Vía Santiago (del libro “Aperturas Miniaturas Finales”) Gran Premio Concurso de Narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti |
Hoy en Montevideo, como tantas cosas, el jazz existe pero bajo formas y manifestaciones tangencialmente clandestinas. Los sobrevivientes del naufragio de la síncopa, casi sin darse cuenta han improvisado una suerte de masonería, una cofradía de oscuros y camuflados cultores del saxo, el charleston o el trombón. Se vieron desplazados, acorralados por ritmos, gritos, sintetizadores, estridencias que tapan esa música sin partitura con un caos de decibeles agresivos y se refugian en el intercambió de tomas memorables de discos con surcos muy castigados. Aquellos músicos de corbata finita,, zapatos de punta y cordones, pantalón bombilla, Nevada sin filtro y pelo corto, cóiren serio peligro de extinción. Cuando alguno se asoma de la reservación su aspecto veteraniza hasta las más osadas propuestas de Chick Corea. Los vanguardistas de ayer, le pasan con nostalgia la franela a instrumentos que perdieron el brillo para siempre. Se filtra a veces más información. Programas casi esotéricos en la radio en horas y frecuencias conocidas únicamente por los iniciados. Un paf de eruditos y concursos de preguntas y respuestas donde Coltrane es ya parte de la historia y la fecha e integración que hicieron posible cierta versión de Saint Louis Blues, pueden significar continuar en carrera por un muy necesario premio en efectivo. Del orden a la improvisación, de ésta al caos. Mal que nos guste, nuestro jazz necesita en forma urgente café en grano para simular el olor a muerte. Vienen pocos conjuntos. Los que lo hacen, generalmente se enojan o emborrachan y dejan de tocar; otras veces el recital (así se les llama ahora) se realiza el día anterior a la publicación del anuncio en los diarios. En los últimos tiempos, han venido más alemanes que negros, fenómeno tan insólito como imaginarse a Spencer y Joya ministros del tercer Reich. Los incondicionales, junto con la exangüe generación de refresco, reciben revistas, captan ondas cortas, se van a San Pablo o transan en diversas mixturas con rock, bossa, salsa, candombe o lo que sea. Cócteles circunstanciales que no consiguen hacer olvidar a los maestros (así se les llama ahora) cuyo ejemplo motivaba a nuestros músicos, quienes por razones que desconozco, pasaron del juego con las notas a la seriedad y de esta a la petrificación. De música degenerada pasó a formar parte de la cultura. Porque alguna vez fue música de desorden, de ausencia de moral a pesar de que, confrontado con ciertos cantantes actuales, Amstrong tenga el aspecto de un integrante del Concilio de Trento. Ahora, esa música que nos hace sentir vivos, es recreada generalmente por: integrantes de la Sinfónica, la orquesta Municipal, orquestas típicas, tropicales, bandas policiales y militares, creadores de jingles y solistas trasnochadores en lugares cada vez menos ubicables donde los spirituals compiten con actividades más carnales. Son los tiempos que corren. Jazz, lo que se dice jazz, casi en estado puro, tuvo su último cultor en Santiago Luz. Negro a pesar del nombre y que según informaron los diarios, murió pobre. Era flaco, chiquito, tenía el pelo blanco. Algunas temporadas se dejaba la barba y se cuenta que otras perdía o empeñaba su instrumento, el clarinete. El tono de su voz hacía presumir que le gustaba y necesitaba el alcohol en sus variaciones menos refinadas. Creo que lo escuché tres veces. Una en un teatro. Integraba un trío y hacía un repertorio clásico los domingos de tardecita. Otra en un homenaje que le hicieron en el Cine Plaza. Previsiblemente no estaba lleno. SjB'tmieron todos, los de las bandas, el hot, los solistas. Cada uno a su manera tocaron. Para ellos, para Santiago, para nosotros. Santiago tocó muy poco. Pienso que ya estaba mal del labio. Fue uno de esos homenajes que mezclan la necesidad de la recaudación y el preanuncio de la muerte del homenajeado. Muchos de los que fuimos lo sabíamos. Pero no sabíamos disimular. Los más jóvenes se gozaron, aunque extrañaron él rock. Los otros quisimos jugar a negros de New Orleans que responden con múscia a la muerte. Pero Montevideo no es New Orleans. La tercera es la que más recuerdo. Porque nunca lo habíamos hecho, concretando una necesidad de confidencias o sintiendo la alegría del sueldo recién cobrado, decidimos con Leonardo hacer un tour nocturno. Dos años de trabajo compartido le daban a esta salida fuera de horario un pequeño aire de revancha. Primero dos lugares de copas olvidables, así como el restaurante donde buscamos el apoyo de alguna milanesa para continuar adelante. Entrada la noche recalamos en un Pub, el único que había en la ciudad, con