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El vuelo de la oca

(fragmentos)

Alejandro Michelena

2

"Erase una estatua. Una roca pálida y beatífica, solitaria pobladora de una inmensa región de crepúsculo. Un día llegaron desde lejanas tierras un ratón y una cabra. Buscaban a un enano, que suponían allí aunque nunca lo habían visto. Huellas diminutas como el tiempo los traían del otro confín de la tierra.

La estatua miró, clavada en su altura de nube, e intentó proferir maldiciones o advertencias. Y fue cuando, por vez primera, comprendió su destino, ajeno de palabras, impasible.

Los visitantes se perdieron lejos, en la oscura presencia de un bosque. Y se oyeron gritos y aullidos y golpear de tambores...

Y cerró los ojos que se le hacían plomadas. Dejó como pudo el libro en la mesa de noche y tanteó buscando el obturador de la luz. Después, sumergido en el caos de las mantas, pensó que eran las dos de la mañana y que tenía que madrugar para asistir a la Facultad.

Estupendo el comienzo de la narración y debería ver a mi familia más a menudo pero el viaje en tren es un fastidio y cómo miraba aquella muchacha del salón C y se me está acabando la mensualidad y llevaba los ojos muy abiertos, caminando desnudo, bordeando la infinita línea de cipreses. Sabía que su cuerpo estaba allí, con toda su piel y la obesidad apuntándose y los pies separados y el ombligo hundido como gruta. Sí, era él, Silvestre, el bachiller, futuro salvador de carne humana y recetador de cataplasmas y jarabes.               

Vio un puente, que se hizo polvo al pretender cruzarlo. Y el vértigo lo arrastró en oleadas cada vez más rápidas hasta que perdió el sentido y lentamente, con una piel de cabra sobre los hombros, se arrastraba en un páramo, con la esperanza de acceder a una roca desde la que era posible escudriñar el paisaje y dar con un punto de referencia que lo volviera al lecho y al sueño. Fatigado, llegó hasta el pie de la mole, y se disponía a escalarla cuando un temblor se expandió en la dureza calcárea. Se alejó unos pasos, sofocado, en pánico, y una palabra seca y polvorienta irrumpió en el aire quieto:

—Yo soy estatua informe. Espero al escultor que viole estas entrañas. Desde el confín del mundo le aguardo y agradezco. Humano peregrino, si es que desea seguir conteste presto: ¿El mundo es una fruta o una gelatina?... Partiendo del supuesto (ya científico) de que la vida es un tablero de ajedrez, ¿cuándo y cómo hay jaque mate?...            

Silvestre intentó contestar, y un nudo le apretaba la garganta. Balbuceó que la tierra era una fruta, un meloco­tón, o mejor, un gran pomelo. La roca asintió con un gruñido y esperó. Hubo un largo silencio si matices hasta que la segunda respuesta se extendió como un líquido y el mineral  primario retumbó, partiéndose y gritando ¡equivocado!... y eran gentes sin rostro que ascendían a su lado. El firmamento se había cubierto de un rojo púrpura. La multitud reía y comentaba. Intentó oír pero no pudo entender mucho. Supuso que debían hablar en un idioma parecido al arameo.

El viento huracanado viboreaba enloquecido. Intermitentemente, un rayo estremecía la soledad y hombres y mujeres se agolpaban en el borde del abismo. En medio de la cumbre había un enorme tronco algo podrido cruzado por una tabla, casi una pesadilla de cruz. Los que estaban cerca insultaban y escupían al aire.

De pronto sintió que lo llamaban. "Silvestre, mi discípulo amado" y los rostros duros y fríos lo observaron con insistencia.

"Ellos no saben lo que hacen. Yo muero tranquilo porque tú llevarás el mensaje... Un día todos los ratones tendrán acceso al queso de los justos..." Y sacó del bolsillo -con la boca, pues estaba clavado- un pedazo de roquefort ya viejo... "Este es, Silvestre, mi cuerpo..."

Y él se palpó la cabeza, un poco hacia atrás, y aterrorizado descubrió dos enormes protuberancias. Y la nariz se le transformaba lentamente en hocico. Y le crecieron bigotes largos y finos. Y una elástica cola le arrastraba varios metros...

Sentado en la cama se apretó las mejillas. La oscuridad le impedía ver los objetos, pero en las hendijas de la celosía se adivinaba cierta claridad. Sentía en la cabeza tirones rítmicos y dolorosos. Se recostó, buscando una posición que lo aliviara. Entrecerró los ojos y estuvo quieto. Un reloj indicó las siete en punto y un carro se movió como una coctelera en el asfalto y las gallinas se alborotaron en el patio trasero.

