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La total circunferencia (ensayo sobre Alfonso Reyes)

Alvaro Miranda Buranelli
alvaro@alvaromiranda.com 

Reyes, la minuciosa providencia
que administra lo pródigo y lo parco
nos dio a los unos el sector o el arco,
pero a ti la total circunferencia.
Jorge Luis Borges. In memoriam A. R.

 

Si Borges brindó su homenaje a Alfonso Reyes en ceñida versificación poética, no menor fue la constante alusión del mexicano a su pensamiento y obra. En sus ensayos, Reyes cita con frecuencia una idea o una expresión borgeana y lo hace siempre con el respeto intelectual y humano de quien sabe calibrar la calidad de un escritor. A través de la prosa de Alfonso Reyes se perfila un ser humano generoso, poseedor de una vasta cultura que entrega al lector como un obsequio, sin la vana pedantería del que procura sobresalir antes que nada, con un respeto natural hacia el otro que lee, no desde un Olimpo magistral sino desde la humana llanura de quien transmite ideas y, al hacerlo, enseña.

Reyes, formado en el Ateneo de la Juventud de México, compartía reflexiones con Pedro Henriquez Ureña, Antonio Caso, José Vasconcelos. Ideas comunes los unen: la preocupación americanista, la identidad mexicana, la necesidad de abrir nuevos modelos de especulación. El ensayo encuentra en Alfonso Reyes un formidable representante porque supo imprimirle, en el vislumbre de su talento personal, el sello natural de su doble condición de pensador y artista creador. Reyes fue poeta en su prosa reflexiva, se adentró en los más variados temas con espíritu clásico pero también innovador. Ya lucían sus cultas referencias

Alfonso Reyes

helénicas en un contexto de pensamiento actual, conocedor de las transformaciones que se operaban en el amplio espectro de las múltiples disciplinas. A veces la erudición se aligeraba con la anécdota feliz en la que Reyes lucía su talante jovial, sin desmerecer en absoluto la seriedad del asunto intelectual que trataba. Un lector actual, de principios del siglo XXI, podría sospechar la inclemencia del tiempo aplicado a asuntos que, sólo en apariencia, parecen lejanos. Una de las felicidades en la escritura de Alfonso Reyes es la diestra conjugación de lo clásico y lo nuevo. El lector se sorprende hallando un cabal conocimiento de modelos modernos, a veces sutilmente aludidos, entre las amplias reflexiones sobre la evolución de las lenguas o la estética renacentista.

En su ensayo Las jitanjáforas Reyes nos recuerda que el juego leve y gracioso, el arte de la aliteración y la onomatopeya, el ligero roce del canto y la musicalidad del verso, encuentran forma moderna en poemas de Porfirio Barba Jacob y Mariano Brull, nombres que, probablemente, escapan a un lector actual, acostumbrado al juego que las vanguardias primeras del siglo XX divulgaron en los caligramas de Apollinaire, las uniones libres del surrealismo o los avances creacionistas de Vicente Huidobro en Altazor. Pero la palabra jitanjáfora proviene de los versos que Mariano Brull, procurando la renovación en los géneros, hiciera declamar a su pequeña hija durante una reunión, para sorpresa de muchos asistentes:

Filiflama alabe cundre
ala olalúnea alífera
alveolea jitanjáfora
liris salumba salífera

Olivia oleo olorife
alalai cánfora sandra
milingítara girófora
zumbra ulalindre calandra.

Y añade Alfonso Reyes:

“Escogiendo la palabra más fragante de aquel racimo, di desde entonces en llamar las Jitanjáforas a las niñas de Mariano Brull. Y ahora se me ocurre extender el término a todo este género de poema o fórmula verbal. Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho”.

“Un poco de jitanjáfora no nos viene mal para devolver a la palabra sus captaciones alógicas y hasta su valor puramente acústico, todo lo cual estamos perdiendo, como quien pierde la sensación fluida del agua tras mucho pisar en bloques de hielo”.