la idea de encontrar algo interesante, pero convencidos que terminaríamos aburridos. La ruptura de este prejuicio es lo que hizo recordable la noche. Era posible adivinar la gente que encontraríamos. Confiábamos en tener suerte en la rotación, que nos permitiera pasar un momento agradable sin obligarnos a un retiro estratégico motivado por inoportunos cruces de saludos. Empezamos bien. Sólo un conocido, muy potable. Mezclaba la ironía y el anecdotario de manera simpática, creando la contagiosa sensación de sentir realmente que la noche es joven. Aún. El, nosotros, el dueño del Pub, poco lo recuerdo, mandó la primera vuelta para todos. Sabíamos que eso era el inicio de una interminable cascada de cruce de atenciones que llenaban los vasos y vaciaban las botellas. Era viernes. Nadie nos esperaba ni teníamos ningún específico plan ulterior. Estaba todo condicionado para que llegara el momento. Ese momento preciso cuando se siente que uno dejó de llegar y pasa al estado de no querer irse, cuando se rinden las latencias de emprender el regreso, planificar la huida y se evapora el recuerdo de las cosas que debemos hacer mañana. El instante en que nos sacamos la corbata, tomamos todo lo que hay en el vaso de un sorbo y lo golpeamos ostensiblemente contra el mostrador. A ese gesto, el barman responde como un doberman. Y comienza el tuteo, te sentís el rey de la noche, parece que hubieras nacido ahí, te entra la confianza del habitué y te decís para adentro ¡ma sí! como si alguien dependiera de tu vuelta y pensás — si sos casado— esto bien vale un divorcio. Además no estás haciendo nada malo, porque te reventás toda la semana trabajando y los amigos son los amigos. Es la conciencia de estar instalado y que todo cambia. El amigo pasa a ser el mejor amigo, el barman tendría que estar en el Savoy de New York, el fulano encontrado se toma graciosísimo y andás deseando que se árme piñata o que entre Jane Fonda para sopapearla. El que toca redoblante, bombo y platillo, mínima expresión del ritmo, batería sub-desarrollada, te hace acordar a Gene Kruppa, especialmente si nunca lo escuchaste y aplaudís cuando el tipo se semienloquece y golpea a rabiar ayudado por algún brebaje, sin ton ni son. Entonces mirás y ves que todos cierran los ojos, levantan la patita llevando el ritmo y gritan. Los más dotados emiten unos chiflidos que te dejan el yunque como de herrería. El tipo de la guitarra con el punteo más elemental, tiene algo de Django Reinhart. Es bueno a veces vivir esa pequeña mentira compartida. Vos como que sabés, el tipo que en el fondo se siente Django y todos sabiendo que en pocas horas viene el sol y como dráculas de la ilusión apuramos esos vitales tragos de noche, para que se prolongue la piadosa mentira. Sabés que en el mejor de los casos te levantarás al otro día con la boca como un secante, siempre que no hayas vomitado, y Django congelado en Mercedes y Andes esperando el 143 con la guitarra en el estuche, comentando lo caro del boleto con el barman del Savoy que va para el mismo lado. Cuando eso lo sentís vos, sabés que lo sienten los otros. Esa atmósfera también admite pequeños climas. Como cuando estando ya todos de acuerdo y habiendo encontrado el reglamento del juego de esa noche, entra alguien más. Se hace un silencio, un frío atraviesa al recién llegado, hasta el dueño se olvida de la consumición y lo mira con desprecio. Si el advenidizo es sensible, se va. Es la actitud que toma la mayoría. Otros, más duros, conscientes de su situación, se apresuran a alcanzar la barra y apuran en cinco minutos lo que vos tomaste en varias horas. Síntoma de humildad. Demostración empírica de su desinterés en garronear lo que nos llevó tanto trabajo lograr. Negación de una temida intención de dejarte en evidencia. Prueba irrefutable de no querer vivir sobrio lo que hay que sentir en otro estado. Esa noche me había dado por el negrone. Bastante cabezón. Un tercio de gin, un tercio de bitter, un tercio de torino y otro tercio de jaqueca. Una fórmula tan necesaria como la de ecuaciones de segundo grado, que hay que continuar sin desviarse ni un milímetro hacia otra bebida bajo riesgo de precipitarse en un peludo de padre y señor nuestro. Cada cual a su manera repetía las vueltas, incontables como las de las calesitas infantiles. En ese estado de cosas y con la caja ya cubierta, empiezan las atenciones de la casa: pizzetas, sopas calientes, legumbres y canapés sencillos que son consumidos como si fueran el menú de la última cena. Ayuda. Retarda los efectos del alcohol, te brinda un nuevo sabor en la boca y te obliga a callar un poco. Ya es bastante tarde. Los más apasionados, primerizos, indiferentes, comienzan a retirarse a departamentos o casas de citas, lugares a