Colabore para que Letras - Uruguay continúe siendo independiente

Los caminos del teatro uruguayo
Alejandro Michelena

Para entender y valorar los caminos transitados por el teatro uruguayo desde mitad de los años ochenta, es imprescindible la referencia a lo que fueron su proceso histórico y sus comienzos. Porque todavía hoy son influyentes autores teatrales del 900, y siguen frecuentándose estéticas vinculadas a los mitos del inicio de nuestra escena.

Los orígenes

Suele considerarse al Circo Criollo como el punto de partida del teatro nacional. Sin embargo, y sin quitarle méritos a aquellas carpas legendarias donde se representaban las peripecias de Juan Moreira o las desventuras de Martín Fierro, hubo otra línea –más cosmopolita– que venía de antes.

Los del Circo Criollo eran espectáculos cuyos intérpretes, al igual que los cómicos de la commedia del`arte, iban de pueblo en pueblo levantando su carpa y combinando números de la tradición circense con escenas de teatro popular. Su presencia y significación ha sido destacada en todas las aproximaciones al teatro rioplatense, sobre todo en lo que tiene que ver con el aporte de los Podestá. Pero se ha olvidado, o minimizado, el formidable poder de convocatoria que llegó a tener en el tiempo de la colonia la Casa de Comedias, la primera sala teatral de Montevideo –allá por el 800– donde brillara una actriz notable como Trinidad Guevara y se llevaran a escena clásicos españoles pero también piezas del repertorio universal.

Hubo entonces dos vertientes en el origen del teatro uruguayo: la popular y telúrica, nacida en aquellas carpas trashumantes, y la más cosmopolita, originada en la Casa de Comedias.

Durante el siglo XIX, los años de guerra de independencia y las posteriores contiendas civiles impidieron una continuidad en las propuestas teatrales. Sin embargo, apenas acabado el episodio de la Guerra Grande –que, al igual que la de Troya duró nueve años con la ciudad sitiada– mediante el aporte de toda la sociedad montevideana se concretó la construcción del Teatro Solís, en su momento el más imponente de toda esta parte de América del Sur; estaba pensado en principio para albergar los espectáculos del "bel canto", pero desde sus comienzos actuaron allí compañías teatrales en gira por estas tierras.

Esplendor y después

Con el alborear del 900 surge la dramaturgia nacional, de la mano de autores como Florencio Sánchez y Ernesto Herrera. El primero con su obra mayor Barranca Abajo, y el segundo con El león ciego, elevaron con eficacia y arte a la dimensión dramática personajes reconocibles del mundo rural. También trabajaron, en otras piezas, una rica galería de tipos urbanos que constituyeron en su tiempo una verdadera "comedia humana". Ambos eran hijos del realismo decimonónico, y escribieron un teatro que obtuvo –mantuvo– por décadas gran popularidad.

La prematura muerte de Florencio Sánchez, nuestro mayor dramaturgo en la primera mitad del siglo XX, cristalizó en torno a su figura un sentimiento de veneración tal que hizo difícil –por mucho tiempo– tanto la visión crítica de su producción como la posibilidad del surgimiento nuevos autores.

Mientras tanto, lo que se veía en Montevideo era casi todo de origen argentino. La compañía porteña de Paquito Bustos monopolizaba las temporadas del teatro 18 de Julio, y Florencio Parravichini fue un ídolo escénico en ambas orillas platenses. En la década del treinta, el casi solitario esfuerzo de Carlos Brussa y su grupo –recorriendo el interior incansablemente– se constituyó en uno de los pocos medios para la difusión de buen teatro, con un repertorio que incluía a Sánchez y a Herrera pero además autores hispánicos, argentinos y del repertorio universal.

En 1937 surge Teatro del Pueblo, grupo considerado el punto de partida del movimiento de "teatro independiente" que años después iba a jerarquizar la escena uruguaya. El 2 de octubre de 1947 nace –en la órbita del municipio de Montevideo– la Comedia Nacional, que estabilizó por vez primera en el país un elenco estable dedicado en exclusividad al teatro de calidad artística financiado por el Estado. Entre sus postulados fundacionales, uno de los más significativos era la difusión del autor nacional.

