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Tiempos del charleston y el tango
Alejandro Michelena

En aquellos años veinte, cuando el tango cimentaba su ascenso social, iba a tener un sorpresivo competidor. Promediada esa década llegaba aquí el charleston, un hijo del jazz que venía haciendo furor en Estados Unidos y Europa.

Aquella juventud que admiraba la velocidad y el vértigo de viajar en “voiturette”, que era testigo de la irrupción del concepto de “lo moderno” en arquitectura, diseño y literatura, adoptó el charleston con su ritmo loco y agitado. Ellos: ataviados con su “rancho de paja” en la cabeza o luciendo el pelo a la gomina, sacos a rayas y pantalones “oxford”; ellas: con la melenita “a la garçon” y –para escándalo de las tías– el vestido a la altura de la rodilla. La irrupción de este baile tan dinámico, el imaginario y las modas que lo acompañaron, marcó un corte generacional. Fueron los jóvenes quienes se animaron con el gimnástico charleston, mientras que el tango –al ampliar su radio de influencia– encantaría también a los veteranos.

Vale aclarar que al mismo tiempo que el charleston embrujaba multitudes en esta zona del mundo, el tango llegaba a Paris y Nueva York con paso de conquistador, transformándose en poco tiempo en uno de los ritmos característicos de aquellos finales de los veinte y comienzos de los treinta.

Pasaron los años. Ya por los cuarenta el tango dominaba plenamente. El charleston dejó paso al foxtrot y a otras modalidades surgidas del universo musical del jazz, caracterizadas por una impronta más serena. En los bailes, ese ritual que la juventud cumplía todos los sábados de noche religiosamente, se alternaban “la típica” que guiada por el bandoneón desplegaba los tangos del momento, y “la jaz”, o sea el grupo orquestal más internacional que brindaba los ritmos que antes había hecho popular el cine.

 En aquellos momentos los hombres iban al baile de corbata y riguroso traje, zapatos de charol, y pañuelo asomado en el bolsillo del corazón. Y ellas se engalanaban con sus mejores ropas de fiesta, que en invierno abrigaban con pieles. Para cumplir estos ritos no importaba la clase social: en los barrios populares las muchachas, luego de trabajar en la máquina de coser toda la semana iban contentas con sus vestiditos de percal, abrigadas con tapados baratos; en medio de las luces céntricas, descendían de autos lujosos en la puerta de los cabarets de más prestigio, mujeres glamorosas con tapados de visón y joyas auténticas adornando sus pronunciados escotes. Pero en ambos casos se divertían y soñaban al compás de iguales motivos musicales.

Alejandro Michelena

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