los que resulta poco apasionante llegar entre claridad y canto de gallos. Las parejas más estables, que saben que un buen polvo es más disfrutable con menos gin, y ya piensan en la siesta del sábado, los solitarios y los noctámbulos ocasionales, nos quedamos. De pronto, sin que nadie se diera cuenta, Santiago Luz estaba entre los músicos. Nadie sabía si realmente debía tocar esa noche y llegaba tarde, si pasó por casualidad, si lo habían llamado o qué. Estaba ahí enroscándose a su manera, a su única manera, tocando el clarinete. Lo veíamos de cerca. Pequeño, tambaleante, mirándonos con los ojos muy fijos, demasiado húmedos, buscando en los labios la posición más adecuada para la boquilla. Tocó. No se produjo el milagro ni la magia de los elegidos. Don Santiago Luz era un negro uruguayo tocando jazz, que se sabía respetado y querido, que manejaba a voluntad nuestra trasnochada atención, nuestras ganas de escuchar su música y hasta su palabra. Habló de su raza, del pasado, de su saber que entre él y nosotros había un puente muy largo y roto que únicamente podía cruzarse por arriba, muy por arriba, sin llegar nunca a tocarlo. Pensaba que era inútil lograrlo, pero había que intentarlo. Con esa charla balbuceante creció el mito; uno más de los pequeños mitos que nos ayudan a sostenernos. El recuerdo por ejemplo de Ellington, Basie o algún otro, cualquiera de los grandes que lo escuchó y quiso llevárselo. Pero cómo irse. Se extrañarían tantas cosas. Si hubiera nacido allá, a lo que hubiera llegado, pensamos. Santiago, símbolo de la eterna oportunidad, del momento siempre esperado donde se puede cambiar la historia y que queda en nosotros como en un sueño hecho de pelotas que pegan en el palo o piñas de suerte, siempre inmerecidas, que llegan directas al mentón para voltearnos por toda la cuenta y dejarnos a mitad de camino, sin oportunidad de reincorporación y definiendo la escena que estamos condenados a representar el resto de la vida. Santiago, arrastrando eso tan uruguayo. Y cada vez que se lo veía o escuchaba, teníamos obligatoriamente que codearnos y comentar en voz baja que hace muchos años quisieron llevarlo y que si hubiera nacido allá a lo que hubiera llegado. Nos codeamos y lo dijimos. Mientras, Santiago tocaba. Era viejo, estaba enfermo. Cerraba los ojos. Se adivinaba un pasado de trasnochadas, muslos de negras inquietas, esplendor del alcohol y la ropa, economías extremas con distancias de días. Todo lo que, según las páginas ciudadanas de los diarios, es el cuadro clínico de la mitología popular. El, ahora, sufre. Nosotros lo queremos. Lo aplaudimos. Le pedimos otra, con la misma insolencia que pedimos otra copa al barman, aún sabiendo que tiene cáncer en el labio y nuestro bis le apura la muerte. Todo nos gusta, perdemos la capacidad crítica, el rigor de la exigencia. Olvidamos todo lo anterior, perdemos la cuenta de las repeticiones. Poco importa que Santiago insista con Estrellita de Ponce y Cuando los Santos vienen marchando porque ya no puede más y se queda allí delante, bajo la luz carcelaria de un impotente spot cenital cantando, tocando como si este ya fuera su entierro al que no concurrirá ninguno de nosotros aunque el día sea muy agradable. Creíamos estar escuchando a un monstruo sagrado, pero somos nosotros los monstruos inocentes que le pedimos a él —un viejo y pequeño clarinetista negro uruguayo— el milagro de buscar lo que somos incapaces hasta de presentir, le pedimos que cree, que improvise para nuestro orden, que le imponga ritmo a nuestra monotonía, que nos regale ilusión a nosotros, torpes prestidigitadores hasta de nuestras vidas. Santiago Luz simuló que se dio entero, pero se negó a cruzar el puente. Nos mintió —negro bandido— un sentimiento. Nos dejó jugar al jazz para quedarse improvisando un tema, un recuerdo, un día donde dijo no —nadie sabrá la razón— a los estudios de Chicago, a los elegantes Clubs de New Orleans, a un entierro a lo grande; para caminar por Gonzalo Ramírez preguntando cómo salió Peñarol y hacer saber a sus compatriotas que hay una región sin pentagramas y donde sólo se puede vivir improvisando. Como nunca hacemos, claro, la gente de bien, Al otro día al despertarme e ir al baño, me asusté. Orinaba muy rojo. Después recordé que pedía los negrone cargados de bitter. |
Cuento de Juan Carlos Mondragón
(del libro “Aperturas Miniaturas Finales”)
Gran Premio Concurso de Narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti
Publicado, originalmente, en: Jaque Revista Semanario - Año II Nº 68 Montevideo, 29 de marzo al 12 de abril de 1985
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/6864
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
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