La Comedia comenzó su trayectoria con una obra uruguaya: El león ciego, de Ernesto Herrera. Y uno de los éxitos más resonantes de toda su historia fue Procesado 1040, del también uruguayo Juan Carlos Patrón.

Hasta comienzos de los años setenta, junto al buen nivel de las puestas, la impecable actuación, la adecuada selección de repertorio universal, la presencia del autor uruguayo fue una constante. Esto último disminuyó luego, hasta tornarse excepción en los años posteriores a 1973, que también atestiguaron una errática política de repertorio que resintió el tradicional nivel de calidad de la Comedia.

El movimiento de los independientes, germinal en los cuarenta, alcanzó su máximo esplendor cabalgando entre los cincuenta y los sesenta. Grupos como el mencionado Teatro del Pueblo, El Galpón, Teatro Circular, Club de Teatro, El Tinglado, Teatro Universitario, Nuevo Teatro Circular, Teatro Moderno, Teatro Libre, La Máscara, La Farsa y Taller de Teatro, marcaron –con suerte diversa en cuanto a permanencia– una esforzada y casi quijotesca labor signada por el buen nivel artístico. Con inflexiones y matices que iban de la exquisitez y refinamiento de Club de Teatro a la impronta social de El Galpón, pasando por la ambición experimental de Taller de Teatro, la vocación popular de Teatro del Pueblo y la clásica de La Máscara, así como la apuesta a la variedad del Circular y la audacia y entusiasmo juvenil de los demás grupos, se fue conformando parte de la mejor historia del teatro uruguayo.

Un posible defecto a marcar en ese, por tantos motivos ejemplar teatro independiente, fue su radical cosmopolitismo. Tanto en su costado más culterano como en el que tenía matiz social, predominaron los textos dramáticos universales –clásicos y modernos–, con puestas en escena que solían enfatizar tal condición. Y hasta las obras de autor nacional del período estuvieron signadas por la obsesión de ser "universalistas", como por ejemplo Calipso de Alejandro Peñasco, u Orfeo de Carlos Denis Molina. Mientras la nueva narrativa, de Juan Carlos Onetti a Mario Benedetti, descubría para la literatura los escenarios montevideanos, los dramaturgos en sus textos y los directores en su trabajo eludían –sobre todo en los años cincuenta– toda referencia localista.

Iniciados los setenta la crisis general del país iba a golpear también a los independientes, en cuyas filas ya habían desaparecido algunos de los grupos nombrados (Teatro Libre, Taller de Teatro, Teatro Moderno, Universitario, La Farsa) para dar lugar a otros como Teatro Uno y su perfil vanguardista. Los años duros llevaron al elenco de El Galpón al exilio, a otros como La Máscara y El Tinglado a languidecer sin remedio, y a los demás a tener que adaptar sus repertorios a un tiempo de censura y vigilancia.

No faltarían a la cita, en el período recién esbozado –en los escenarios de la Comedia Nacional y en los del teatro independiente– los autores nacionales. Desde al apunte social de Juan Carlos Legido en La piel de los otros, a la solidez experimental de M.M.Q.H. de Luis Novas Terra. Del retorno al sainete de Carlos Maggi en El patio de la torcaza, a la denuncia populista en Las ranas de Mauricio Rosencof. De las audacias vanguardistas de Jorge Bruno con El cuarto de Anatol y Jorge Blanco con La araña y la mosca, a la poesía sutil de El ángel del silencio de Manuel Lus Alvarado. Del naturalismo de Andrés Castillo en Parrillada, al decidido tono de comedia de Armengol Font en Tres lunas de miel en avión.

Por el 85

El final de la dictadura cívico-militar, que había usurpado el gobierno desde 1973 hasta 1984, generó una atmósfera de libertad política y cultural inédita en el Uruguay desde hacía veinte años.

