salí del respeto en el trato. Pero le viá decir algo que usté tal vez lo sepa. Las dos conocemos lo que a cada una nos sobra. Pero eso no nos debe pesar, ya que asina nos largó al mundo algo o alguien que está por encima de nosotros. Ya sé que llegarán las heladas y que pasaré hambre; pero a esa hambre le daré el churrasco de una esperanza: el verano que vendrá y con él la música de mi guitarra. A usté le pasará lo mesmo: refrescará el juego del sol pensando en el banquete sin fin que se dará de junio pa delante. Mire, doña: no nos codiemos con el rey de los bachos. El rico harto y enfermo envidea al pobre mísero y hambriento; aquel quiere tener el gúen buche de éste, y éste la superior mesa de aquél. Pero no tratan de aliviarse entre ellos, al contrario, se persiguen cada vez con más saña, y se malquieren ... como no hace mucho usté, al sentir su carga, me malquiso a mí, al sentir mi canto. Eso está mal, no debe ser, nos hace tan ruines como el hombre. Vaya, doña, respete su destino, y lleve su cascudo mientras yo canto.

 

Cuento de José Monegal

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXV Nº 1217 (Montevideo, 13 de mayo de 1956)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                      José Monegal en Letras Uruguay

                    

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