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Simple comedia
Alejandro Michelena

"el amor que mueve al Sol
y a las altas estrellas."

DANTE
Divina Comedia

Por curiosos caminos había llegado, luego de avances y retrocesos, atajos y callejones sin aparente salida, a esa tarde soleada y primaveral que lo sorprendía envuelto en su mejor traje, cruzando la plaza desierta acompañado de su anciana tía, camino a la iglesia pueblerina donde un rato después esperaría a Beatriz. Tenía una particular sensación de levedad; como si todo fuera más transparente, más etéreo. Respiraba el aire pálido de ese viernes, sintiendo en la cara la brisa apenas fresca, mirando a medida que avanzaba cómo las hojas de los paraísos danzaban con ritmo, derramando en oleadas fuertes aromas del perfume de sus flores.

La buena tía Genoveva seguramente no se daba cuenta de lo que pasaba en su interior; simplemente lo seguía con esfuerzo, como si una jirafa y una perdiz pretendieran llevar el mismo ritmo. Miró de soslayo a la pequeña mujer, que había cuidado de él cuando murió su padre y su madre escapó con aquel payaso de circo sin que nunca lograran noticias de sus pasos. Tuvo enormes deseos de comunicarle a la tía la maravilla junta que le llegaba mientras terminaban de cruzar la plaza –árboles, cielo, balcones viejos, rostros que les miraban con tensa curiosidad– pero al verla tan chiquita, tan arrugadita, no se animó, prefiriendo solamente sonreírle.

En realidad, ni él mismo podía creer todavía en la consistencia de lo que estaba por vivir. Era difícil comprender cómo llegó aquella curiosa y nada convencional amistad con Beatriz a sufrir tan notable mutación. De todos modos, allá en la puerta de la Casa Parroquial los esperaba el obispo con un gesto entre magnánimo y paternal, teniendo a su diestra al padre Virgilio, tal vez el único responsable que aquel encuentro indefinible, perfecto y a la vez pleno de zozobras, se encauzara por carriles previsibles.

 

Dante no olvidaría su propio irreprimible asombro cuando Beatriz le confesó que tenía un consejero espiritual. A partir de entonces todo empezó a darse vuelta, como en un mundo del revés; tanto las ideas que se había hecho sobre las convicciones de ella como sus propias seguridades. Y también ese margen de inefable complicidad que los había transformado, más que en oficiantes del ritual de los cuerpos, en verdaderos cofrades de un peculiar universo de conceptos y de experiencias que con nadie más podrían compartir en la tranquila parsimonia de Santa Lucía.

 

Pero todo había tenido comienzo cuatro años antes y en la capital. Y lo recordó, en ráfaga vertiginosa, al tiempo que saludaba a los sacerdotes.

 

Apenas cumplidos los treinta años –fue el primer recuerdo que le llegó, a borbotones– un compañero del diario donde estaba encargado de hacer la crónica de las conferencias y cursillos culturales que se llevaban a cabo diariamente, le pasó el dato acerca de una charla sobre Krishnamurti que se daba en la Sociedad Teosófica. Dante no tenía mucha idea de lo que eso podía tener de interés, pero sí había leído alguno de los libros del sabio hindú. La disertación, realizada en la semioscuridad y en medio de una atmósfera perfumada con sándalo e incienso, con ancianas de mirar inquietante y pocos hombres de edad imprecisa y rostros extraños, fue el inesperado medio gracias al cual el destino lo acercó a Beatriz.

 

Le llamó la atención de entrada, en ese clima añejo cargado de efluvios, encontrar a una joven de apariencia tan fresca. La siguió después por unas cuadras, hasta perderla en un cruce de semáforos. Lamentó el desencuentro, pero tuvo una idea que fue lúcidamente certera: asistir con asiduidad a la Sociedad Teosófica con la esperanza de volver a encontrarla.

 

Así transcurrieron unos meses, en los cuales hizo acto de presencia en lecturas dominicales de La doctrina secreta de Helena Petrovna Blavatsky. Se enredó en un cursillo sobre "reencarnación", asistió puntualmente a todas las conferencias que allí se organizaron, devoró en la biblioteca casi todo el material esotérico disponible. Y ya estaba perdiendo la esperanza de encontrarse de nuevo con aquella lánguida morocha con aspecto de maestra de primeros grados –cuya mirada intensa y al mismo tiempo volátil, clara y a la vez insondable, le provocara sueños en tantas noches–, hasta que una tarde de lluvia lenta y otoñal sus esperanzas se vieron recompensadas. Ella se ubicó a su lado y comenzó a preguntarle cosas que no entendía. Dante gustoso la ilustró, al tiempo que se iba sintiendo demasiado perturbado por la rara belleza de la joven.

 

No supo cómo pero se animó a invitarla a una confitería, a lo que Beatriz accedió sin retaceos. En el correr del diálogo comprendieron –tal vez más allá de las palabras– que una especial sintonía comenzaba a armonizarlos. Lo primero que decidieron en común fue no volver más a esa cueva, y seguir por su cuenta el estudio de temas esotéricos. Pero lo sustancial en la aventura del encuentro, radicó no tanto en las lecturas apasionadas y febriles que realizaron en aquel café cercano a la Facultad de Humanidades, en otros, en parques, y más tarde en la habitación del discreto hotel que terminaron frecuentando con asiduidad (único sitio donde las palabras y los libros quedaban de lado, permitiendo el lenguaje mudo de las pieles), sino en el intercambio de vibración y en la intensidad que adquirieron esos días compartidos.