En lo que tiene que ver con el quehacer teatral, el hecho más destacado fue el retorno de El Galpón. Este elenco, casi en su totalidad tuvo que emigrar del país en 1976, radicándose en México. Allí prosiguió con su labor, realizando giras por diversos países. Al volver recuperó su sala principal, sobre 18 de Julio, que le fuera requisada por la dictadura, y montó un espectáculo que había sido en los años anteriores uno de sus cartas de presentación: Artigas, general del pueblo, con dirección de Atahualpa del Cioppo, sobre texto de Milton Schinca. Espectáculo de corte brechtiano, con uso de elementos del teatro popular a lo Piscator, con rasgos –en vestuario y decoración– de la tendencia del "teatro de la pobreza", su estética fue un compendio de estilemas nada sorprendentes en ese grupo escénico. Mirado en perspectiva de tiempo, fue el canto del cisne de tal postura en El Galpón, que luego –al ritmo de la perestroika y lo que vino después– iba a abrirse a un abanico tan variado hasta llegar casi a desdibujar su perfil.

A los elencos tradicionales del teatro independiente –como El Circular, La Máscara o El Tinglado– se agregaron en ese momento los grupos Ensayo y Espejos, y además Teatro Sin Cueva que realizaba sus actuaciones en plazas y ferias. Los tres se caracterizaron por su condición predominantemente juvenil, tomando en su desempeño rasgos mezclados de la "Comedia de l`Arte" y de la murga carnavalera rioplatense.

En los años finales del gobierno de facto, y todavía en esos momentos, seguía teniendo vitalidad y vigencia el movimiento de teatro barrial, que surgido al compás de la resistencia cultural había tenido como mayores méritos ser un vehículo de expresión de jóvenes y plantearse un encare de la acción dramática fuera de salas, antisolemne, renovador en la búsqueda de una perspectiva escénica popular y alejada de lo tradicional.

Otro espectáculo que tuvo repercusión cultural en ese año 85 fue Salsipuedes, texto de Alberto Restuccia acerca del exterminio de la etnia charrúa en el Uruguay del siglo XIX que el mismo Restuccia montó con Teatro Uno. Marcada en su concepción por la –en ese entonces– extensa vocación vanguardista del grupo, la puesta se dibuja entre pinceladas de "teatro del absurdo", toques grotoskyanos, y alardes –a lo Restuccia simplemente– de neopopulismo histórico. Pero la novedad en cuanto a obras nacionales la constituyó Cómo vestir a un adolescente de Álvaro Ahunchaín, un joven autor en ascenso que se caracterizaba por buscar la innovación en materia escénica. Aunque sus ideas no eran tan "nuevas", sí impactaban a un público demasiado aletargado por puestas que no se desprendían de los marcos convencionales; por eso dieron tanto que hablar –en su caso– el uso de escenarios no frontales o la exigencia de acompañar a los actores a través de diferentes espacios físicos.

Una nueva dramaturgia

Desde el comienzo de los años ochenta, y todavía en plena etapa oscura del país, se perfiló la vitalidad de los nuevos dramaturgos. El punto de partida en la irrupción de estos autores se puede ubicar en 1979, cuando El Circular estrena Las gaviotas no beben petróleo de Carlos Manuel Varela. El autor ya era conocido por La enredadera (de 1970), válida alegoría acerca de la creciente opresión que entonces acechaba a la sociedad uruguaya. En Las gaviotas... lleva al plano teatral la estrategia metafórica –el decir elusivo y alegórico– que ya venía caracterizando en ese tiempo a la poesía y la narrativa que se publicaba en el país. La obra, en tal sentido, puede verse como una lectura en clave más o menos simbólica de realidades más crudas y cotidianas. Su plasmación en el escenario cargó las tintas justamente sobre esos elementos simbólicos que la singularizaban.

Ese mismo año, también en El Circular, se pone en escena El mono y su sombra, del joven autor Yharo Sosa. En esta pieza –cuyo texto original resultó más que nada el elemento base para una mayor elaboración, responsabilidad del director Carlos Aguilera– la imagen es mucho más explícita, a través del contrapunto entre un preso y su visitante. Fue corporeizada en medio de un escenario no convencional y despojado, con los mínimos elementos escenográficos y ambientales, recalcándose así la esencia dramática del conflicto que presentaba.

