El vuelo
Cuento de Hugo Manuel Mieres

(del libro “Cuentos de pueblo y otros relatos”)

Mención en  Premio Concurso de Narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti

Ahora vivía casi escondido con la mujer y los hijos en su ca-saplanchón, y nadie imaginaba _ _ que no había nacido en ella, o que no hubiera tenido la oportunidad de mandarla fabricar a la dimensión de su extravío, como si la verdad no fuera que algún concejal generoso le había regalado aquella proa angarilla —él había agregado únicamente el letrero—, condenada a la destrucción por culpa del progreso y de fundadores descuidados que la plantaron en medio de lo que ahora era una calle. Se la había regalado tal vez con alivio, para sentarse a esperar el milagro de la desaparición de la doble locura de una casa-barco y de su habitante extravagante.

“No pido ni presto erramienta, Arto.” García escribió con rabia, sobre todo contra sí mismo, porque el letrero no decía lo que él quiso decirle a la gente cuando corrió con el balde de pintura roja y la brocha a lo largo de la pared, inaugurando así su casa y su aislamiento después de su fracaso. Quiso escribir “Que me dejen tranquilo”. Eso. Contarlo todo en un letrero. Pero le salió lo otro, y lo dejó.

Parecía tener una pierna mucho más corta que la otra cuando asomaba con su traje negro de mangas cortísimas por donde bailoteaban las alas de los puños sin botones de la camisa blanca, recortado contra el fondo abierto de un baldío. Caminaba siempre un poco inclinado sobre un lado, luchando por no caer, aferrado en recogerse del suelo, en alzar y amasar los restos de sí mismo. Después del vuelo, la mujer se había acostumbrado a los aislamientos del marido. Cada pocos días, lo picaba un mal bicho, invisible y puntual que esperaba escondido en algún rincón el momento de saltar sobre él y de dejarla abandonada. Ahora ya no decía nada porque la habían cansado los insultos y reproches que él no escuchaba, y cuando advertía los primeros síntomas, hasta lo ayudaba poniendo diarios nuevos sobre la mesa de trabajo y limpiando la lamparilla de las manchas de moscas. Todo empezaba con un cambio en la mirada. Giraba la cabeza sobre un hombro, de improviso, pareciendo responder a un llamado; los ojos se le endurecían, abandonaba el saco en cualquier parte y no salía ya de la casa. Ella se iba a la otra pieza y prohibía a los niños entrar en el taller. Sabía que en esos días tenía que conseguir nuevos lavados porque él no se movería de su banco, mientras la mordedura, o lo que fuera le durara. De algún lugar salían los enormes libros carcomidos, llenos de láminas con dibujos repasados en su contorno por un lápiz de tinta, abiertos en las mismas páginas empecinadas durante el tiempo en que las manos hacían la maravilla. Aparecía primero la misma figura plana, con el círculo brillante de hojalata por cabeza, de rasgos borrados por la luz del metal, surgían lo que parecían ser enormes brazos como los de un crucificado, pero con alas. Un crucificado o un ángel. Esa figura se multiplicaba y llenaba la mesa, en una sucesión que creaba el movimiento, el paso, y al final, el vuelo. Iba agujereando la chapa de hojalata y se contorsionaba en las partes vaciadas al recibir los golpes, llevando a cuestas el enorme peso, bailando con los empujones, izado, clavado, abierto, desconocido y repudiado por la multitud, la vestidura blanca como la nieve y al fin se elevaba rozando los tejados, sin ruido, y de nada vale, de nada, el sellarlo a la tierra, el clavarlo, porque se eleva, se eleva en el aire y ahí están las mujeres mirando desde lejos y allí mi mujer cada vez más chiquita haciéndome adiós con la mano y diciendo, murmurando, verdaderamente, verdaderamente eres hijo del cielo...

Llegaba agotado, vaciado al final de la serie, empapando de sudor las piezas trabajadas y cuando terminaba, cuando la última figura estaba lista, con el cuerpo y la cara, con las alas abiertas y flotando, el resto de la serie se había amarronado por el óxido, había perdido para siempre la luminosidad, el movimiento se había detenido, lo que preparaba el vuelo, la elevación, no era más que el residuo, un fracaso de impulso, y de nuevo aparecía él, García, atado a la roca, a su banco de hojalatero, de nuevo su cuerpo golpeaba la tierra y sus ojos antiguos empezaban a ver la habitación, las ollas que esperaban arreglo, y tomaba el soldador y soldaba despacio, despertando recién al tercer día.

