por unos instantes, como en una película,
la calle peatonal se llenó de uniformes blancos
que hablaban en lengua extranjera, con sonrisas
y fotos de monumentos históricos de la isla.
La mañana resplandeció por un momento
y los pasajeros del barco con su atuendo
de turistas compraban objetos, souvenirs, procurando
hacerse entender en sus idiomas extranjeros.
La gente de la isla sonreía porque eran extranjeros,
dejarían dinero, no eran competencia, parecían pintorescos,
los ayudaban, amables, con sus dudas: "¿es esta calle?
¿y aquel edificio?". La gente de la isla no parecía
la gente de la isla de todos los días: con sus rostros ácidos,
sus miradas de odio o envidia, sus insultos expresos
o interiores pero sentidos, sus maliciosas sonrisas.
Claro que al descender sólo dos calles
cambió el panorama: más mendigos, gente mal vestida,
rostros que cargaban el aburrimiento o la desolación,
era como si la mañana que había brillado
fuera opacándose lentamente y al entrar en el edificio,
al llegar a la pequeña oficina, el sol se apagó
y todo asumió un intenso color ocre
que daba a los rostros un aspecto enfermizo
rostros no imaginados ni en los peores mascarones de proa
tal el efecto que la frustración, los anhelos nunca realizados,
la maligna envidia, la decepción, habían esculpido
en esos rostros que, jóvenes, eran inconscientes, ni imaginaban
la destrucción que les causaría la isla. |