En 1980 se estrenó en la sala de la Alianza Francesa El huésped vacío, de Ricardo Prieto, con actuaciones de Enrique Guarnero y Luis Cerminara. El autor había dado a conocer años antes – en 1971 y en Sala Verdi, con elenco de la Comedia Nacional– una primera versión de esta pieza titulada La salvación. La reescritura mejoró un texto que ya era sólido, y lo transformó en la más fuerte y bien estructurada obra nacional estrenada por esos años, apuntalado además por una concreción escénica que aprovechó con certeza las virtudes del teatro de la Alianza Francesa, potenciando en la recreación la atmósfera crecientemente opresiva de la obra de Prieto. Hay una metáfora por cierto –en ese misterioso huésped que poco a poco se va tornando invasor y agobiante para quienes lo acogen en su casa– que podía aludir a la situación que se vivía en esos momentos. Pero va más allá: a lo existencial, a lo cósmico, a lo universal. Y lo hace mediante personajes ricos e intensos, sometidos a una bien lograda y creciente tensión dramática. Buena estructura y ritmo, diálogos precisos y esencialmente teatrales, profundidad conceptual. Comparadas con El huésped vacío, el resto de las piezas uruguayas del período –incluyendo las exitosas El herrero y la muerte de Curi-Rein, y Doña Ramona de Víctor Manuel Leites– apenas superan la condición de libretos escénicos.

Segundo lustro de los ochenta

En esos años, en materia de espectáculos teatrales, la crítica –sobre todo en libros y balances retrospectivos posteriores– creyó ver cierta confusión y desorientación en cuanto a los caminos a tomar en lo estético y conceptual por parte de los elencos. Esto se explica en parte por el desequilibrio que significó el retorno de grupos enteros (El Galpón) y figuras prestigiosas (Antonio Larreta), y su inserción en un medio que en realidad no había aumentado sustancialmente ni en cantidad de salas, ni tampoco en captación del público. En este último aspecto, se llegó a tener más espectadores en los primeros ochenta; dato engañoso, pues en una gran proporción se trataba de un público naif que sólo apoyaba aquellas propuestas que exhibían puntas cuestionantes en referencia a la situación político-social, desinteresándose del hecho teatral.

Lo cierto es que la gente de teatro debió lidiar con un ambiente cultural menos homogéneo, matizado y vario, donde atraer al espectador elusivo fue un desafío. Volvieron sobre el comienzo del lustro los Brecht, como era previsible, a los escenarios independientes (El preceptor y El círculo de tiza caucasiano) con diverso grado de fidelidad a la rigurosa estética postulada por el autor alemán, mientras que la Comedia Nacional elegía –sintonizándose también con el fervor político post-dictadura– Mefisto de Ariane Mnouchkine, basada en novela de Klaus Mann, en una realización menos audaz de lo esperado. En los años siguientes se estrenaron, en el ámbito del elenco oficial, nada menos que La vida es sueño de Calderón de la Barca, con dirección de Eduardo Schinca, de aliento clasicista y procurando destacar lo esencial del espíritu calderoniano, y Los gigantes de la montaña, un Pirandello en versión Taco Larreta de ambición espectacular y refinada. Mientras que El Galpón puso en escena Tartufo de Moliére remarcando sus costados sociales, y El Circular se animaba con un Juan Moreira "de cámara", conservando no obstante la gramática popular y circense del original.

Pero el suceso en materia de espectáculos teatrales provino de un grupo nuevo, organizado desde el origen como compañía comercial. A su frente estaba Omar Varela, calificado más adelante por algún crítico como "el rey Midas del teatro local" por su capacidad para generar éxitos de boletería. Ese fenómeno –que se extendió por varios años, constituyéndose en uno de los mayores éxitos en la historia de las tablas montevideanas– fue ¿Quién le teme a Italia Fausta?, pieza de café concert (besteirol) de los brasileños Miguel Magno y Ricardo de Almeida, estrenado en 1988. El espectáculo prendió fuerte en un público variopinto, nuevo y hasta ingenuo en lo teatral, y dio pie a que Varela estableciera a partir de allí la Compañía Italia Fausta. Enamorado de las añejas comedias musicales del cine norteamericano, Varela comenzó a desplegar con esta pieza una estética en la que el "glamour", los enfáticos vestuarios, las retóricas alusiones al "polvo de estrellas", se ponían al servicio de toques de humor generados a partir de situaciones en las que era básico el ingrediente de lo ambiguo, lo andrógino y lo travestido.