 

Ella sacudió a Dante fuertemente. A los plantones y esperas interminables, a constatar que podía aparecer o no –como quien dice: "Puede llover o no"– se acostumbró muy pronto. Lo que fue más difícil de asimilar sucedió a los dos meses de conocerse, la noche que lo llevó por fin a la comunidad alternativa de la que tanto hablaba. Una mezcla de indignación y rebeldía lo atrapó, cuando pudo ver en medio de esa reunión tan heterogénea –donde se mezclaban neo-hippies, posmodernos y partidarios de la "new age"– cómo Beatriz se desnudó de pronto, en un arranque, para pagar una tonta prenda de juego. Es claro que cuando algunos audaces pretendieron acercársele, Dante pudo comprobar de qué modo ella los detuvo con una mirada incandescente.

 

Nunca hubo explicación para esa y otras extrañas actitudes. Tampoco comprendió, por más que se esforzó en ello, por qué razón una chica tan delicada como ella gustaba frecuentar –algunas noches– el antro portuario y decadente que bautizó con ironía El Infierno. Y lo hacía sola si él no la acompañaba, y estando allí no se preocupaba por horarios, pese a que en el hogar estudiantil donde habitaba no se veían muy bien las trasnochadas.

 

Se acostumbró al fin a las excentricidades de su amiga, las que de todos modos eran compensadas por la inmensa dicha de los tantos crepúsculos compartidos junto al mar ("Todos son distintos", solía exclamar siempre, con ingenua voz angelical), el hechizo de los parques en los que descubrían un mundo en cada árbol y un aleph renovado en el más perdido rincón que todos desdeñaban. En verdad las costumbres un tanto rutinarias de Dante se vieron dulcemente violentadas por esas llamadas al trabajo para decirle que había encontrado en una esquina una hoja de plátano única; o tal vez las decenas de fines de semana que organizaban excursiones por los barrios alejados para sólo contemplar una fachada vieja, un húmedo jardín abandonado, u otro descubrimiento realizado por Beatriz en sus andanzas solitarias deambulando por la ciudad.

 

Así fueron pasando los días y los meses, siendo cada jornada un nuevo desafío a su sentido poético (porque la muchacha vivía todo eso de otro modo, protagonizándolo, de igual manera que la Venus de Boticcelli forma parte del cuadro). Pero un buen día, intempestivamente en apariencia, le comunicó que retornaba a Santa Lucía. No había motivos razonables para tal decisión, pero no pudo convencerla que se quedara en Montevideo y no abandonara los estudios, que no lo abandonara a él. Todo esfuerzo fue en vano, pero de todos modos accedió a que la visitara cada quince días.

 

Lo que más despistó a Dante, desde el primero de esos encuentros en la quinta familiar –ubicada en las afueras, cerca del río– , fue el claro desinterés que comenzó a mostrar Beatriz no sólo por el esoterismo (que a la postre había sido el tema que los acercó) sino también en la literatura, los paseos, y hasta la misma naturaleza con la cual le había visto mantener en cualquier plaza urbana privilegiada sintonía. La encontró apagada, demasiado reservada, y hasta convencional.

 

Atribuyó los cambios en principio al rígido padre, médico notable del pueblo, o a las pretensiones aristocratizantes de la madre. Luego a la chatura de ese ambiente, de las apenas veinte manzanas donde el único paseo en tiempo lindo era ir a dar cuatro vueltas a la plaza de tardecita. Luego se fue enterando de la existencia del padre Virgilio, que había sido algo así como el mentor espiritual durante la problemática adolescencia de Beatriz y, que a la vuelta de los años persistió en influir sobre ella a partir el encuentro azaroso que tuvieron en una esquina céntrica de la capital.

Ella contó al sacerdote acerca de su amistad con Dante, su vida con algo de bohemia, sus lecturas, su ausencia de planes. El pastor, considerando a su oveja demasiado descarriada, dispuso de toda una tarde –en la cual incluso tenía cita con el arzobispo– para caminar con ella, tomar el té en medio de la solemnidad wagneriana de la confitería alemana, acompañarla luego hasta la facultad, sembrando certeramente en su alma (o más bien, haciéndola aflorar de nuevo) la triste noción de pecado, la necesidad de enmendarse y buscar el camino correcto del punto de vista de la doctrina católica. Ella, más sugestionable por alguien cuya palabra respetara de lo que podía sospecharse, comenzó a partir de entonces a cuestionar su irregular relación con Dante, sus heréticos intereses en la heterodoxia ocultista, sus amistades, las noches pasadas en la fascinación del "infierno".

Lo demás fue sólo cuestión de tiempo. El suficiente para que los virus mentales dejados por el padre Virgilio germinaran naturalmente. Y la verdad acerca del "cambio radical" de su inminente futura esposa, Dante ya la había deducido –la asumía incluso– pese al silencio y disimulo de ella, cuando la vio llegar vestida de blanco hacia el altar, mientras él estaba tieso, como envarado, sintiendo a su costado a la pequeña tía, adivinando al otro a sus solemnes suegros, y en el medio la por momentos imponente majestad de Monseñor Caronte dispuesto a comenzar la ceremonia.

Alejandro Michelena
Cuento publicado en la antología Aebu cuentos (Ed. Signos, Montevideo, 1993), que reunía premios y menciones del concurso del género organizado por la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay.

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