Coleccionista de estas especies, Reyes las descubría en el lunfardo, en la poesía del argentino Ignacio Anzoátegui, en la urdimbre gongorina, en el mexicano Salvador Novo, en las canciones de cuna, en poemas de Aldo Palazzeschi, en las “glosolalias pueriles”, en André Salmon, en las “colecciones inglesas de “Nursery” y “Nonsense Rhymes”, en las canciones populares, las “silly songs”, y hasta en las coplas del truco que, como señala Reyes, algún día pensaba recoger Jorge Luis Borges y, de las cuales, nos cita la siguiente que se dice para tirar la flor:

Por el río Paraná
viene navegando un piojo,
con un lunar en el ojo
y una flor en el ojal.

que, recordará, sin duda, las cuartetas desgranadas por los hacedores de versos de Florida y de Boedo, por aquellos años tan fermentales y ricos en imaginación. Más adelante, Reyes nos informa que “por aquellos tiempos no se hablaba aún de futurismo, dadaísmo, suprarrealismo, ultraísmo ni estridentismo. Marinetti no había lanzado siquiera su primer manifiesto sobre “la imaginación sin hilo y las palabras en libertad”.” Y habría que sumar aún el lenguaje como expresión desgarradora de la angustia en Trilce de César Vallejo, la paronomasia en Oliverio Girondo y Xavier Vallaurrutia, los hai ku de José Juan Tablada, por ejemplo. O las rimas del absurdo en Lewis Carroll y Edward Lear. Hasta en William Blake observa Reyes expresiones del “nonsense” tan cercano a las jitanjáforas. Sin olvidar a Joyce en Ana Livia Plurabella.

De lo precedente se sigue que mucha de la pretendida “vanguardia” haría bien en retornar sobre las páginas de Alfonso Reyes donde descubriría que la pólvora ya fue inventada y late en Dante y Góngora, nada menos. Este insustituible ensayo se cierra con las siguientes palabras de su autor:

“En el ruido de esta sonaja hay algún misterio. Juego ha habido, pero no todo ha sido juego. Los ecos resuenan hasta el fondo de ciertos corredores por donde se llega a las catacumbas de la poesía.

No se trata de dogmatizar ni de plantear una nueva estética. Lo mejor será que nadie se ponga a labrar jitanjáforas de caso pensado. Se ha querido únicamente mostrar cómo, de todo tiempo, el pueblo y los poetas han aflojado las riendas a la fantasía, y cómo una fuente de locura lírica alimenta, bajo tierra, los caudales de la creación.

El grande arte está precisamente en labrar estatuas y mantener equilibrios con cosa tan inestable y fluida. Lo que menos quisiéramos es que se nos tome a lo trágico y que se suelte por ahí una epidemia de facilitones de la poesía. Por lo menos me habré dado el gusto de mostrar, desenterrando documentos de varios siglos, que eso de la nueva sensibilidad es una moneda harto borrosa...”.

II

Si Alfonso Reyes ha sido reconocido con mayor frecuencia por su crítica y ensayística, no es menor la atención debida a su creación lírica y narrativa. En particular, para este recuerdo, nos detenemos en la narrativa breve de Reyes, especialmente sus cuentos fantásticos. Ya Kathleen March, en texto publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, edición dedicada a Reyes de octubre 1989, se detenía a considerar cierta clasificación de estos cuentos. México posee una amplia tradición de leyendas y especies populares sobre temas fantásticos. La literatura y el cine dan buena cuenta de esa tendencia barroca y bizarra. Reyes no fue inmune a ella y en cuentos como La mano del comandante Aranda vuelve sobre el asunto fantástico de la mano como miembro independiente del resto del cuerpo humano, que ya estaba en La mano encantada de Nerval y La mano de Maupassant. Si bien el concepto fantasía aparece definido por vez primera en Aristóteles, fue durante la Edad Media que la palabra se relaciona con la latina imaginatio. Kant distingue entre una imaginación productiva y otra reproductiva, pero será con Schulze, algunos discípulos de Schelling y el advenimiento del Romanticismo que la fantasía se concibe como imaginación creadora o productiva, separándola de la reproductiva o simple imaginación. Lo fantástico alcanza su esplendor durante el Romanticismo. Hoffmann y Poe abrirán nuevos caminos que la imaginación de los siglos venideros transitará copiosamente. Los teóricos procurarán clasificaciones definitivas que se esmeran en no dejarse sujetar. El propio Reyes trata en El deslinde sobre las categorías de lo fantástico. Temas, tópicos, motivos, variaciones, crecen y se expanden en ramificaciones como un jardín de senderos que se bifurcan, incesantemente.

