A partir de la relectura de Nicanor Parra y de Pablo Neruda .... Antipoema y autorreflexión por Eduardo Milán |
La poesía, antes que un género literario, es una profunda reflexión sobre el lenguaje. Esta conciencia de sus propias herramientas críticas fue explorada por los grandes poetas de la vanguardia. A partir de la relectura de Nicanor Parra y de Pablo Neruda, Eduardo Milán establece en este ensayo una perspectiva acerca de la poesía contemporánea y sus alrededores. El gran aporte de la primera parte de la poesía de Nicanor Parra consiste en el hecho de haber puesto en tela de juicio, en el ámbito latinoamericano, al discurso poético. Me refiero al espacio de duda que abre Poemas y antipoemas (1954). Los que ven en la aparición de ese libro crucial para la poesía latinoamericana una respuesta a un tipo de discurso de carácter épico-afirmativo cuyo ejemplo de mayor impacto es el Canto general (1949) de Pablo Neruda, para no salir del ámbito de la poesía de Chile, aciertan. Ante un ejemplar de ese calibre y su proyección irradiante es difícil sustraerse. El poema de Neruda toca algo fundamental para América Latina: su historia, y no sólo la narración de los acontecimientos que la constituyen por medio del verso. También, y esto no deja de interesar menos que el testimonio —especial, oracular, profético, de Neruda—, la conversión de esa historia en mito de sí misma. La particular concepción neorromántica del poeta-profeta que sostiene Neruda en ese texto está en correspondencia con la concepción de la voz que habla: una voz que se hace resonancia de pueblos enteros puestos en amalgama en un discurso cuyo inequívoco vector es la esperanza. La infalibilidad gloriosa del destino latinoamericano que propone Neruda sintoniza con la infalibilidad también gloriosa de su pasado humillado y valeroso, sometido y rebelde. Lo que el poema ve hacia atrás lo gira, transfigurado, hacia delante. El balance atraviesa el mero consuelo para situarse, lisa y llanamente, en el terreno amplio de la victoria. Al margen de la veracidad de lo profético en el Canto... y de la particular grandilocuencia que lo habita, el discurso del texto de Neruda está designado por la afirmación. Esa afirmación que sostiene el andamiaje textual tiene raíz en la convicción histórica pero, también, en una concepción de la palabra poética como la palabra que designa, precisamente, lo que es —además, lo que será. En este caso el lugar otorgado a la palabra debe coincidir con el lugar otorgado al poeta. Si el lugar de la palabra —su capacidad afirmativa-designativa de destino— no se puede poner en entredicho, tampoco es posible interdictar al poeta. El vaticinio no es interpelable por la ironía, tampoco el vate. Ironía, ese malentendido de palabra, tomada como lo que es: descubrimiento de los mecanismos estructurales, puesta en desnudo del artificio, desvelamiento. Por último, desmitificación, ante el lector, de un proceso de identificación con el hablante textual que ya no se sostiene históricamente. Cabría preguntarse qué ocurrió, por qué creció desmesuradamente el propósito del lenguaje poético como para producir su contracara. Por qué —comprobamos en la práctica poética treinta años después lo que Parra comprendió de inmediato— ya no era posible escribir esa historia en voz alta de una América Latina poéticamente mitificada. No, sin duda, porque el continente no tuviera la necesidad y la altura de ese relato. Porque, más bien, el lenguaje poético había cambiado de lugar con relación a la recepción de su palabra. Al Canto... le sucedió lo que suele sucederle al lenguaje que habla para una zona histórica rezagada: el contagio del rezago. El destinatario del poema es la generalidad del hombre. Pero esa generalidad, en América Latina, está siempre desplazada con relación a un movimiento civilizatorio que a mediados del siglo XX se le veía irreversible. Ese desplazamiento continúa en el presente. Pero la situación se vuelve confusa al aumentar dramáticamente las áreas y el número de desplazados de la historia. Tal vez frente a la dramática histórica que vivimos el poema de Neruda tenga una posibilidad de recuperación presente, algo imposible de concebir cuando aparece Poemas y antipoemas, golpe maestro al vaticinio, a la afirmación y al lugar otorgado tanto a la palabra como al poeta por una larga tradición que en América Latina pasó de largo y por encima del cisma que causan las vanguardias históricas y su recepción latinoamericana. Indirectamente, el libro de Nicanor Parra parece señalar que el problema del continente latinoamericano no sólo está en su historia —un pequeño matiz que el ánimo profético no puede percibir— sino también en el uso del lenguaje cotidiano. Al pretender mostrar la historia Neruda desaparece al individuo. La dimensión del héroe lo toma todo. Pero el lenguaje del héroe está fuera del presente del lenguaje poético: pertenece, digamos