Aportes para leer a Vaz Ferreira en este nuevo siglo
Alejandro Michelena

El núcleo de la reflexión en Vaz Ferreira está signado por lo provisorio, lo prudente, lo cercano; evitó las abstracciones, y cuando oteó los abismos metafísicos lo hizo desde lejos y pisando bien firme en la experiencia palpable. Es sorprendente hasta qué punto es armónica su prédica con una sociedad como era entonces la uruguaya, cartesiana pero al mismo tiempo emotiva, discreta y abarcable, sin desmesuras evidentes.

Al escribir sobre Carlos Vaz Ferreira no perdemos de vista que estamos aventurándonos con uno de los estereotipos paradigmáticos en la cultura oficial del Uruguay. Ahora tal vez no pase, pero hace cuarenta años citar al autor de Lógica Viva era una necesidad de "buen gusto" culterano. Podemos afirmar que existió, por décadas, un Vaz Ferreira apto para discursos de sobremesa, para adorno de cualquier conversación, conocido más a través de frases fuera de contexto que de los propios textos.

Ese filósofo pasteurizado, ese oráculo para todo uso en aquel país laico de los primeros años de Siglo XX, ya no nos interesa en este nuevo milenio. La mejor forma de neutralizar un corpus reflexionante, rico y matizado más allá de las superficiales apariencias, la inventaron los propios seguidores incondicionales del pensador uruguayo, que fueron los primeros en abusar de sus frases como si se tratara de fragmentos de un manual escrito por Perogrullo (no se hicieron por esos años posters y tarjetas navideñas con sentencias vazferreirianas, porque tales objetos –engendros del más refinado "kitsch" progre de los setentas– no estaban de moda).

El empalagoso fervor de tantos que parafraseándolo lo traicionaban, transformará al viejo maestro en sus últimos años en un auténtico solitario, sitiado en su propio mito, mencionado hasta la saciedad pero apenas leído, dictando sus conferencias en el Paraninfo de la Universidad Mayor de la República –en Montevideo– para algo más de media docena de personas, entre los que estaban sus verdaderos y auténticos discípulos.

Vaz nunca afirmó la imposibilidad de profundizar en los viejos temas filosóficos de siempre; él lo hizo, bien que a su prudente manera. Sus verdaderos discípulos –aquellos que, al igual que en la Despedida a Gorgias rodoniana, entendieron que la real fidelidad implicaba superar al maestro– , como es el caso de Luis Gil Salguero, Carlos Benvenuto y Paladino, no se vieron inhibidos en su propia reflexión por la sombra tutelar, y lograron así internarse en honduras para muchos estigmatizadas por Vaz Ferreira sin caer en los tan temidos paralogismos o falacias.

Tanto equívoco rodeó al filósofo uruguayo por excelencia, que hasta sus grandes detractores –desde tiendas católicas y marxistas– se vieron tentados a combatirlo a partir del espejo deformante de una difusión de su enseñanza tergiversada, mediatizada, casi caricaturizada.

Vaz Ferreira sin maquillaje

Una de las principales preocupaciones del Maestro fue explicar que, a modo de paso previo a la reflexión en sí, había que llegar a una correcta forma de pensar. Un acto de pensar que de acuerdo a su concepción no podía ser nunca mera abstracción, que siempre debía partir de un anclaje en la experiencia y otro en el uso preciso del lenguaje (esa otra experiencia fundamental de la cultura). Para el estudioso Jorge Liberati, Vaz Ferreira fue un verdadero "filósofo del lenguaje" , precursor del interés mundial en esa área posterior al medio siglo.

Como consecuencia de todo lo dicho, desconfiaba de los fríos razonamientos y también de los sistemas cerrados de pensamiento; rechazaba todo dogmatismo. Tal vez como un extremo de su minucioso afán de rigor, se llegó a plantear tener en cuenta todas las ideas, todos los encares, y reflexionar sobre ellos sin despreciarlos.

Hombre práctico por sobre todo, como lo fueron también otros grandes pensadores desde Sócrates, buscaba la eficacia y adecuada aplicación de su discurrir. Al igual que "el hijo de la partera", necesitaba interlocutores permanentes, discípulos a los que lejos de adoctrinar invitaba a pensar por sí mismos, a alejarse de lo doctrinario, a estudiar los equívocos verbo-ideológicos. Como auténtico filósofo su perspectiva distó de ser meramente racionalista, apelando más bien y de modo explícito a lo emocional y vivencial. Fue además un moralista, aunque nunca impositivo.

Una significativa característica es la condición coloquial de su discurso. Su estilo escrito no se diferenciaba del empleado en sus clases y conferencias. Esto le permitió sortear el escollo de la aridez, siendo elemento decisivo –junto a la constante vinculación del autor a la estructura docente durante toda su vida– para la difusión masiva de su obra.

Se ha dicho que cultivaba una reflexión sobre el sentido común, aunque en puridad su verdadera prédica atacó a fondo el convencionalismo del lenguaje y con él nada menos que el corazón del famoso sentido tan ponderado. El equívoco de interpretación estuvo en este caso en confundir su proverbial vocación por lo concreto, por los ejemplos cotidianos, la desconfianza en las grandes palabras y en las ideas demasiado volátiles, con "sentido común". Si hubo entre nosotros alguien que haya desmontado con pericia de entomólogo avezado este concepto confuso y abstracto como pocos, fue justamente Vaz Ferreira.

Un pensar desde este continente

En un país tan habituado a un cosmopolitismo superficial, tan mirón de lo europeo, el filósofo por antonomasia va a elaborar -a contrapelo de los criterios generalizados– un discurrir alejado, distante de los múltiples "ismos" que en materia de pensamiento agitaron el siglo. Su reflexión será universalista pero arraigada profundamente a lo que podríamos considerar como lo auténtico uruguayo.

Vaz Ferreira fue prototipo del filósofo puro en este continente; por mucho tiempo el único de tales características, en un espacio geográfico donde se persistía en seguir confundiendo los roles del político, el literato y el pensador. Su filosofar es, desde cierto ángulo, un método propicio para elevar la reflexión de un continente donde todo estaba por hacer en esa materia.

Lo más destacable fue esa "actitud de espíritu" con la cual realizó su labor intelectual, como bien lo apunta Arturo Ardao: "De sus legados, el de aprovechamiento más universal en la incipiente cultura filosófica de nuestra América". Actitud que por lo descomprometida de teorías al uso, por lo cuidadoso de sus herramientas de trabajo (palabras, razonamientos, estilo incluso), por la autocrítica constante, resulta bien saludable cuando de lo que se trata es de cimentar algo nuevo.

Recordemos que Carlos Vaz Ferreira, nacido en 1872, accede a la notoriedad a través de la cátedra y sus escritos en plena eclosión positivista del fin de siglo. Todavía estaba cerca en el tiempo la vehemente discusión intelectual entre racionalismo y espiritualismo, entre los nucleados en el Ateneo y los concitados por el Club Católico. Ese ámbito, donde ya soplaban con fuerza los vientos eclécticos que amalgamaban a Spengler con Nietzsche, seguramente motivó al pensador uruguayo a buscar la equidistancia, la independencia, asumiendo una postura crítica ante escuelas y dogmas viejos y nuevos.

Si lo fuéramos a parangonar con otro pensador contemporáneo a nivel mundial, salvando enormes distancias y notables diferencias –a riesgo de motivar el escándalo y rasgarse de vestiduras de los "bien pensantes"– lo haríamos con el hindú Krishnamurti. Aclaramos por las dudas que las direcciones de ambos eran contradictorias en su perspectiva; la del primero con tendencia a la abstracción, a las sistemáticas generalizaciones, a una trascendencia idealista, mientras que la de Vaz hundía su firmeza en la experiencia concreta desconfiando de lo demasiado especulativo. Y sin embargo, qué cerca estuvieron en cuanto a la profunda desconfianza en los sistemas, la crítica de las ideas planteadas en forma simplista, el incitar a una reflexión genuinamente libre, la apelación a esa cantera de creatividad y originalidad que para ambos –el filósofo montevideano y el maestro espiritual venido del Oriente– constituye el real tesoro del hombre .

Maestro de vida

Al igual que los griegos, Vaz Ferreira procuró aplicar a su vida el pensar que estaba desarrollando. Eso explica por qué dedicó tantos esfuerzos –distraídos a la elaboración, continuación y organicidad de su propia obra– a la enseñanza, como profesor de Enseñanza Preparatoria, miembro del Consejo de Instrucción Primaria, Decano, Maestro de Conferencias de la Universidad, profesor de Filosofía de Derecho, Rector de la Universidad, Director y luego Decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias. En su papel "funcional" fue un ejemplo puntilloso de su propia reflexión moral; por su dedicación, su independencia de criterio, su fomentar las instancias de libre creación y pensamiento y las estructuras que las posibilitaran.

Refiriéndose a la concreción de la Facultad de Humanidades, empresa por la que había bregado durante treinta años, llegó a definirla como: "Un claustro de ejercicios espirituales donde se estudie por el estudio mismo, por el placer y la superioridad del estudio, de la cultura y del trabajo espiritual desinteresado" . Más allá que tales conceptos no suenen eficaces o realistas al presente, sí nos dan la tónica de una concepción raigalmente socrática.

La cátedra libre de conferencias –que fue creada por ley, debido a sus méritos indudables en 1913, y que mantuvo hasta su muerte en 1958– fue seguramente el mejor ámbito para su discurso a contrapelo y al margen de programas. Allí desmenuzó desde los problemas que hacen a la Metafísica hasta cuestiones estéticas, del análisis de las teorías científicas entonces novedosas a las cuestiones de filosofía jurídica, del buen ordenamiento comunitario a las normas posibles para una vida práctica equilibrada. Fue un humanista, no tanto por la avidez universal de conocimientos, sino literalmente por su sostenida preocupación por el hombre concreto. Por algo quebró lanzas en pro de los "Cristos oscuros, sin corona ni sacrificios..." ; nada más y nada menos que tantos hombres de ese tiempo que pugnaban por ser integralmente tales alejándose del canto de sirenas de las agobiantes estructuras ideológicas, de los dogmatismos de viejas y nuevas religiones (algunas de ellas laicas), y sobre todo de esa prostitución lingüística propiciadora de una banalización cultural que es ya –en este presente– irremediable y universal.

Existe una anécdota muy ilustrativa, difundida hace algunos años por el estudioso cabalista y filósofo Ruben Kanalenstein, que deja en claro el modo de operar del autor de Fermentario, riguroso en lo intelectual pero al mismo tiempo libre como para seguir si era preciso su inspiración. El que más adelante fuera un excelente profesor –pensador que continuara y enriqueciera las líneas trazadas por su maestro y mentor–, Julio Paladino, había comenzado a frecuentar de joven la casaquinta del filósofo en el barrio Atahualpa, participando en las sesiones musicales que allí tenían lugar, a las que asistían prominentes figuras de la cultura como la poetisa Esther de Cáceres y el narrador Francisco Paco Espínola. Una noche Paladino fue a colocar el disco de una de las cumbres sinfónicas universales; como lo limpiaba y lo limpiaba con un pequeño cepillo para tales efectos, Vaz le interrogó sobre tal proceder, a lo que contestó que de esa forma libraba al gran músico del polvo de los conceptos y de todo lo que entorpecía lo esencial... Esa "ingeniosidad" le valió a Paladino –que en ese entonces estaba desocupado– el inicio de su brillante carrera como profesor. El episodio muestra a las claras la profunda sabiduría de Vaz Ferreira, cercana a la sensibilidad de los grandes filósofos clásicos y también –¿por qué no decirlo?– a algunos maestros del budismo zen, y bien alejada del usual y burocrático esquematismo "académico" mayoritario entonces y también al día de hoy.

La imposibilidad del bronce

No pretendemos afirmar aquí, ni mucho menos, que no sea posible una visión escultórica de nuestro filósofo; son muchos y buenos los bustos y "cabezas" del mismo que se pueden apreciar... Pero bromas aparte, el lector perspicaz ha captado que nos estamos refiriendo a la condición no solemne de su pensar. Pasada ya la etapa de la mala divulgación retaceada, de la adoración a-crítica que no estuvo en general a su altura, y transcurrido también el lapso de cierto rechazo y hasta olvido, en este nuevo siglo donde se da la oportunidad para la decantación de tanta producción de la centuria anterior, ya queda claro que no hay peligro que la frialdad estatuaria solidifique y neutralice los aportes mejores del Maestro de Conferencias.

Como tantas veces pasa, se reitera aquí la paradoja aparente: algo que se propuso en su tiempo como provisional, sin excesivas pretensiones, resulta a la postre más permanente y fecundo que otras propuestas buriladas deliberadamente en la piedra dura.

 

Alejandro Michelena
Ensayo publicado en el año 2000, en la revista LATITUD 30-35.

 

Ver, además:

                    Carlos Vaz Ferreira en Letras Uruguay

 

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