Abrió el balcón y miró la calle donde algunas viejas barrían los primeros chismes del día. El sol apareció a un costado, entre azoteas.

4

Se acomodó en la silla. Observó el ruido y las figuras vetustas que lo acorralaban. Aferrado a la mesa, movió las manos e imploró hacia la puerta deseando la aparición de Silvestre. Hacía mucho que no iba al café; desconocía las caras y las voces.

En un día ya lejano traspuso el umbral, aburrido de las largas caminatas entre el frío y las luces de neón y las mismas ilusiones siempre pospuestas. Luego cumplió el rito semanalmente, a la salida del Cine Club, y se vinculó al grupo de Gibosus y a las horas de conversación. El último vestigio de aquel tiempo avanzó, esquivando columnas y bandejas, con la vista alta y la túnica algo sucia y "Perdoná la demora. El boludo del disector. Se impacientó porque dejé caer el cadáver de la mesa... Yo le dije que pensaba un posible poema. Él replicó ¡mierda! y yo, no sin esfuerzo, arrojé la masa fláccida... Esta lo derribó, y al levantarse le quedó colgando como un fardo, la cabeza hacia atrás y los brazos rodeándole el cuello y las piernas atragantándole la cintura y el pene yanuncamáserecto enganchado en el cinto... Me expulsaron... tenemos milenios de palabras".

Le resbalaron lágrimas, mojando el cigarro que procuraba encender. Y Pepus atendía, los ojos como vidrios, la cabeza de huevo algo torcida, el silencioconsuelo entre los labios.

Lo había conocido, así de triste, cuando enamorado de la prima de Gibosus dibujaba corazones en las servilletas. Intelecta vestía pantalones con tirantes y una boina ladeada. El pelo a la garcon y antiparras que hacían de sus ojos hormigas en un mar de olas concéntricas. Y estudiaba Letras. Y al hablar citaba profesores. Y siempre intervenía discutiendo y a Silvestre le dijo que no, que guardaba castidad para ser una vestal consagrada a las artes. Que no podía ni debía pensar en hombres y tampoco en mujeres, y que los logros implican dedicarse, morirse en lo elegido. Y no quería terminar como Gibosus, intento de poeta y cineasta y periodista y dramaturgo y sólo intento. Que ambos llevaban la fealdad como estandarte, pero nada más que en eso eran iguales.

El primo, testigo en la entrevista, abrió la boca desdentada, le tembló la joroba como seno nacido para amamantar a un cíclope, estiró el cuello como ave de rapiña, y empezó comentar una película.

5

"Antes las muchachas eran ese don, poblado de miradas y perfume, que esperábamos ver cada domingo en la veredas del parque techadas de eucaliptus. Ellas nacían, en grupos casi siempre, danzando las sonrisas, con la inexplicable malicia del secreto. Y vestíamos el cristal adolescente. Contemplábamos gozos del futuro temiéndole a lo incierto.

Se trataba de un tiempo ahogado en humedades. Época justa de recorrer los sótanos oliendo y tocando cosas que fueron de los muertos. Y nos reíamos, con lágrimas carentes de recuerdos, apedreando una vieja o mordiendo la brisa. Allí, en esa estación irrepetida, en la verdadera no contaminada primavera, quedó Cristeza fijada, tal vez como una momia cuyos ojos vivieran en secreto. Y camina, se acerca, traspasando paredes y baúles y polvo acumulado. Se posa con los labios en mi frente, y parece el insecto de los sueños que nadie ha conocido.

Cristeza, la del andar poema entre las flores... De la mano, saboreando la ausencia de amarguras, recorríamos las horas. Ella era sin formas, inasible al deseo, con el mirar enorme y desolado. Y hablábamos palabras titubeantes. Insinuábamos equis despejadas en futuros teoremas.

Ahora todo se aleja, como el mar, dejando la resaca de imágenes confusas... Pretendo continuar surcando este papel a la espera de un signo que me vuelva hacia atrás en el túnel de años."

Pepus dejó el cuaderno y cerró el cajón despacio. Tropezó con un zapato y se detuvo. Luego avanzó hasta la puerta y echó una última mirada al lugar donde Silvestre comenzaba a nacer de la muerte del sueño. Bajó las esca­leras, tropezando, admirado y clamando por un papel donde él también lograra herir las palabras y engancharlas al tren de la poesía.

6

¡Qué enorme sinfonía de caminares! Los gritos se mezclan con las luces. El crepúsculo es frío. Al caer el sol no habrá nadie, las baldosas beberán soledades, proclamarán su mugre densa y extenuada. Empiezan a nacer no sé de dónde los viejos solitarios, las mujeres oscuras, los tullidos que recogen monedas.

Hace tanto que no me deslizaba junto a estas vidrieras que me guiñan con su lastre de objetos... La oficina es un pozo en el que nado día a día hasta el cansancio. Y después el tranvía, infernal choque de vidrios y latas herrumbradas. Y en el punto de origen y retorno, mi cuarto, las paredes grises sin ventana, el retrato de tía que sonríe, los hongos invadiendo los rincones...

Antes de la oficina era distinto. No había reloj de entrada ni gerentes y le cantaba a la fiesta de existir (es decir: saborear el aroma de los parques y pasar largas tardes acunando los libros y al alba ser sorprendido ante el último, inacabable vaso de vino).

Allí está el Café. La primera vez que entré por esa puerta acababa de ver a Chaplin en una cinta desconocida en la que viste de franciscano y camina a saltitos, con el bastón amenazante y elástico y el rostro de blancura de muñeca. Era de noche y recitaban las tazas su monótono verso al ser lavadas. Me senté en un rincón, fumé un cigarro. Vi los grupos, conversando entre ellos y por ellos, ignorando fronteras y otras mesas. Alguien me pidió fuego, y era de tez cetrina y lentes gruesos; la pequeña cabeza dejaba asomarse por detrás una joroba inmensa y asimétrica.

Después de hablar un rato sobre serias vaguedades, Gibosus me llevó hasta su poblada mesa, donde luego de confusas presentaciones, escuché.

—Nosotros escribimos- dijo el que fumaba pipa y tenía suave e irónica la voz- o intentamos hacerlo, pero no obstante calentamos las sillas y anulamos las noches discu­tiendo... Charlatanes, eso somos. En lugar de dar mil vueltas como el gato alrededor de la leche deberíamos pensar en otra cosa... Por ejemplo... ¡propongo que hagamos una revista literaria ...!

—Permitime, Silvestre -interrumpió Gibosus, con su ronquera húmeda -no creo que sea tan sencillo. Hace tres meses que nos reunimos y leemos nuestros poemitas y cuentitos y ya nos vamos a largar al naufragio con una pelotuda revista... Además, no veo que haya pérdida de tiempo en conversar, como tampoco la hay en fabricar nuestra mierda diariamente... Debemos vivir siglos descuar­tizando papeles en lo oscuro. Lo he practicado en años incontables, llenando la buhardilla de manuscritos que estoy seguro fueron un delicado manjar para las ratas...

—¡Decadente frustrado! -graznó Intelectate dedicas a mancillar intentos y esperanzas. Recuerdo tu pasión por el cine y los metros de celuloide desperdiciados en filmar a aquel marica del que te habías enamorado. Y tu pasaje por el periodismo, y cómo te expulsaron del diario por tu convicción de que el esperanto era el único idioma en que debías expresarte... ¡Nihilista!

—Bueno prima -y Gibosus aquí acentuó las palabras -mi vida privada no le interesa a los amigos... Es grotesco lo que hiciste... Como si a mí se me ocurriera deschavar que tu lejanía de la carne en beneficio de las letras es aparente. Y que te masturbás desnuda en la cama, revolcándote como una perra... ¡Lo he visto por el ojo de la cerradura y doy feee...!

Y cuando cerraron las cortinas metálicas del Occidental nos despedimos todos. Y Silvestre me acompañó por varias cuadras, y me citó para el día siguiente, y más adelante nos hicimos amigos, y hoy es el único integrante del grupo al que veo.

El Café ha cambiado... Aunque no tanto. Aquel era el lugar en que solíamos estarnos... Intelecta miraba intensa­mente a Silvestre, pero como se lo aclaró más tarde era por curiosidad. Le fascinaba esa mezcla de Pensador de Rodin e hijo de Galicia... Y él sintió melancolía un largo tiempo, y yo era su confidente, quien secaba sus lágrimas y lo consolaba.

Allí está Blas, el mozo. Ya no se acuerda de mí... ¿Por qué habrán pasado los años y con ellos la necesidad de vivir acumulando papeles en los que reía lo mejor de nosotros? ¿Por qué las oficinas donde marcan a los hombres como si fueran bestias? ¿Por qué la medicina de Silvestre y el disecar cadáveres y tocarles los ojos? ¿Por qué este lanzarnos adelante, abandonando todo, con sólo algunas migas de pasado colgándonos del alma? 

Alejandro Michelena
Capítulos de la novela El vuelo de la oca, publicada por Editorial Signos (Montevideo, 1993).

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