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Un centro con grandes cafés [1]
Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 
 

No era sencillo competir con los grandes cafés que por aquellos tiempos poblaban nuestra capital. Para empezar el viejo Tupí-Nambá de la plaza Independencia, que Francisco San Román había fundado en la década del setenta del siglo XIX y que a comienzos de los cuarenta era un antro venerable; “el café” por excelencia en Montevideo, allí donde se encontraban los políticos, los comerciantes, los artistas, los deportistas, los intelectuales. Un lugar célebre en el mundo, recordado por viajeros sensibles al mismo plano que el Tortoni de avenida de Mayo en Buenos Aires, que el Pombo y el Gijón de Madrid, que el Greco de Roma, que el Florián de Venecia, que el San Marco de Trieste, que Les Deux Magots y el Dome de París, que el café De la Parroquia de Veracruz, y tantos otros —simbólicos y cargados de magnetismo cultural— por el ancho mundo.

Alejandro Michelena, Ricardo Prieto y Horacio Mayer
en el Sorocabana, año 1982)

Pero había otros cafés de gran porte en nuestra principal avenida, como el elegante Montevideo, de 18 y Yaguarón, donde hacía tertulia una cofradía  vinculada a la política y al Partido Colorado (gracias a la vecindad del diario El Día) y otra relacionada con el tango. O el Ateneo, frente al entonces reciente Sorocabana, con su rueda de literatos que presidían Paco Espínola y Manuel de Castro, y su atmósfera vinculada al esplendor del ritmo del 2 X 4 alentado por la brillantez —que entonces comenzaba— del tango del cuarenta, bajo  batutas mágicas como las de Aníbal Troilo y Julio de Caro por ejemplo.

En Convención y 18 abría sus puertas La Cosechera, por donde pasaba a lo largo de los días todo el mundo: el magnate y el pordiosero, el conocido político y el anónimo ciudadano, el artista que había triunfado y aquellos que —como sucedía en el porteño Café de los Angelitos— tenían “perdida la fe”. En la calle Andes, el Boston era frecuentado por la gente del Sodre y por fervorosos cultores del arte del billar y la generala. En la plaza Independencia el ajedrez y el socialismo monopolizaban las mesas del enorme y melancólico café Británico, mientras que en el Palace y el Armonía de la rinconada sudeste se mezclaban  gente de tango y de teatro con criollos memoriosos y judíos recién arribados de Europa Central a causa de la guerra.

En 18 y Ejido el inmenso Sportman era un ámbito propicio para la morosa conversación, mientras que más adelante —a la altura de Tristán Narvaja— su casi tocayo el Sportsman albergaba las ruidosas reuniones de los estudiantes de derecho y notariado, y también las peñas más serenas de los discípulos del filósofo Carlos Vaz Ferreira que frecuentaban el lugar luego de asistir a las conferencias del “maestro” en el Paraninfo de la Universidad.

No era entonces empresa fácil imponer un estilo novedoso para un novato café de la avenida. Y sin embargo, los años cuarenta atestiguarían el desarrollo del Sorocabana como alternativa  dinámica para el encuentro coloquial en Montevideo. 

El Soro encuentra su lugar, su ritmo y su destino en la calle mayor

Tempranamente el gran café de la plaza Cagancha iba a adquirir ese perfil entre bohemio y culturoso que lo  singularizaría. Esto fue así desde los primeros años cuarenta, y no poco tuvieron que ver en ello la cercanía de un centro educativo como el Instituto Normal, el Taller Torres García que bajo la férrea batuta de don Joaquín funcionaba en los bajos del Ateneo, y la propia y venerable institución cultural que aunque bastante perdido por entonces su prestigio seguía no obstante siendo centro de conferencias, exposiciones y eventos literarios.

Según testimonio de Emir Rodríguez Monegal, uno de los críticos literarios que comenzaban a destacarse con brillo, en aquel Sorocabana y al anochecer se multiplicaban las polémicas, sucitándose a cada rato “memorables batallas verbales que hoy nadie recuerda” (ese “hoy” del testigo privilegiado ancla en los años sesenta, cuando escribiera tal reflexión).

Su estratégica ubicación hizo que los profesores de magisterio adoptaran el lugar para los encuentros informales luego de las clases. Allí se pudo ver entonces a Laura de Arce, Ofelia Machado Bonet, Carlos Castelucci y Santiago Minetti, que formaban parte del muy vareliano cuerpo docente que capacitaba a los futuros maestros. Aunque las muchas alumnas y algunos alumnos del instituto preferían tener cerca en el café a Reina Reyes, una profesora más sintonizada con los aires  renovadores de ese momento, o al  maestro Julio Castro —más allá de sus funciones, un socrático “maestro de vida”—, hombre de Marcha preocupado desde entonces por el destino de nuestra desgarrada Latinoamérica, a quien la dictadura  de los setenta iba a detener y desaparecer.