El autor nacional en el periodo

En ese lapso no faltaron los textos de Carlos Manuel Varela. Crónica de una espera, en el Teatro del Notariado en 1986; Sin un lugar, al año siguiente en El Circular; en 1989, por la Comedia Nacional La Esperanza S.A. El autor siguió en los primeros títulos con la preocupación social manifestada a partir de una estrategia metafórica que había sido su estilo de los comienzos, todavía en dictadura. En el último se embarcó en un realismo más explícito, siempre con su toque de diálogos bien logrados y personajes prototípicos adecuadamente delineados. Las puestas que merecieron sus textos se caracterizaron por diferencias, marcadas por las distintas direcciones, y además –en el caso de la última– por su apuesta menos simbólica.

Eduardo Sarlos había asomado un tiempo antes; pintor desdoblado en libretista escénico. En el 85 le estrenaron Estimada señorita Consuelo; ese mismo año puso –en El Notariado– Delmira Agustini o la dama de Knosos. En 1987 subió a escena La Pecera, en Teatro de La Alianza. De obra anual y puntual, fue un típico caso de hacedor de esbozos textuales, los que resultaron adecuados para directores que preferían hacer teatro con piezas que fueran "apenas pretextos".

Por su parte, Álvaro Ahunchaín logró un doble éxito en el 88, con All that tango e Hijo del rigor (ambas en el Anglo). En 1989 se vio de él Miss Mártir, en Sala Verdi. Siguió cultivando un encare trasgresor pero no demasiado enfático de los cánones teatrales, cosechando una imagen de "renovador". Ahunchaín también se ha destacado como director; valga como ejemplo su original versión del Macbeth shakesperiano.

Mauricio Rosencof reapareció –después de un silencio de años por su condición de preso político– con El saco de Antonio (Notariado, 1985). Luego vino El regreso del gran Tuleque (Nuevo Stella, año 87). Ambas, buenos apuntes de observación de costumbres y lenguaje, siguiendo los lineamientos que le habían dado notoriedad al autor en los sesenta. Sus textos recibieron un tratamiento escénico que amalgamaba lo clásico del teatro popular rioplatense con el tablado carnavalero.

El que estuvo particularmente activo en esos primeros ochenta fue Ricardo Prieto, ya plenamente integrado al medio luego de un tiempo de residencia en Buenos Aires. En 1985, en Casa de Teatro, pone en escena El mago en el perfecto camino; una obra alegórica, profunda en lo psicológico, que incursiona con seriedad en laberintos metafísicos y hasta esotéricos, y que causó desconcierto y desgarrarse de vestiduras en los muchos que no concebían en ese momento otra cosa que denuncia político-social directa y realismo de cepa "sancheana". La puesta estuvo a la altura del aliento filosófico y los matices simbólicos de la obra.

En 1987, la Comedia Nacional le estrenó El desayuno durante la noche, excelente y bien estructurada, que unos años antes había recibido en España el Premio Tirso de Molina (uno de los más importantes en el mundo en materia de textos teatrales), con una escenificación digna de su categoría. Y ese mismo año se puso en Teatro del Centro otra de sus producciones, La llegada a Kliztronia, calificada por el especialista Walter Rela como: "espectáculo sutil, extraño en su desarrollo episódico, inspirado en la fuerza del juego de los opuestos". Tuvo una lograda dirección de Beatriz Massons, que movía con eficacia el nutrido elenco y creaba el adecuado clima de pesadilla que el texto exigía. En 1989 también dio a conocer dos obras: Un tambor por único equipaje –en la mejor línea de su teatro simbólico y experimental –en La Alianza, y Danubio azul en La Gaviota, una comedia realista con toques de humor negro que se constituyó en el primero de la serie de rotundos éxitos escénicos que lo transformaron –en pocos años– en el más conocido y prestigioso de los dramaturgos uruguayos. A esa altura el teatro de Prieto ya había sido traducido al francés, y una de sus piezas integró la Antología de teatro Latinoamericano (1940-1900) que realizara Osvaldo Obregón para la Unesco, en Paris, y que incluía un autor por país. Vale consignar la condición atípica de este autor en un medio en que los dramaturgos no suelen cultivar otros géneros: es además un reconocido narrador, con varios volúmenes de cuentos, dos novelas y dos "nouvelles", y como poeta dio a conocer una antología de su producción bajo el sugestivo título de Palabra Oculta.