Su grito nos convocaba diariamente al asombro. Se había adelgazado como el hombre mismo hasta lo inverosímil y adquirido un timbre de bocina o de embudo fabricado con una lámina de metal delgadísimo y vibrante, y ese metal gritaba cacerolas y primus, remontaba la calle más antiguo que la calle misma, asustaba a los pájaros y desbandaba desde el amanecer la pelea de los perros, más fuerte que el ladrido.

Lo de la Sínger no había ocurrido en Treinta y Tres. Lo contaba como suyo la gente de Vergara. Se encerró dos semanas corridas en su galpón de mecánico. Hizo dos agujeros en él portón de madera, pasó una cadena entre ellos, la aseguró por dentro con candado y tapó todas las rendijas que quedaron con estopa. Dos días antes los habitantes del pueblo lo habían espiado a la siesta arrastrando la cadena con el enorme candado en un extremo, los manojos de caña de tacuara y el inservible motor fuera de borda que el cura le vendió por centésimos. Luego, hasta los borrachos que se extraviaban en la madrugada buscando el camino de regreso a su casa entre los matorrales salvajes de la plaza, se guiaban por los martillazos que no dejaban dormir a nadie y habían hecho de la mujer una estatua sentada en un banquito frente al galpón clausurado, mientras los hijos le pedían a gritos algo para llevar a la boca.

Tina estuvo en el gran día y ella fue la primera que me contó el episodio desde su cama a la que había hecho poner ruedas para que la llevaran a pescar al Paso, cuando ya no pudo mover más que las manos para encender el cigarrillo y sostener el aparejo. “Allí mismo —y señalaba el centro del arroyo— cayó la vieja Dorotea, cuando el bote se dio vuelta, y hasta aquí la trajo flotando la corriente, girando sobre sí misma, como una bailarina en una caja de música, con las siete enaguas ilesas, como un hongo, o una flor o una vela en una torta de cumpleaños. Pero García estaba loco. Que yo sepa, no comió ni durmió encerrado durante dos semanas. No sé de dónde habría sacado esas ideas, y ahí está ahora, deshecho para toda la vida. Se encerró y golpeaba, golpeaba. Era un infierno. Cuando abrió la puerta, estuvo un rato contemplando el bulto cubierto con la sábana y sonriendo como estúpido. Las dos armazones de caña pintada de rojo ocupaban casi todo el largo del galpón y desbordaban la zorra. Entonces empezó a tirar asoldado por la mujer. Le abrimos paso y marchó por la Calle Real hacia la Cuesta. Las veredas, de fiesta. Protegidas por los árboles, le preguntábamos a gritos qué era aquello, qué estaba haciendo, pero él, nada. No oía nada, o sólo oía el ruido de motor, o los golpes del martillo lo habían dejado sordo. Cuando llegó al repecho, resoplaba como un toro. Se detuvo, y después de mirar a todos lados, habló algo con la mujer y regresó al pueblo. Volvió enseguida con el caballo. Lo engancharon de la zorra, terminaron de subir el repecho y llegaron al borde del barranco. El se quitó la chaqueta y quedó en camisa. Tiró suavemente de la cuerda del motor y la Sínger empezó a toser y a echar humo enloquecida y a dar puntadas llenas de aire. Atado al asiento de bicicleta fijó las correas de las alas a sus brazos y empezó a mover el cañerío de arriba a abajo. Parecía despedirse de alguien que se va por mucho tiempo. Después le dio más fuerte. Uno, dos, uno, dos, uno, uno, un, unun. Fue ahí cuando dio la orden, y la mujer lo empujó en la pendiente del tablón hacia el extremo libre, flotante en el vacío. Y voló. Te juro que voló. Se elevó dos o tres metros; era un pájaro raro, un poco pájaro y un poco barco. El humo le tapaba la cara. Nosotros empezamos a gritar locos de alegría. Los aletazos me habían despeinado y nos bamboleábamos abrazados para no caer, formando una barrera al borde del abismo, pero el júbilo se cambió en insulto contra la ráfaga de viento contrario, del viento loco aquel de aquella tarde, que lo volteó de lado como si un ala le pesara más que la otra. Yo oí un cañonazo y cuando miré, duraba todavía el susto de las gallinetas, los pedazos de caña rajaban por todas partes la sábana, una sábana tan blanca, ahora llena de barro y de pintura roja que lo cubría como un plumaje.

Cuento de Hugo Manuel Mieres

(del libro “Aperturas Miniaturas Finales”)

Gran Premio Concurso de Narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti

 

Publicado, originalmente, en:  Jaque Revista Semanario - Año II Nº 68 Montevideo, 29 de marzo al 12 de abril de 1985

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/6864


Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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