así, al lenguaje de la historia que no habla sino por los hechos, metafóricamente, y literalmente por un lenguaje normativo que muy poco se detiene en la zona material de la palabra. Demasiado fuerte es el sentido que se concede al destino —el sentido del canto— como para una posible detención en la realidad carnal de la palabra hablada. II Con relación al poema de Neruda el poema de Parra va de más a menos. Y con toda conciencia. La tarea que emprende es tan necesaria como ardua: devolver la palabra al hombre común, al individuo, con el conocimiento de que el individuo no está interesado en la realidad de lo que le escamoteó la poesía, entendida como una operación lingüística que hace trascender al hombre-hablante, al “desaparecer” el lenguaje inmanente del habla cotidiana, de puro gasto y redundancia, del horizonte de su interés. La contradicción que late en la cuestión poética considerada un arte, o sea, un modo especializado del hacer, puede comportar una necesidad de apreciación exclusiva, llevar a un apartamiento del receptor de lo que recibe como posible. El arte presupone una distancia al imponerse como especificidad. Pero esa especificidad que resalta en el espejo de la recepción tiene un límite: el límite de su transmisión. Se trata de un problema central para la poética de Nicanor Parra expresada en sus antipoemas. Esta noción toca ese centro mismo. El antipoema de Nicanor Parra enfrenta no a la poesía en general. Enfrenta a la poesía alejada de su posibilidad de transmisión. La noción de antipoema es una noción histórica: es contraria a un estado de la poesía, a un momento de ese lenguaje, a una deriva posible que el lenguaje poético, tomado in totu y sin matices, alcanzó en el siglo XIX. No es una noción enfrentada a la poesía en general. Si se hace memoria, no es el antipoema el receptáculo exclusivo del conflicto arte / ansiarte propio de la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX. La filosofía que se ocupó de la estética denunció, por boca de Hegel, el incumplimiento del arte de su función trascendente, el agotamiento de su posibilidad de colmar las necesidades del espíritu. Ese reconocimiento lleva a Hegel a formular la noción de la “muerte del arte”. Ahora bien, se trata, es obvio, de una formulación histórica con una consideración paradójica agregada, como si el arte atravesara su fase de la “muerte del arte”. El devenir del concepto plantea el problema más allá de la frontera decimonónica, la cruza y entra en el siglo XX con la fuerza demoledora de las vanguardias de las tres primeras décadas. El arte que entra en crisis en todos sus géneros, incluido el arte de la palabra poética, arte verbal por excelencia, es, precisamente, aquel arte “alejado” de su receptor o entregado a un receptor exclusivo para su lenguaje exclusivo. En el siglo XIX ese lector era un lector “de clase”: el burgués, blanco de todas las diatribas provenientes de la rebeldía estética y de la político-social. Una manera de interpretar esa puesta en discordia entre arte y recepción es responsabilizar a la modernidad y a su proyección técnica sobre la existencia historizada del hombre, cargando las tintas justamente —pero injustamente— en la “materialización” del mundo y en la incapacidad social de absorber las contradicciones entre las necesidades del cuerpo y las del espíritu. Por esa vía va la poesía que no escucha —todavía hoy— el estrépito del verdadero sentido de las vanguardias históricas y su deseo de “disolver el arte en la praxis social”. Ese deseo, incumplido, fue necesario para ensanchar el horizonte formal del arte mismo. La riqueza de las formas que sobreviene a la imposibilidad de disolución del arte en lo social demuestra, entre otras cosas, la necesidad de poner en crisis ciertos mecanismos de creación aunque por un tiempo queden situados al borde de la desaparición. Pero hay otra interpretación posible de la noción de la “muerte del arte”: la aceptación, sin solución trágica, de la disfunción del arte, de la no operatividad de la palabra poética respecto de su tarea fundamental: el colmar la necesidad del espíritu. Se trata de seguir literalmente el fenómeno del desgaste de la función, de la des-sublimación de la palabra poética merced a un encuadramiento —histórico, sin duda— de su problemática. Si el devenir de la palabra poética es la inmediatez vital de la comunicación intersubjetiva, la aceptación de ese hecho implica cambiar el signo del envión, volver positivo el hecho de la coloquialidad poética —lo que significaría, en efecto, hacerse cargo de una “vulgarización” de la palabra poética— y otorgarle un valor totalmente distinto del trágico implicado en el señalamiento de su “disfunción espiritual”. La palabra poética así vista se reconduci-ría por su verdadero camino a su verdadero destinatario: el hombre común. Algo, sin duda, se pierde en la operación compleja que lleva a la palabra de su límite excelso, aurático, “metafísico”, a la antipoesía de Parra: la instancia mediadora, inventiva, que —ahora sí se emplea con precisión histórica la palabra— colmó el espacio creativo europeo y su proyección occidental entre la Primera Guerra Mundial y 1930. Y algo más se pierde cuando se confunde excelsitud o sublimación de la palabra con alejamiento del tejido social cuando el destinatario original de la palabra poética excelsa no puede ser otro que ese inmerso en el tejido social: el hombre común. De todos modos, en el ámbito de lo propio poético, el lenguaje, la incursión definitiva del habla cotidiana en el cuerpo de la poesía implica una transformación radical. III La penetración del lenguaje coloquial en el ámbito del poema implica una transformación de la concepción poética con relación a sí misma. Si hay algún tipo de vínculo todavía activo entre lenguaje poético y dimensión suprasensible el coloquialismo lo rompe. El habla común representa en su entrada a la poesía lo que la prosa a la secularización del mundo: un cambio de perspectiva. El habla coloquial tiene una significación —o pretende tenerla— de equivalencia: equivale —o busca hacerlo— a lo humano posible, a lo humano práctico, a lo humano en vínculo estrecho con la realidad. Cualquier dimensión que aluda a una esfera de incomunicabilidad queda fuera de la jugada del habla común. El peligro de este acercamiento a la praxis social del habla común es la pérdida de referencia respecto de su real posibilidad de comunicación o de la conciencia del gasto lingüístico de significación que el uso implica. Lo que en principio tiene una potencia de novedad en esa comunicación directa con la interlocución termina por significar poco o nada. Hay una mecánica de la comunicación cotidiana que afecta la calidad del habla. De ahí que la normativización de esa habla cotidiana termine imponiéndose. Ahí radica la demanda mallarmeana de “purificar las palabras de la tribu”. Si no hay una conciencia atenta a la pérdida de calidad de la comunicación, la comunicación se corrompe. En el caso de la palabra poética —o sea, la palabra en su dimensión estética— la crisis de representación que alienta desde el barroco histórico de los siglos XVI y XVII generó los mecanismos de atención para esa defensa, no tanto de “pureza” —la demanda mallarmeana está marcada por un cierto “nadismo” que tiene siempre la tentación de hacer tabla rasa con todo el aire contaminado— sino de eficacia en la transmisión. Esa conciencia se aplica a la reflexión y, en términos de sanidad poética, al lenguaje en su función autorreflexiva. La autorreflexión poética tiene grados: el más simple es la conciencia del sí mismo del poema manifiesta como recurso, la explicitación del acto de escribir en la escritura, escribir y decir que se escribe. Pero hay otra más compleja que alude directamente al mecanismo del objeto-poema: la revelación de los elementos constitutivos de su engranaje que comporta la captación del objeto como extraño —el objeto “se ve” afuera como si se tratara de otro objeto— lo cual trae consigo una serie de consecuencias en cuanto a la concepción de lo que el poema significa y es. A una cierta altura de radicalidad el comportamiento poético autorreflexivo implica un desmontaje, un des-hacer el poema en su núcleo. Implica, además, un testimonio: el hacer del poema un testigo de su propio acontecimiento. Esa revelación del testimonio queda registrada en el poema, no es el desvelamiento de un misterio que se volverá a velar. Abierto así un poema no puede cerrarse nuevamente en su forma primera. Significa que la autorreflexión poética transforma a la necesidad en azar o, en otras palabras, a lo que parecía designado en mera arbitrariedad. Con la palabra “arbitrariedad” se cierra el círculo abierto por la nostalgia manifiesta por Holderlin de un antiguo diálogo con los dioses. ¿O la clásica arbitrariedad de los dioses requería el espejo de su arbitrariedad en el poema? La instancia mediadora del hombre antiguo transformada radicalmente en finalidad en sí misma en el hombre de la modernidad otorga una cierta posibilidad de desmarcaje ante una circularidad que lo anula. Esa posibilidad se ofrece en el manejo de una aguda conciencia del problema, o sea, en la problematización de la cuestión poética, o en el control de esas distintas capas verbales que se aluden entre sí y a sí mismas. La contracara de este saber implicado e implicante es la nostalgia por un no saber que se expone con la frescura de la inocencia. Pero no es la inocencia: es el trabajo favorable del tiempo. |
por Eduardo Milán
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México Nº 38 Abril de 2007
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/dc45f3bc-2162-4efe-9b59-053e2d003c09/antipoema-y-autorreflexion
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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