No faltó a la cita Alberto Paredes, con La plaza en otoño (Alianza Francesa, 85) y Las mágicas noches bailables de Pepe Pelayo (Solís, 89, en coautoría con Ana Magnabosco), con sus escenas y personajes costumbristas bien diseñados, y con despliegues escénicos acordes. Y Víctor Manuel Leites se asomó, con El chalé de Gardel (puesta en sala Verdi en 1985) también en la línea grata al realismo rioplatense. Y de Carlos Maggi se volvió a montar un obra de muchos años antes, Esperando a Rodó –Casa del Teatro, 85– que sirvió para confirmar cuánto había avejentado el texto. En el mismo año y en El Circular se conoció Frutos, panegírico escénico –con dosis transgresoras– en torno a la figura histórica del caudillo colorado Fructuoso Rivera, escenificada en clave realista. Luego, en el 89, Un cuervo en la madrugada, cuya escritura se resiente, como en casi todas las otras piezas de este autor, porque la ambición estética se somete al afán no disimulado de exponer ideas.

El período atestiguó además la presencia de dos textos de Rolando Speranza –Los días de Carlitos Molinari y En la lona (Verdi, respectivamente en el 85 y el 88)– de corte neo-sanchista y puestas acordes. Y surgió una pluma eficaz, apta para el teatro comercial: la de Franklin Rodríguez, que se descolgó con el éxito de ¡Ah, machos!, glosa bien pautada del humorista argentino Fontanarrosa que montó en el 88 El Circular. Y en el rubro de los nuevos se puede mencionar también al Rubén Berthier de Una luz chiquita (Circular, 85), el Ever Martín Blanchet de Los patios de la memoria (El Galpón, 88) y el Luis Vidal de Los girasoles de Van Gogh (El Galpón, 89); tres perfiles autorales sintonizados con inquietudes más juveniles, entre experimentales, testimoniales y creativas, cuyas resoluciones en el escenario también procuraron superar la media convencional.

Un caso especial fue el de Leo Maslíah: músico, intérprete y humorista que traspuso su peculiar estilo paródico –entre surreal y patafísico– al escenario, en peculiares piezas como Democracia en el bar (Anglo, 1986) y El último sándwich caliente (La Gaviota, 88). Dino Armas, prolífico autor que, por esta condición ha sido desparejo en los niveles logrados, dio a conocer Feliz día, papá en 1989, una pieza que resultó de las más interesantes de su producción. Y Ana Magnabosco, la única mujer que ha descollado en el campo de la escritura escénica, se ubicó ese mismo año como figura destacada en una línea de teatro costumbrista, con sus obras Viejo Smoking y Santito mío.

Década de los noventa

Los años finales del siglo y el milenio vieron desarrollarse, en materia de espectáculos, dos estrategias contrapuestas.

Por un lado, los grupos mayores e institucionales fueron volcándose poco a poco pero en forma decidida hacia un perfil teatral convencional, digestivo, más adecuado a los públicos totalmente vírgenes en lo escénico que llegaron al conjuro de experiencias novedosas de captación (en la que se ofrecen por una cuota accesible varias obras, pero además películas, eventos deportivos y libros). En tal proceso fueron quedando por el camino ciertas aspiraciones que habían sido antes programáticas del teatro independiente: el rigor, la exigencia, la cuidadosa elección de repertorio.

