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Una rica tradición cultural apuntala al Barrio de las Artes 
Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

El sector del centro montevideano que viene transformándose saludablemente en Barrio de las Artes, tiene atrás una rica historia que avala largamente su elección para el caso. Comienza luego de la Guerra Grande, cuando la primitiva ciudad avanza hacia el este, articulándose a los bordes del camino que hoy es 18 de Julio. Formó parte, entonces, de la llamada Ciudad Nueva, que ocupando el antiguo “campo de marte” del tiempo de las murallas relacionó la Ciudad Vieja con el ya existente –desde mucho antes- pueblo del Cordón.

Fue parte entonces de una enorme zona suburbana, que experimentó un vertiginoso desarrollo que llevó a una urbanización creciente. El área general  se extendió por varias manzanas a un lado y otro de la actual 18,  teniendo la plaza Cagancha como su centro geográfico.

La Brooklyn montevideana

Pero ubicándonos ahora en ese agrupamiento de manzanas al sur de la principal avenida, con fronteras delimitadas por las calles Ciudadela y Río Branco. Sin duda que tuvo una personalidad propia y bien marcada en el transcurso del Siglo XX. Allí se afincaron y  abrieron sus negocios los inmigrantes pertenecientes a la colectividad judía, al punto que la zona fue considerada  como el Brooklyn uruguayo.

En los cafés que tuvo  –caso de los recordados Palace y Armonía, de la rinconada de la plaza junto al Salvo- hasta los años setenta el idioma más frecuente en las ruedas que allí proliferaban era el yiddish. En estos cafés se leían además periódicos en ese idioma (editados también en imprentas de los alrededores), se jugaba al dominó, se concretaban negocios, y sobre todo se dialogaba. Y seguramente, en alguna mesa de perfil más intelectual, circularon libros de Isaac Bashevis Singer mucho antes que recibiera el Premio Nobel de Literatura y cuando era conocido –apenas- en la inmensa y pujante comunidad judía de Nueva York.

Todavía hoy, tanto en lo comercial como en lo residencial, es alto el porcentaje de los descendientes de aquellos inmigrantes.

Entre risas, tangos y champán

Pero la pujanza comercial de aquellos tiempos cesaba al caer la noche. Y allí comenzaba otra historia –por Andes hacia el sur, por San José hacia afuera- vinculada a los cabarets que se multiplicabna por esas cuadras. Algunos de esos recintos son hoy legendarios; los había de gran nivel, similares a los que recrearon  algunas viejas películas argentinas. Lugares de hombres solos y de mujeres “alegres”, considerados por gran parte de la sociedad de entonces como ámbitos de perdición. En ellos el ritmo del dos por cuatro fue el rey durante muchos años, y un tango uruguayo recrea –con humor e ironía-  ese paisaje urbano de la alta noche y la madrugada: “Garufa”, compuesto en el año 1927 por Víctor Soliño y Roberto Fontaina con música de Juan Antonio Collazo, todos ellos integrantes de la Troupe Ateniense. Lo cantó Carlos Gardel, y luego formó parte del repertorio de innumerables cantores de tango; en una parte así se despliega la letra: “tu vieja/ dice que sos un bandido/ porque dicen que te vieron/ la otra noche /por la calle San José” (en la vecina orilla se buscó aporteñarlo, cambiando la alusión a la calle por “el parque japonés” –legendario  lugar de recreo de la zona de Retiro, volviendo incoherente la letra, que ubicaba el sitio de residencia del garufa en cuestión en el muy montevideano barrio La Mondiola).

Confitería La Giralda en 1905

Pero el género musical rioplatense había tenido ya, en los primeros tramos del siglo pasado y en esa misma geografía, un significativo momento de gloria. Fue en la mítica confitería La Giralda, donde hoy se alza el Palacio Salvo, a propósito del estreno del himno de los tangos, “La Cumparsita”  de Gerardo Matos Rodríguez, que tuvo lugar una noche de 1916 en manos de la orquesta de Roberto Firpo.

Luego se iba a establecer sobre 18 entre Río Branco y Julio Herrera, donde está desde los años sesenta la Galería Central, el Tupí nuevo. Fue una versión –más elegante y más fina- del viejo café Tupí-Nambá de la plaza Independencia. Tenía su palco para orquesta, y por allí pasaron las grandes formaciones tangueras: de Julio de Caro a Oldimar Cáceres, de Anibal Troilo a Laurenz – Casella, de Juan D´Arienzo a Donato Raciatti, de Francisco Canaro a Romeo Gavioli.

La impronta cultural

Lo que está gestándose hoy en el entorno de esas pocas manzanas es un hecho cultural colectivo de gran proyección,  que se corporiza a través del proyecto del Barrio de las Artes. Y es interesante comprobar cómo históricamente hay toda una tradición allí que va por el lado cultural.

En San José casi Andes está todavía el “petit hotel” que fuera residencia de Susana Soca. Allí vivió con su madre esta poeta y promotora literaria –labor que llevaba adelante a través de su revista La Licorne, de sus ediciones, y de las tertulias de escritores que realizaba-, en ese inmueble que ahora es una dependencia de Enseñanza Secundaria. Susana Soca, hija del doctor Francisco Soca, poseedora de una refinada cultura, supo aprovechar su fortuna  para financiar la difusión generosa y amplia de escritores del Río de la Plata y también europeos. Había residido en París muchos años –finales de los 30 y comienzos de los 40, esta última etapa en plena ocupación alemana- donde fue amiga de Picasso, de Paul Eluard y otros grandes creadores.  Una personalidad extraordinaria, audaz y a la vez tímida, de extraña belleza distante; amiga de Boris Pasternak, fue ella quien sacó clandestinamente de la Unión Soviética los manuscritos de la novela prohibida del escritor: “Doctor Zhivago”.

Ese caserón de la calle San José fue, entre fin de los cuarenta y los años cincuenta, un punto de referencia ineludible de la vida cultural montevideana.

Muy cerca, por la calle Soriano, está el Hotel Cervantes. Allí se hospedó en varias oportunidades  Julio Cortázar, mucho antes de París y de la fama que le trajo “Rayuela”; inspirado en el clima especial de misterio de una de las habitaciones –con una puerta misteriosa que daba a una habitación enigmática- escribió el cuento “La puerta condenada”. Por su parte, Jorge Luis Borges se hospedó en el Cervantes durante décadas, en sus venidas por Montevideo.  En la última, cuando estábamos todavía en dictadura, los personeros del Ministerio de Cultura de la época  quisieron agasajarlo llevándolo al Victoria Plaza Hotel (que era sinónimo de lo máximo entonces), y se desconcertaron cuando Borges se empecinó en volver a ocupar su habitación del Cervantes (por entonces casi un hotel de cuarta).

En ese hotel residió durante muchos años Emilio Oribe, valorable poeta pero sobre todo un pensador profundo y no suficientemente reconocido. Se lo veía salir del Cervantes, algo meditabundo y distraído, al punto que muchas veces dejaba con el saludo en la boca a mucha gente que lo conocía.

El apartamento de Levrero y las historias más recientes

Hotel Cervantes

Mario Levrero, o más bien en la vida civil Jorge Mario Varlotta Levrero, residió durante largos años en un viejo edificio de la misma cuadra de Soriano donde está la Sala Verdi, entre Río Branco y Convención. Fue cuando era un escritor de culto leído por unos pocos iniciados; apenas había publicado “Gelatina” y “La máquina de pensar en Gladys”, y esto gracias a la audacia del joven Marcial Souto –quien sería luego su editor más consecuente, ya en otro momento y en Buenos Aires- que supo convencer a los responsables de la librería y editora metodista de la “necesidad” de publicar a ese desconocido cultor del cuento fantástico… Naturalmente no le daba dinero la literatura, y tampoco lo tenía en abundancia por otras vías; se la rebuscaba en un local de los bajos de su edificio, donde tenía una librería “de lance”, donde se podían comprar o canjear a bajo precio novelas policiales, de aventuras, crucigramas.

El apartamento de Mario Levrero fue un ámbito informal pero efectivo de encuentros literarios. Allí se reunían en algunos atardeceres el ya nombrado Marcial Souto, el narrador y crítico Elvio Gandolfo, y otros amigos, a quienes el escritor leía sus inéditos y recibía comentarios. También se acercaban jóvenes escritores a mostrarle a Levrero sus trabajos, en un anticipo todavía informal de lo que en los noventa se iba a transformar en un taller literario a su cargo que marcó un jalón en la narrativa surgida en los años noventa. No eran muy estructurados los encuentros; a veces los invitados eran prácticamente abandonados por el anfitrión –como lo evocó años después y con humor Souto- acompañado de alguna “errática admiradora” en misteriosas habitaciones de ese viejo y largo apartamento siempre en penumbras…

En otro ámbito de la cultura, el de la música: es sabido de todos que Jaime Roos se crió en la calle Convención, en la esquina con Durazno. Y  que le dedicó una de sus más conocidas canciones, verdadera crónica –brillante como tal- de la complejidad y variedad de esa arteria y de toda la zona. Y en los años de la dictadura, Eduardo Mateo exhibía su desolación en algunos de los cafés de San José o Convención, cuando eran pocos los que le daban una mano.

Encuentros variopintos de café

Mencionamos al comienzo al Palace, en relación a la comunidad judía que lo había adoptado como uno de sus lugares de encuentro coloquial en las tardes. Pero en las noches de los sesenta el viejo café –que conservaba sus mesas hexagonales de mármol, sus mullidos bucacones, los frescos novecentistas en las oscuras paredes- se transfiguraba en espacio más vibrante. Lo frecuentaban actores de teatro, bailarines del Sodre, y una parroquia variada vinculada al mundo gay de entonces.

En algunas tardes tempranas y en muy otro contexto, se veía por allí a los historiadores Arturo Scarone y Armando Pirotto, presidiendo una mesa reflexiva que era visitada cada tanto por nuestro ensayista por excelencia: Carlos Real de Azúa.

Escritores y editoriales

Más cerca en el tiempo, varios escritores vivieron en la zona: el poeta y sicoanalista Hermes Millán Redin, desde hace años en México, residió en un viejo edificio de Río Branco y Canelones. En otro apartamento del inmueble vivía la poeta Beatriz San Vicente. Por Durazno, a esa misma altura, estaba el apartamento del narrador y dramaturgo Ricardo Prieto; precisamente en el Palacio Durazno, uno los edificios emblemáticos del barrio (más tarde se mudaría al Palacio Salvo, hasta su muerte).

Por Andes, casi llegando al final, a la rambla, estuvo durante toda la dictadura y hasta comienzos de los años noventa, la sede de la Editorial Arca, una de los sellos históricos junto a Banda Oriental. Allí Alberto Beto Oreggioni recibía a sus escritores con su proverbial cordialidad. Además de su trabajo específico de hacer libros –con un catálogo que en el período que estamos recordando mantuvo un impecable nivel y rigor- Arca ofició de espacio para fecundos encuentros intelectuales. A la par con Banda Oriental, ofició de faro cultural en medio de la noche de la tiranía.

 

Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

Nota publicada en el semanario 7n, de Montevideo, el miércoles 16 de julio de 2014.

 

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