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Verano memorable en Montevideo |
Son
muchos los veranos que se guardan en los pliegues entrañables del
recuerdo. En mi caso, a medida que avanzo en años, se acentúa la
predilección por evocar el tiempo de la infancia, ese lugar mágico y
definitivo en nuestras vidas. Al hacer esto me libero del pecado de
pretender ser original, y de paso puedo hacer compartir al cómplice
lector la estimulante experiencia de recrear vivencias escondidas en el
laberinto de la memoria. En
plan de elegir, me vienen imágenes sueltas del balneario La Floresta a
fines de los cincuenta, o del Piriápolis de los sesenta. Mas procurando
ser fiel a mi inalterable amor montevideano, me quedo con los veranos
pasados aquí, en la capital, los que tal vez fueron los primeros
instigadores -ocio y andanzas de por medio- de mis más recientes
"aventuras" en forma de artículos y libros sobre esta Muy Fiel
y Reconquistadora ciudad de San Felipe y Santiago. Recuerdo
especialmente un largo y cálido verano de finales de los años cincuenta.
La casa de mi abuela en Malvín, en avenida Italia y Santa Ana, donde pasábamos
algunos días. Una de mis tías luciendo sus zapatos de taco alfiler (que
por entonces comenzaban a estar de moda) y una de aquellas soleras armadas
y con vuelos (que hoy evocamos al ver añejas películas de la Metro),
bajando la escalera camino a un baile. Con
mi hermano matábamos las horas de la noche temprana en el balcón
trasero. La casa estaba en un primer piso, pero al fondo había un largo
terreno y luego otro; al ubicarse además en un alto, nos permitía
disfrutar mejor del espectáculo siempre renovado del cielo estrellado;
abajo, más cercanas, las luces de Malvín y del Buceo, y algo más allá
la negrura sugerente del Río de la Plata. Ese balcón y sus maravillas
era nuestro secreto, y el embrujo se rompía sólo cuando la familia
grande lo invadía ruidosamente para ver los fuegos artificiales en la
noche del 31 de diciembre. Una
aventura más concreta y terrena era la incursión en la quinta
establecida en la manzana contigua a la casa de mi abuela, a la que penetrábamos
por el cañaveral de los fondos. Allí nos creíamos exploradores en medio
de la selva, zigzagueando entre el maíz y las plantas de tomate hasta que
alguno de los perros del predio nos marcaba tarjeta con sus imperiosos
ladridos, comenzando entonces la urgente retirada. En
ese verano que estamos reviviendo -habría que decir "esos",
pues fueron varios y se superponen- la mayor parte del tiempo transcurría
entre las mañanas yendo con mi padre y hermanos a Playa Verde, cumpliendo
el requisito de la siesta por las tardes, y recorriendo el parque en
bicicleta después de las cinco. El ritual playero solía ser madrugador,
e incluía una buena dosis de natación a lo hondo, para lograr según mi
padre "estilo y resistencia" (él tema poco de lo primero pero
se defendía bien en lo segundo, dejándonos siempre al final con la
lengua afuera); para colmo, después, cuando nos entusiasmábamos
construyendo castillos efímeros, acostumbraba a invitarnos a caminar toda
la extensión de la playa hasta el Náutico (lo que a mí en el fondo me
gustaba, tal vez porque ya estaba al borde de la pubertad y rozando la
edad de mirar mis "primeras muchachas"). La retirada era siempre
la misma: enfilando la Commer por la calle Yaguaneses, por esas fechas un
camino angosto entre pastizales con apenas contados chalets. De
vuelta a casa en el barrio de Tres Cruces, muy cerca de Garibaldi y 8 de
Octubre, la siesta era sagrada, pero mi forma de transgresión consistía
en la lectura ávida de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, y
por supuesto las novelas de Salgari impulsándome a fantasear con la
posibilidad de transformarme en Sandokán. A veces la necesidad de acción
era muy fuerte, y en ese caso nos complotábamos con algún amigo y
compinche para recorrer en medio del sopor de esas horas el "corazón"
de la manzana; lo hacíamos saltando por los muros del fondo a la parte de
atrás de un sanatorio, de allí a una casa quinta contigua y de ahí a
otra, hasta dar sin advertirlo a 8 de Octubre. Al final de las tardes nos
ganaba la pasión ciclística en el Parque Batlle, y si no fuera por la
siempre atenta mirada de mi madre nos hubiéramos perdido varias veces
sobre dos ruedas en la ciudad todavía "terra incógnita". Mucho más aconteció por cierto en aquel cálido verano (que fueron varios), pero tal vez estos fragmentos de impresiones y vivencias cotidianas digan más sobre él (o ellos) que cualquier pretensión de conjurar lo "esencial" que -como bien nos lo enseña el maestro Saint Exupéry- es "invisible a los ojos" (y a la posibilidad de apresarlo en estas líneas). |
Alejandro
Michelena
Capítulo del libro Gran café del Centro: crónica del Sorocabana (Ed. Cal y Canto, Montevideo, 2003).
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