En el otro extremo: directores jóvenes y creativos, junto a equipos nuevos y entusiastas, tomaron el camino experimental. Su común denominador ha sido privilegiar elementos considerados de apoyo pero no de sustancia en el hecho teatral –espacios escénicos atípicos, escenografías audaces y muy plásticas, coreografías complejas, actuaciones extravagantes– en desmedro del texto, que pasó a constituirse en una mera apoyatura. En todo este proceso jugó un papel clave la crítica. Esta había sido muy respetada en los años cincuenta, con figuras de la talla intelectual de Carlos Martínez Moreno. Y en los setenta mantuvo su nivel de equidad y profundidad gracias a los aportes de talentos como Alberto Mediza y Gerardo Fernández. Pero, dictadura mediante vino el tiempo de los relevos, y el retorno a la democracia presentó un panorama en el cual convivían veteranos comentaristas de diario vespertino con asépticos estudiosos de gabinete puestos a analistas de espectáculos, con directores ejerciendo también la crítica, con algún profesional liberal destilando su mal estado hepático al juzgar lo que veía en los escenarios. Con los años, el resultado de todo esto generó, aparte del descenso en la calidad y prestigio del ejercicio crítico, confusiones conceptuales que le han hecho daño al teatro. Una de las más constantes ha sido el sistemático considerar como "obras" a meros argumentos que noveles directores audaces llevan a escena. Esto sucedió, para poner sólo dos ejemplos, con los estrenos de Mariana Percovich y Roberto Suárez, dos talentosos registas que ciertos críticos –a forceps– intentaron hacer pasar por dramaturgos (que no lo son). Por otra parte, esa crítica también es responsable de otra anomalía: le han dado alas a algunos directores que tienen la mala costumbre de recurrir a clásicos "reescritos" por ellos mismos, con resultados estéticos a veces lamentables.

Los que más han sufrido con estas desviaciones de un discurso crítico desenfocado –aparte del ejemplar y seguidor público tradicional del teatro, que se fue alejando de las salas– han sido los nuevos y talentosos dramaturgos. Es increíble que haya directores que se vanaglorien de no haber llevado nunca a escena un autor nacional; más grave todavía tratándose de figuras que ocupan cargos estratégicos en la coordinación de elencos y de salas.

Uno de esos autores, auténtico rehén de esa crítica "fundamentalista", ha sido Ricardo Grasso. Llamó la atención con su primera obra, Nicomedes o el Olvido, pieza premiada y estrenada por El Galpón en 1994. Y a pesar de haber recibido premios y menciones en los años que siguieron –por Una mujer obediente, en concurso de Teatro El Picadero; por Ensayo general, en certamen de la Agrupación Universitaria–, y habiendo publicado dos volúmenes con sus piezas teatrales, siendo además reconocido y respetado como dramaturgo por críticos sensibles, su producción no ha logrado todavía el destino escénico que merece. Se ha filiado el teatro de Grasso a la herencia de Beckett, pero a partir de ahí desarrolla un mundo realista pero peculiar, con matices de absurdo; sus textos poseen una firmeza de estructura y un vuelo que muchas veces falta en la dramaturgia local.

Ariel Mastandrea se asomó a los escenarios con La otra Juana, interesante recreación imaginativa de la intimidad de una poetisa emblemática como Juana de Ibarbourou. Con eficacia, Mastandrea delineó allí el personaje de la escritora y su mundo privado, consciente de estar atreviéndose con un mito hasta el momento intocable; lo hizo con audacia y sutileza, dando a entrever ciertos costados ambiguos de Juana sin hacerlos explícitos. Años después, con El hermano olvidado, recreó la peripecia del hermano varón de las célebres Bronté. Sus textos incursionan por senderos no usuales en la dramaturgia uruguaya, lo que es destacable, pero se le ha marcado –en el debe– cierto exceso conceptual que a veces neutraliza la acción dramática.

Otro escritor surgido en este tiempo es Álvaro Marmierca, quien llamó la atención con su versión del célebre cuento del norteamericano Melville, Bartleby, el escribiente. Recientemente estrenó El hombre más feo de Atenas, recreación escénica de los últimos momentos de Sócrates. En ambos casos el autor apoya su trabajo en textos previos y prestigiosos –un formidable relato en el primer caso; los diálogos platónicos en el segundo– y lo hace con solvencia.

También se dio a conocer en los noventa Carlos Liscano, quien se acercó a las tablas a partir de una obra narrativa caracterizada por su carga intelectual. Sus textos participan de esa línea de incesante racionalismo. Por su parte, Álvaro Ahunchaín volvió a incursionar como dramaturgo con otro de sus textos con vocación de originalidad desde el propio título: Se deshace más fácil el país de un hombre que el de un pájaro.

La crítica ha mimado en el período a autores caracterizados por la falta de solidez,, como Raquel Diana. O celebrado textos increíbles, como Sarita y Michelle de Sarlós.

