Efímero en la distancia |
Puedo verlo, todavía, imaginarlo contra el horizonte de la tarde, sentado al fondo de una mirada que ya no busca sorpresas, las manos entrelazadas sobre la manta que le cubre las piernas, la barba del abandono, el discreto olor de un cuerpo ya sin motivos para la suciedad ni la pulcritud. Tantas veces lo he visto, desde la ruta, que no necesito mirar para sentir cómo, mirándome efímero en la distancia, juega a mortificarse con la eventualidad de que sea yo aquel que pasa y no se detiene, de ser objeto de la indiferencia y el hastío de aquel que justificara sus días cuando todos éramos otros. Puedo escuchar su carraspeo y la casi intensa devoción de su silencio mientras busca la palabra exacta, el gesto inequívoco de la precisión, su secreta convicción de que no es posible eludir las metáforas de la ambigüedad.
En algún momento de una lejana y ostentada lozanía imaginó, quizás creyó intuir, el sistema de detalles baladíes con que las abulias cotidianas lo asedian en su retirada. Pero eran tiempos de acción y los días se sentían como una sucesión interminable de cajas de Pandora. Levantando muros contra la eventualidad inminente de los fracasos se jactaba de no hacer planes para más allá de los próximos cinco minutos. Algunos creían en el vigor de su elocuencia; pocos, muy pocos, comprendían o sospechaban la vulnerable ternura desesperada que se ocultaba en los últimos rincones de aquella retórica.
Pudo imaginar, insisto, los ínfimos detalles de esta escenografía donde se siente protagonista de la más absurda de las paciencias. Lo que no pudo, acaso por pusilánime, acaso por distracción, fue comprender que toda conjetura tiene su espacio en el vasto puzzle de la realidad y que no habría impunidad para la imprudencia de su imaginación.
Ahora, cuando tomo el desvío que lleva hasta la casa, siento que voy rumbo a un tiempo detenido. Conserva intacta la capacidad de parecer actualizado en casi todo mediante la estrategia de seguir los mismos programas que yo, leer los mismos semanarios, anticipar los rumbos de mis opiniones por los innumerables indicios que le doy, pequeñas ventajas que me acepta sin atribuirles la ignominiosa conmiseración cayendo suavemente sobre sus hombros y cobijándolo. Tiempo detenido, argumentos que siento como inventados por mí, silencios que mano a mano levantamos mientras los eucaliptos adolescentes parecen inclinarse para escucharnos mejor. "Podemos estar horas y más horas sin decirnos nada -dice- y eso no es para cualquiera." Pero también ocurre, en ocasiones, que hablamos y hablamos como si un gran silencio definitivo estuviese a punto de caer y catapultarnos a la terrible nada de quedar solos. Sé, sabe, que ese momento habrá de llegar; pero nos dejamos llevar por los días con la lúdica irresponsabilidad de creer que los almanaques son una simple metáfora para facilitar la contabilidad y no olvidar los cumpleaños.
No siempre encuentro a Lourdes: "fue al pueblo, trámites, clases..."; una leve tendencia a la discreción me impide hacer más preguntas. Siento el afecto de Lourdes como un honesto deseo de paz que me elige y me protege; de todos modos, especulo con mis propias conclusiones y creo que todos somos capaces de comprender. Al fin y al cabo, entre el amor y la piedad no hay más que unas cuantas páginas en el diccionario. No obstante, de Lourdes recibe todo lo que la sensatez permite esperar, está bien cuidado y, en todo caso, con nadie se sentiría mejor.
Paso todas las semanas por esta ruta y él lo sabe, todos sabemos que lo sabemos. En algunas épocas he pasado más de un mes sin visitarlo. En otras quedo con él, con ellos, cada vez que paso. No todas las mañanas son de primavera pero siempre son más que las tardes de domingo. Es que yo sí hago planes para más allá de cinco minutos: construyo los recuerdos que me permitirán seguir pasando por aquí, los años que me queden, solo ya, y sentir que da lo mismo. Porque sé, sabemos, que un día Lourdes me llamará y, entonces, habrá empezado el silencio, la hora de mentirme que nada ha cambiado, que sigue estando ahí mirándome fraternal y efímero en la distancia. |
Jorge Miguel
Melo, 1997
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