Jóvenes escritores y artistas poblaron precozmente el amplio recinto promediados los cuarenta. Allí tenían su mesa los poetas Carlos Brandy y Humberto Megget, que rodeaban al principio —algo maravillados— a otro poeta  pocos años mayor que ellos, José Parrilla, uno de los pocos surrealistas puros que tuvimos. También compartía esa rueda Raúl Javiel Cabrera, más conocido como Cabrerita, que desde entonces ya pintaba sus niñas enigmáticas, que cambiaba sus cuadros en el café por  cortados con medialunas, y que una vez que logró vender uno de ellos no tuvo otra ocurrencia que invitar a los amigos a recorrer la ciudad en un taxi toda la tarde haciendo paradas en diversos boliches para tomarse una ginebra o una caña. En esas mesas redondas de mármol Brandy y Megget concretarían una revista literaria: Sin Zona; allí mismo Megget escribiría los magníficos poemas de Nuevo sol partido, antes de morir tuberculoso con apenas 24 años.

Esos jóvenes mosqueteros del arte disolverían pronto la cofradía, poco tiempo después de la desaparición del amigo. Brandy estaba destinado a formalizar una sólida trayectoria poética jalonada por varios volúmenes, transformándose en una voz ineludible. Cabrerita sería internado por décadas en la Colonia Etchepare, donde a pesar de las pésimas condiciones del centro siquiátrico proseguirá pintando sus cuadros alucinados y notables. Parrilla dejaría pronto la poesía emigrando a Francia, y con el pasar de los años se tendrían noticias de su instalación en Niza y de su metamorfosis en gurú de una secta estético-erótico-mística.

Pero en aquellos cuarenta también frecuentaba el Sorocabana la poeta Idea Vilariño, una de las voces femeninas claves de la Generación del 45. Se la veía en general solitaria, exhibiendo su belleza melancólica frente a un libro o el cuaderno donde seguramente escribía sus primeros poemas. Era amiga de los anteriores, al punto que fue ella quien custodió  al morir Megget sus textos, y quien —asumiendo su condición de albacea literaria— publicaría y promovería su  obra fulgurante y renovadora.

Pero también un poeta mayor, como Carlos Sabat Ercasty, mostraba allí por esos años su melena y chambergo novecentista. El había sido un muy joven participante de aquel esplendor bohemio y cultural del 900, y a la altura de los 40 era un venerable académico, autor de una obra poética torrencial y variada, que tenía entre sus galardones el haber influido poéticamente en un peso pesado como Pablo Neruda. Y Mario Benedetti no dejaba de pasar algunas tardes por el  salón de la plaza Cagancha, buscando un rincón para bosquejar la idea de un nuevo cuento o poema, o corregir un artículo que debía entregar en Marcha; para irse luego presuroso a continuar con sus obligaciones burocráticas en la Industrial Francisco Piria. De vez en cuando, como de pasada, si bien nunca apurado pero siempre como yendo para algún lado, visitaba el café un hombre afecto a las bromas y algo peculiar; quienes le conocían le llamaban El Pianista, pues tal era su oficio, pero muy pocos sabían que secretamente había en él un escritor original y extraño, cuya obra iba a trascender fronteras luego de su muerte; su nombre: Felisberto Hernández. El entrañable poeta Liber Falco también recalaba algunas veces allí, cuando su actividad como corrector periodístico se lo permitía. Otra gente de la cultura como el crítico Arturo Sergio Visca, el musicólogo Lauro Ayestarán, el gran narrador Francisco Paco Espínola, el poeta Juan Cunha, participaron en su momento de las eternas ruedas coloquiales del gran café.

Los sábados a la mañana hacía tertulia en el Sorocabana un conjunto de profesores de mucho prestigio, integrado por Pablo Purriel, Velarde Pérez Fontana y Oscar Secco Ellauri. Y ya era por aquellos años  visitante asiduo, el profesor Washington Reyes Abadie, quien entró al lugar en la jornada inaugural y se transformó en habitué de visita diaria en 1941.

En la agitación de aquellas tardes del Soro de los cuarenta no faltaba gente vinculada al teatro; por allí caía  el crítico Mauricio Müller, que no se quedaba mucho pues  seguía siendo afecto al viejo Tupí de la plaza Independencia. Y en ese tiempo se afincó entre las rumorosas mesas —para siempre, y siempre solitario— Carlos Denis Molina, narrador, poeta y dramaturgo, y sobre todas las cosas entusiasta de las tablas, vinculado funcionalmente por décadas a nuestra vida teatral. Un talentoso actor y crítico que luego descollaría como director escénico, también visitaba a menudo el recinto: era Taco Larreta.

A la poeta Esther de Cáceres y al pensador Emilio Oribe se los podía encontrar, siempre en sus respectivos rincones, elegidos especialmente por el aura propicia a la reflexión que allí lograban.

Agrupamientos muy diferentes poblaban algunas mesas al avanzar las tardes de aquella década. Un estudioso académico en cuestiones históricas como el Dr. Armando Pirotto —poseedor de una de las bibliotecas más nutridas de la ciudad— dialogaba morosamente, en una mesa apartada, con algunos pares a la altura de su vasta erudicción como el investigador Arturo Scarone y el historiador Ariosto González. En forma simultánea y cercana, pero en otra galaxia conceptual, los entonces todavía juveniles Juan Sarthou y Justo de la Vega, se encontraban con otros teósofos para intercambiar impresiones acerca de sus lecturas de las obras de Madame Blavatsky. Y un poco más allá, el Loro Collazo y sus míticos Atenienses ocupaban como siempre varias mesas en el centro del local.

Dirigentes de la Federación de Estudiantes Universitarios como D`Ottone y Efraín Rebollo, presidían una ruidosa y siempre enfervorizada mesa estudiantil, preludiando desde entonces movidas más constantes de los años sesenta.

Todo un sector del enorme salón estaba ocupado por los exiliados españoles. Fue un acontecimiento la presencia en esa informal asamblea —donde convivían discutiendo anarcos catalanes de la CNT, comunistas que estuvieron con Líster en el 5º Regimiento, socialistas que habían formado parte del gobierno de Largo Caballero, republicanos centristas y masones partidarios de Manuel Azaña— de figuras legendarias como la del general Vicente Rojo, héroe de la defensa de Madrid, o la del socialista Indalecio Prieto.

No habrán dejado de pasar por el café —en aquellos años— exiliados españoles vinculados a la cultura, como José Bergamín (que tuvo un desempeño memorable en su cátedra de la Facultad de Humanidades, dejando discípulos de la talla de José Pedro Díaz y Angel Rama) o el gran poeta gaditano Rafael Alberti, que vivía en la Argentina y veraneaba en su casa de Portezuelo. El eximio guitarrista Andrés Segovia, residente por entonces en Montevideo, participaba también de las tertulias sorocabanenses.

 En esos mismos años se pudo ver alguna vez al socialista argentino Dr. Alfredo Palacios —refugiado en Montevideo por su oposición al gobierno peronista—, con su bigote, chambergo y poncho inconfundibles. Víctor Raúl Haya de la Torre, el legendario político peruano, discutía con ardor en una de las redondas mesas, exiliado por aquí a raíz de la dictadura de Odría. Y seguramente que visitó el café el poeta chileno Pablo Neruda, alejado de su patria por la dictadura de González Videla,  en compañía de sus amigos el arquitecto Mántaras y el profesor y también poeta Roberto Ibañez.

Frecuentaron el Sorocabana, que fue desde siempre un café  cosmopolita, inmigrantes de otras nacionalidades. Las ruedas de italianos –que eran varias– , durante décadas fueron proberbiales; el temperamento meridional hacía a menudo que el tono se elevara más de la cuenta, y  entonces se oían fuertes invectivas en dialecto siciliano (se rumoreaba que alguna vez un capo di maffia notorio, de paso por aquí, había recalado allí). Muy cerca se ubicaban las tertulias de judíos, donde el yiddish era  idioma dominante; los domingos llegaban con sus mujeres, las que se colocaban todas juntas en mesa aparte. Pero también se reunían alemanes; mucho menos ruidosos que los integrantes de las dos colectividades antes nombradas, no mantenían —lo que sí era bien fluido en los grupos anteriores—  una interacción con el resto de los habitués. Hubo, por otra parte, libaneses y armenios que tuvieron en el recinto de la plaza Cagancha  un punto de encuentro.

Eduardo Iglesias Montero —mecenas de hecho del café, por el gesto generoso de mantener por años muy bajo el alquiler— animaba todas las tardes su tertulia donde confluían grandes empresarios, prósperos rentistas, comerciantes de nota, a quienes unía además de la abultada cuenta bancaria la aficción por los automóviles y su historia.

De nuestros políticos más notorios, en el período que estamos reseñando tuvieron su rueda sorocabanil tanto Luis Batlle como Luis Alberto de Herrera, y también el Dr. Emilio Frugoni. Aunque los tres siguieron fieles a otros más añejos cafés: el Montevideo, el Tupí viejo, y el Irigoyen de la calle 25 de Mayo, respectivamente.

 

Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

[1]  Dos capítulos del libro Gran café del Centro, crónica del Sorocabana. Editorial Cal y Canto, Montevideo, 2003.

 

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