El autor nacional vuelve a llenar salas

Como ya había ocurrido en los años sesenta. En este caso de la mano de las nuevas obras de Ricardo Prieto: Garúa (Teatro de la Candela, 1992), Amantes (Teatro del Centro, 1994) y La buena vida (La Gaviota, 1998). En ellas, el ya prestigioso dramaturgo, que había empezado a incursionar en un teatro más realista a partir de Danubio azul, crea personajes montevideanos y reconocibles –entrañables e inolvidables–, auténticamente populares y no por ello menos universales. Y esto lo hace a partir de una escritura que lleva su marca: una sólida y firme estructuración dramática que está lograda mediante diálogos precisos y tonos justos, equilibrando sabiamente lo coloquial, lo emocional, lo reflexivo y el humor.

En un país donde todavía seguía considerándose por muchos que un dramaturgo "en serio" no podía encarar un teatro de vocación popular, Prieto logra realizarlo sin desmedro de la calidad. Sigue en esto los pasos de su más reconocido maestro en el oficio, esa cumbre del teatro contemporáneo que es Tennessee Williams, para quien el éxito y el arte se dieron siempre de la mano.

Pero el haber alcanzado definitivo suceso de público no hizo olvidar a Prieto la otra vertiente de su producción, y así es que lleva a escena Pecados Mínimos (El Picadero, 1995), un riguroso texto de cámara para dos actores donde uno de ellos sólo se manifiesta a través de su voz en off. O la sutil delicadeza desplegada en ese contrapunto de dos almas que es Una sonata de Ravel (El Circular, 1997).

Los años recientes: espectáculos y publico

Hubo en la última década del siglo pasado espectáculos exigentes y bien logrados al tiempo que exitosos, como Perdidos en Yonkers (Teatro Alianza, 1992). Otros, como por ejemplo Cartas de amor en papel azul (Teatro Alianza, 1993), un brillante pretexto para el destaque de dos monstruos sagrados de nuestra escena como China Zorrilla y Taco Larreta. No faltó la torpeza de querer montar en clave montevideana una comedia hollywoodense, Hello Dolly (El Galpón), con el consiguiente fracaso. Y se apeló con buen criterio a los clásicos contemporáneos –Viaje de un largo día hacia la noche de Eugene O’Neill, o La muerte de un viajante de Arthur Miller– con logros dignos.

Pero la tendencia general de los grupos más institucionales fue procurar estrategias para cautivar a públicos nuevos y cada vez más omisos. Lamentablemente se optó por bajar el nivel, las propuestas resultaron cada vez más livianas, y se abusó de las comedias sin carozo ni sustancia. En este contexto tan poco estimulante, la posta de la creatividad pasó a manos de talentos jóvenes trabajando por fuera de los elencos más formales.

Así fue como, en 1991, Sergio Blanco dirigió una versión de Ricardo III en un ámbito muy teatral pero nada convencional: el Castillo del Parque Rodó. O ya en la segunda mitad de los noventa, Roberto Suárez desplegó su creatividad en un espectáculo surreal de creación colectiva, con mucho de dionisiaco y carnavalesco, que se llamó Rococó Kitsch. O Mariana Percovich demostró tener buen ojo para elegir espacios a la hora de sus puestas de tipo vanguardista, que fueron tan inusuales como una sinagoga, una vieja caballeriza, o una estación de tren.

En el tramo inicial del nuevo milenio, a causa de todo lo dicho antes, el teatro uruguayo vivió una dramática paradoja: son cada vez más los espectáculos ofrecidos por año sólo en Montevideo –los críticos no pueden cubrirlos en su totalidad–, y al mismo tiempo el público se ha replegado más que nunca, o ha cambiado tornándose veleidoso. La inflación de propuestas se explica por la irrupción de nuevas generaciones de actores que forman grupos y buscan expresarse, pero también por la estrategia de los elencos mayores de sanear su economía mediante la multiplicación de salas y estrenos.

Alejandro Michelena
Ensayo publicado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos de Madrid (Nro. 632, febrero del 2003). Esta versión tiene algunas correcciones y ajustes

Ir a índice de Ensayo

Ir a índice de Michelena, Alejandro

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio