Papeles de alguien que vive todavía y publica a pesar
... |
Comenzando
un nuevo siglo –
nada menos – es bueno
detenerse a
observar alrededor.
En este
microcosmos cultural
que habitamos
hay espacio
para reflexionar.
A nuestro
lado se
mueve la
parafernalia de
la televisión
satelital y
las imágenes catódicas,-
como los
rayos ultra
violeta del
agujero de
ozono-, no
cesan de
bombardearnos. Salimos a
la calle
y presenciamos el implacable
deterioro de
la sociedad en
sus múltiples
formas. Asistimos
al trabajo
y hallamos
que la
sinrazón se
ha transformado
en hábito,
ciertas autoridades
se rigen
por la
ilogicidad y
el absurdo.
Desde luego,
no vivimos
en el
mejor de
los mundos
posibles sino
en el
más irracional
de los
mundos posibles.
Por desgracia,
las cosas
no parecen
estar en
vías de
mejorar sino,
al contrario,
empeorar rápidamente.
Los padres
conscientes se
preguntarán ante
el ominoso
panorama: ¿qué
destino aguarda
a nuestros
hijos?. Es
que no es para
menos. Enfermedades
provocadas por la
ciencia experimental,
más violencia
y menos
seguridad, desocupación
que desangra
familias, hechos
espeluznantes hasta
para la
propia crónica
roja, enriquecimiento ilícito de
gobernantes y
empobrecimiento creciente
de la población, son
algunas perlas
en la
corona de
la decadencia
mundial. Sé
que no estoy descubriendo
la pólvora
ni me interesa agregar
más de
lo mismo a
lo que
todos conocemos.
Todos sabemos
también que
la solución no
está a
nuestro alcance
y con buena voluntad
no basta.
Pero debemos
saber que
si todos
cortamos por
ahí y no intentamos
nada, colaboramos
al desarrollo
de este
estado de
cosas. Si
cada uno
de los habitantes
responsables del
mundo tomara
conciencia de
que él puede y
debe hacer
algo para
mejorar las
condiciones de
vida de
todos, habríamos
avanzado en
el buen sentido.
Sería un
primer paso
al que seguirían otros.
Podríamos pensar
que hemos
contribuido a
que nuestros
hijos encuentren
un lugar
más humano
- positivamente humano
- para
vivir. También hay sorpresas
menores. Esas
observaciones que
promueven una reflexión
dirigida a
un ámbito específico.
Tomemos, por
ejemplo, la
cultura libresca,
la literatura,
que se
publica en
Uruguay. Hay
algunos hechos
sorprendentes, otros
que se
repiten con
prolijidad. Este
país tiene
fama -
habría que
indagar el
estado actual
de esa fama - de
ser un
país culto
en un sentido amplio,
esto es,
buen índice
de alfabetización,
índices de
lectura en
proporción a
los habitantes,
gente inquieta
que procura
hacer cosas,
fuerte presencia
universitaria y
otras yerbas
por el
estilo. Mirando
con lupa
se comprende
que no es posible
confundir alfabetización
con conocimiento. Una persona
que sabe
leer y
escribir, cuando
llega a
la edad
de plantar
un árbol
y tener
un hijo,
tiene que
completar la
trilogía de
la “realización
humana” publicando
un libro.
No importa
que no
tenga nada
que decir.
No importa
que no
sepa cómo
decir lo
que no tiene
para decir.
Algo inventará.
El tema
será las
bondades del
bronceador veraniego
y las
prolongaciones de
vida en
nuestra piel
o la relación
entre las
hormigas coloradas,
la fumigación
y el
cultivo de
las frutas
de estación.
No importa
demasiado. El
o ella
tiene que
publicar el
libro que
lo/a haga
sentir realizado/a.
Así, las
librerías se
llenan de
libros de
dudosa trascendencia, mal escritos.
A ellos
se suman
los alfabetizados
que se
sienten llamados
a la poesía o
a la
narrativa, carentes
de formación
o medianamente
formados por
los “talleres”
donde se
presume aprendan
las reglas
del oficio.
Generan expectativas desmesuradas en
ellos mismos
y piensan
que, diploma
en mano,
serán el
nuevo Baudelaire,
la nueva
Virginia Woolf.
Publican su
librito de
cuentos, sus
versos reunidos,
pero cuando
no pasa
nada - y no
olvidemos que
se habla del
país donde
“no pasa
nada” como
marca registrada -
se decepcionan
y piensan
diversas cosas:
que la
culpa la
tiene el
editor y/o
el distribuidor,
o la
casi inexistente
difusión, o
los pocos
críticos que
van quedando,
o la librería, o
quizás les
faltó alguna
lección en
el “taller”
o quizás.
Permítaseme una
leve interrupción:
¿no estarán
olvidando uno
de los
factores más
importantes en
la creación
universal y
que aquí
parece no
existir: el
talento, nada más,
nada menos
que eso,
señores, el
talento. Ningún taller,
academia, instituto
de enseñanza
o lo que sea
que pretenda
enseñar a
escribir poesía,
narrativa, guiones
cinematográficos o
piezas dramáticas
puede
enseñar el
talento creador
y es ésa, precisamente,
la gran
diferencia con
los auténticos
artistas. Puede enseñarse el
oficio pero
el oficio
sin talento
sonará artificioso.
Pueden enseñarse
las reglas
pero no
puede enseñarse
las reglas
del talento
porque, entre
otras cosas,
el talento
hace sus
propias reglas
y lo
impostado, por
más que
persevere, dejará
como la
estela de
un caracol, la
inevitable marca
de la
artificialidad e
impostación. En
nuestros días,
sin embargo,
se ha
hallado una
solución al
pequeño detalle
arriba señalado.
Absorbidos como
estamos por
la civilización
de la
imagen iconográfica (televisiva, publicitaria,
mediática) llevamos
el libro
al nivel
de objeto
estético para ser mirado
antes que
para ser
leído. Así
se explican
costosas ediciones
de libros
que parecen
cuadros con
hojas o
libros cuyo
negocio sería
venderlos por
su peso
o libros basados
en la
imagen fotográfica
antes que
la palabra,
o libros
que reflejan,
en laminadas
fotografías, una y
mil veces,
las constantes
de una llanura caracterizada
por su
chatura y
sin mayores
accidentes relevantes.
Pero no
solo estos
libros se
miran y
no se
leen sino
también otros
cuyo objetivo
era la
lectura pero
la diversificada
competitividad del
medio ha
transformado en
“libros que
se hojean”,
a lo
sumo se
lee la
ficha curricular
del autor
y algún
fragmento, punto,
es suficiente,
hay que
cumplir otras
actividades, realizar
otras tareas.
El libro
no es prioritario: hay
computadora, video, CD,
juegos, Internet,
el pandemonium
de la cibernética. No
es de extrañar que
el índice
de lectores
en Uruguay
descienda - como
en todo
el mundo -
ante la
arremetida de
la mirada. Es
ésta la
gran vedette
actual: mirar
a las
bellas modelos
semi desnudas
o desnudas
en los
trasiegos de
la moda, mirar
los deliciosos
platos preparados
por famosos
cocineros, mirar
películas o
juegos o
las paginas
de Internet
o los cuadros o
las tapas
de los
libros, o la
gente haciendo
cosas disparatadas, o la
gente desnudándose
o besándose
las chicas
entre sí,
los chicos
entre sí,
o mirando
cómo se
divierten los
otros o
mirando las
cosas que
ocurren en
el mundo, o
el espectáculo
del carnaval,
o los travestis, o
las mil
y una formas
del entertainment. Si
nos hemos
convertido en
una cultura voyeur
es porque
hacía ahí
fuimos dirigidos.
Siempre habrá
un espacio
de escape
para la
inteligencia y el
placer de
una buena lectura
difícilmente pueda ser
sustituido por los
cuarenta canales
de cable
con sus
programaciones adocenadas,
reiterativas, frívolas,
superficiales y subyacentemente
propagandísticas que transmiten,
enseñan y
repiten el
“modo americano
de vida”
como modo
supremo de vida
mientras nos
enseñan la
crueldad de
Hitler al
infinito aunque
no tanto
la de Stalin, y
nos enseñan
cómo no
hay nada
mejor que
un juego de
béisbol, tomando
cerveza, comiendo
papas fritas
o una
pizza o
una buena
hamburguesa. Y
Uruguay – como un
grano de
arena - forma
parte de
ese universo
infinito que
ni siquiera
sueña tu
filosofía, Horacio.
¿Puede alguien
imaginar qué
hubiera ocurrido
si Baudelaire
hubiera nacido
en Uruguay?
¿O
Kafka? ¿O
Kubrick, Hitchcock,
Eliot, Proust,
Joyce, Borges?
¿Hubieran
llegado a
ser lo
que fueron? ¿Desde
Montevideo se hubiera cambiado
el cauce
de la
poesía moderna,
se habría
filmado 2001 Odisea del
Espacio, se hubieran
escrito el
Ulises y
La
tierra estéril,
o En
busca del
tiempo perdido?. La respuesta
no es
fácil aunque
lo parezca.
La tentación
a decir
que es impensable tal
cosa es
muy fuerte pero
equivale a
negar la
inteligencia y
el talento
creador que
puedan latir
potencialmente en un
artista uruguayo.
El problema,
una vez
más, no
es de talento, sino
de medio
social, político,
histórico, geográfico. Kubrick
hubiera intentado
hacer su
película que,
de todos
modos, nunca
hubiera sido
la misma.
Su talento,
probablemente, se
hubiera perdido
o, en
el mejor de
los casos,
se hubiera
visto menguado
pero le
hubiera resultado
casi imposible
hacer la
versión del
film que
conocemos. En
consecuencia, se habría
perdido una
obra de
arte. No
por limitación
personal, intrínseca
al artista,
sino por
las condicionantes
insalvables del
contexto raza-nacimiento-sociedad-lengua
que le hubieran cerrado
muchas puertas. Hoy
que está
de moda
lo latino
quizás no
sería así.
Onetti llegó
hasta España
y allí
se encerró
hasta su
muerte. Había
agarrado el
furgón de cola
del tren
de los
escritores del
boom
latinoamericano de
los sesenta.
Felisberto fue
despreciado por
la crítica
uruguaya que,
como suele
ocurrir, no
valoró su
obra debidamente. Tuvo que
venir, amparado
por Cortázar,
para ser
descubierto, después de
su muerte,
en su
propia tierra. Con
suerte porque
hasta hoy
todavía L. S. Garini,
narrador uruguayo
desconocido, todavía
sigue esperando
que alguien
se detenga
a efectuar
su valoración.
Benedetti y
Galeano son
periodistas. De sus
temas populares
y la
señalada condición,
probablemente deriven la
fama y
el éxito. El
escritor que
procede del
periodismo es
como el
alumno del
taller: aprende
el oficio,
le saca
el jugo,
la gente
bebe y se
convence fácil,
a veces
practica la
magia y
pasa gato
por liebre.
Pero estamos
en las
antípodas de
la literatura. Uno
de los defectos típicos
del uruguayo
es la
mezquindad. En
este breve
mundillo cultural
todos sabemos
- hasta quienes
no lo
dicen - que
es éste un
país en
el que nadie
te reconoce
nada. Por
eso se entrevera fácil
la semilla
y la
hojarasca. Hay
pocas, contadas,
meritorias, excepciones
de uruguayos que
saludan una
buena obra.
Hay gente
sin mezquindad
ni envidia.
Pero son
pocos, no
abundan, aunque
- acaso por
las propias
virtudes que
poseen - son
ellos mismos
los más
valiosos cuando
se lanzan
a crear
su obra.
La mayoría
procura enterrarte:
en el silencio - de
esto no
se habla -, en
la envidia
del que
sabe que
has hecho
algo muy
bueno y
crece en
ira, en
odio, porque
siente que
no puede hacer
algo igual
- ése procurará
destruirte -, en
la reticencia
que busca el
arabesco para
deslizar veneno.
Mezquindad y
envidia tan
presentes en
la vida cultural
uruguaya son
las formas
de la mediocridad. Es
el mediocre
quien retacea
elogios merecidos
que sabe
él nunca
recibirá. Es
el mediocre
quien tergiversa
una interpretación
para desfavorecer
al autor.
Es el mediocre que
sufre la
envidia de
una obra
que lo
hiere por
existir, por
estar allí,
por recordarle
sus limitaciones.
Es el
mediocre quien,
iracundo, ataca
al autor
sin que
éste le
diera motivos
para tal
ataque, como
no fuera
su propia
obra. Uruguay
es una
mediocracia cultural.
Es natural que
así sea:
no abunda
el talento,
el público
suele ser
iletrado y,
por tanto,
no es
exigente; hay
escasez de creatividad,
grandes expectativas
no acompañadas
por condiciones
artísticas, demagogia
hacia la
gente, mucho
“sentidor” – como decía Lockhart
– sin oficio,
un funcionamiento
de la
cultura sumamente
discutible. Otro
mal endémico –
desde la
generación del
45, continuado
luego por
la del
60 - es
la institución
de verdaderas
mafias culturales.
En los
años 40
se fue inventando la
“rosca”, sustitución
del viejo
cenáculo, que
crea una
especie de
grupo cerrado
que se
distribuye los
puestos de
poder cultural,
favoreciéndose mutuamente,
incorporando acólitos
obsecuentes y
continuadores a
los cuales
atraen distribuyendo
ciertas parcelas
de poder.
En los
concursos artísticos (poesía, narrativa,
etc.) campea
el “yo
te premio
a ti, tú
me premias
a mí”
y sus
equivalentes: “yo
te nombro
en tal
cargo a
ti y
tú me nombras
a mí”,
“yo te
elogio, tú
me elogias”,
“yo te
doy, tú
me das”.
En esta
especie de
logia cerrada
los demás
no existen.
Ellos hacen
y deshacen
a su antojo. Si
son criticados,
ubican a
sus críticos
en una
lista negra
por la cual los
marginan de
toda actividad
cultural. Resabio funesto de la generación del 45, ávidamente continuado por la generación del 60, no resultaría difícil hacer una lista de quiénes integran el grupo, quiénes detentan el poder, quiénes se han favorecido y son los delfines elegidos por el grupo, quiénes, en definitiva, están dentro del sistema corrupto que actúa con procedimientos mafiosos (presiones, sanciones, castigos, y hasta violencia). Pocos son los independientes pero existen y no por ello menos activos. Frente al sistema el autor independiente, el “francotirador”, observa, analiza, reflexiona, cuando debe hablar, habla, cuestiona y denuncia, no calla, no se hace cómplice, muestra que no todo es farsa dirigida, también hay conciencia, honestidad, respeto. |
Álvaro Miranda Buranelli
alvaro@alvaromiranda.com
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