Acabamos de aludir a Borges y conviene recordar que este autor distinguía cuatro procedimientos en la narrativa fantástica. Uno de ellos era “la contaminación de la realidad por el sueño”. En el cuento La cena de Alfonso Reyes tenemos a un narrador en primera persona que recibe una invitación a cenar por parte de una dama y su hija. El personaje asiste y se entretiene en una conversación con ambas mujeres mientras los otros invitados están cenando. El narrador empieza a sentirse atraído por la hija pero, a continuación, tenemos escenas de un paseo por el jardín donde, aparentemente, el personaje se queda dormido. Más tarde, le muestran el retrato de un hombre que, anhelando ver París, sólo llega cuando ha quedado ciego por accidente. El narrador se encuentra parecido al hombre del retrato y observa que la dedicatoria y firma del retrato presentan la misma letra que la esquela de su invitación. Se pregunta por qué ha sido invitado, deja caer el retrato y huye de la casa. Más tarde descubre hojas del jardín en su cabeza y una flor en el ojal.

Es probable que esta breve descripción difícilmente de cuenta de la narración en sí misma pero, más allá de los sesgos freudianos que los especialistas encontrarán en ella, quisiera observar ciertas analogías con cuentos de Felisberto Hernández. El clima en el cuento de Reyes es felisbertiano, lo son también los personajes con esas típicas mujeres-enigma que aparecen una y otra vez en su narrativa. Mujeres que, detrás de una apariencia familiar, esconden la perturbación y lo inquietante. O tejen una trama en torno a una víctima elegida, generalmente, masculina. Hasta que la sospecha despierta en el narrador todo “parece ser” socialmente adecuado. Como hendiduras que se abren en una superficie comienzan a aparecer entresijos de lo oculto, lo subterráneo, lo oscuro. Las damas lo distraen, lo alejan de los comensales; la joven despierta la atracción física; ambas lo arrastran fuera del jardín. Se asemeja al hombre del retrato que ha padecido una mutilación -la pérdida de la vista- que le impide la realización de su sueño. Una señal opera como fuerza salvadora: la similitud de la letra, ¿o es el miedo que lo lleva a huir de lo perturbador?. La atmósfera, opaca, onírica, sigue la línea fantástica de “llevar lo maravilloso a la realidad”, esto es, hallar y mostrar los elementos de irrealidad que habitan nuestra cotidiana realidad. “Lo cotidiano en sí ya es maravilloso”, observa Kafka. Sin duda, también podría pensarse en Circe, cuento de Julio Cortázar. Como anota March “el motivo de la señal que permanece (las hojas, la flor) sigue otra tradición literaria.” Después Borges la haría más conocida en su texto La flor de Coleridge.

En la clasificación que Louis Vax realiza de “lo fantástico”, la narrativa de Alfonso Reyes vuelve a ocupar un lugar en el ítem referido a lo fantástico que se proyecta hacia la sátira, el humor y el juego de ingenio.

Cercano allí a Jean Cocteau, Alfred Jarry, y, por extensión, a otros vanguardistas, no está lejos, tampoco, de Quevedo o Macedonio Fernández. Sin olvidar los aportes que la literatura inglesa ha brindado al tema fantástico en su híbrida unión con el humor absurdo, la ironía y la sátira. En definitiva, crítico y ensayista o poeta y narrador no son más que partes en la conformación de una totalidad: el escritor Alfonso Reyes. Que el asedio crítico sobre su obra puede elegir entre múltiples vectores es lo que confirma la figura geométrica elegida por Borges como sumatoria de su múltiple diversidad. Hemos procurado dejar algunas semillas que despierten en los lectores la saludable curiosidad de acercamiento a un hombre y su obra cuyo mundo resulta más amplio de lo perceptible a primera vista. En el siglo que comienza los escritores van siendo relegados, olvidados, depreciados. Las imágenes dominan nuestro entorno cultural y la vieja literatura parece languidecer en los estantes. Y sin embargo el movimiento de una hoja, el sentido del viento, el gesto de la mano en el aire, acompañarán esa dimensión del ser que la imagen acaso no captura y es la esencia del conocimiento de una criatura humana: el cauce de los pensamientos, la formación de una idea, los matices del comportamiento, la sensible captación interna, la fuga persistente de lo que nos rodea, la palabra alma, lo inefable que se vislumbra, en fin, la poesía, siempre desahuciada y siempre viva y siempre dadora de vida.
 

Alvaro Miranda  Buranelli
alvaro@alvaromiranda.com 

Publicado en el libro "Piedra de toque"

 

Videos agregados por el editor de Letras Uruguay Twitter: @echinope

 

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