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Sencillo recurso para conjurar el olvido
Alejandro Michelena

"El conocimiento -si así se le puede llamar todavía- es
incognoscible. Y trágico, porque cada acto de pretendido
conocimiento aumenta invariablemente el monto de la
ignorancia."

Rogelio Navarro

Fondo Total

Entró al café avanzado el crepúsculo. Venía distraído en la contemplación de fachadas añejas y escondidas cariátides. Le fascinaban las  perspectivas de esas calles serenas, con árboles enormes que en lo alto mezclaban los ramajes.

Eran sus primeras caminatas desde el retorno, luego de tantos años de ausencia. Y no recordaba –de antes– caídas tan bruscas e inapelables de la noche como la que estaba experimentando. Pero –pensó– veinte años generan fatalmente  olvidos.

Pidió un cortado. Mientras lo sorbía lentamente y ojeaba un diario que le había alcanzado el mozo melancólico, empezó a observar los detalles del lugar. El largo mostrador conservaba su mármol original, lo mismo algunas mesas del fondo. No la que había elegido, junto a la ventana, con su cármica de los años sesenta. Un espejo, agrisado de mugre y moscas, parecía vigilar el recinto.

En la radio sonaba un tango que no pudo identificar. Por la calle pasaban ómnibus, y los apresurados transeúntes que regresaban del trabajo se cruzaban con quienes salían en busca de pan o leche o yerba. Recordó rutinas juveniles: se contempló a sí mismo, muy lejos en la curva de tantos años, haciendo gestos similares a los que ahora vislumbraba con  extrañeza.

Había agotado aquellos tiempos, ya lejanos, con la ansiedad de quien teniendo mucha sed exprime una jugosa naranja. Tal vez por eso no se le plantearon dudas cuando la mejor amiga de su novia lo empezó a observar, primero con curiosidad y al fin con apetencia. Eran amigas desde chicas, aunque muy diferentes: Cristina parecía destinada a esposa modelo, mientras que Chabela –que había sido una perturbadora Lolita adolescente– se había transformado en una mujer de ambigua belleza, en apariencia fría pero esperando la chispa que la hiciera arder.

En ese punto su intervención fue apenas operativa. Similar a la de aquel que en un bosque seco de verano arroja un cigarrillo y luego se olvida... Y se entera más tarde que se quemaron hectáreas enteras.

Pero todo pasó. Todo fue. Hasta la sensación de eternidad y de poseer una vida sin límites. Y sin embargo quedó marcado por las noches ceremoniales con Chabela, las que superaron todas sus fantasías. Necesitó largos años transitando mujeres, soledades y decepciones, para lograr asimilar cabalmente aquellas veladas, aquellos olores, las palabras que ella musitaba; aquel cuerpo que destilaba una vibración morbosa que lo alejaba de sí mismo y lo dejaba indefenso. Porque ella se despojaba de toda sutileza para transfigurarse en casi una entidad sagrada, que oscilaba entre la abeja reina y la mantis religiosa.

La pobre Cristina no se iba a recuperar del dolor causado por la doble traición. Tal vez por eso abandonó sus aspiraciones maritales y, lejos de encerrarse en la cáscara de una soltería monótona, se despojó de escrúpulos y se entregó con unción mística a un politeísmo sexual en el que cada nuevo hombre  resultaba –por un tiempo– un pequeño dios... Sólo el Sida pudo detener ese vértigo. A esa altura el rostro de Cristina, que apenas superaba los cuarenta, había perdido su serena belleza trastocándose en  máscara patética.

A poco de llegar se había enterado de la triste peripecia de su  novia lejanísima. En cuanto a él, al retornar tuvo el presentimiento de que su vida era un manuscrito corregido al que sólo le restaba la variación final. Como  una sinfonía –se le ocurrió– pese a que la gris monotonía de sus años después de Chabela podían compararse más bien con otro tipo de música, más reiterativa. Un  negro spiritual  por ejemplo.  Al igual que esos cánticos religiosos, su vida había sido intensa en lo interior pero recurrente como un leitmotiv en su transcurrir.

No culminó la carrera de médico. El exilio –poco justificado, más allá de miedos subjetivos– fue la posibilidad de superar sus sentimientos de frustración. Lejos se animó a audacias tales como trabajar de camarero en una cafetería, hacerse recolector de residuos por un tiempo, pedir limosna, cantar en las estaciones del metro junto a peruanos y bolivianos, hacerse mantener en la Costa Azul por viejas nórdicas sedientas de intensidad.

Pero fueron en realidad años vacíos. Un vía crucis banal  arrastrado entre lóbregas buhardillas de Paris, hoteles de cuarta madrileños, y la mayor parte de sus horas sepultado en la inanición de un reducido apartamento racionalista del centro de Estocolmo. 

Observó las fotos una vez más, sin detenerse en ninguna. Le resultaba extraña la situación de estar –distraídamente, en una mesa anónima y neutra de café– repasando imágenes fragmentadas que tanto tuvieron que ver con su vida. Allí estaban los instantes, no siempre significativos o emocionantes, de una secuencia que fue mucho más compleja e interesante de lo que esos pálidos reflejos –en su mayoría en blanco y negro– podían mostrar.

Abismos de treinta años se abrían en muchos de esos  rectángulos brillantes. De ellos surgían rostros, sonrisas, expresiones que fueron importantes y que tenía olvidadas. De ese modo renacían seres que habían muerto hacía décadas, fragmentos de escenarios o paisajes que el agujero negro del tiempo había devorado.

En el espacio ritual de ese café –con su aura intemporal– la carcoma de los días le parecía más evidente. El patetismo de esos niños fantasmales de un ayer que, en su inevitable metamorfosis, habrían dado paso a una legión de adultos avejentados y mediocres.

Miradas en conjunto, se le antojaban una metáfora de la fragilidad. Y sin embargo: recordando vivencias que en esos momentos resurgían al conjuro de las pálidas imágenes, sabía que sin embargo hubo cosas que no se diluyeron; que de pronto podría rescatarse la perla escondida, eso intangible que justifica tanta ausencia, tanto polvo, tanta nada.

De pronto tuvo necesidad de salir a la calle, de enfrentar el viento  arrachado que soplaba cada vez más fuerte en la noche otoñal. Se dejó llevar por una de las calles que mueren en la rambla. El mar golpeaba con fuerza el murallón y el frío arreciaba. La soledad era cada vez más grande. Todo parecía combinarse para hacerlo despertar, bruscamente, de un letargo que había durado horas.

Pensaron que había sido un crimen. Al fallar esa hipótesis, alguien aventuró que el hombre debió haber estado borracho, y que en tales condiciones bajó en medio de la noche y la niebla a la pequeña playa junto a las rocas, donde tal vez tropezó cayendo al agua.

Fue decisivo el testimonio del juntapapeles que acostumbraba a dormir acurrucado debajo de la escalera de piedra. Dijo que lo despertó el ruido de algo pesado que caía en el agua. Que pudo adivinar la figura humana en medio del oleaje. Que le gritó y le ofreció ayuda, pero que el individuo se dejó arrastrar por el río embravecido.

Suicidio. Tal fue la conclusión evidente. Por los documentos que al parecer había querido arrojar antes de tirarse –pero que permanecieron atrapados entre las rocas–, los investigadores supieron que luego de años fuera del país había retornado hacía muy poco. No tenía familiares ni amigos. En apariencia sólo recuerdos... a juzgar por las fotos que había dejado olvidadas en un café cercano, o por los papeles amarillentos que encontraron  más tarde en la pieza de pensión que ocupara por unos días.

A través de fotografías de los años estudiantiles, en las que el fallecido aparecía retratado con dos mujeres, se intentó establecer pistas para llegar hasta alguien que lo conociera. Los nombres al fin se descubrieron: la bella de mirada desafiante y gestos atrevidos se llamaba Chabela, y la tristona y recatada Cristina. Y fue después de una ardua investigación que se llegó a saber quiénes eran esas mujeres. Lamentablemente, una había muerto de Sida años atrás, mientras que a la otra la asesinó el marido en un ataque de celos.

—Es un caso interesante. Al no quedar testigos ni destinatarios no dejará recuerdos. Todo se cierra como un círculo perfecto- pontificó el gordo Anselmo, cronista policial dado a filosofar en las madrugadas bebiéndose unas cuantas grappas.

—Pobre -agregó- por algo estaba obsesionado con los resabios del pasado... Aunque, pensándolo bien el suicidio fue su apuesta al olvido... El tipo era un sabio, un rara avis con lucidez en este mundo de dormidos. El pinta pudo darse cuenta, sin anestesia, que tanto él y las nostalgias de sus amores y la evocación de su infancia, todo eso estaba destinado al olvido irremediable...

Después Anselmo miró desafiante al gallego dueño del boliche, al mozo, a los pocos parroquianos, y sentenció con voz grave y engolada: “A todos nos pasará lo mismo. La diferencia es que este hombre sabía, no se ilusionaba como todos ustedes”.

Y luego de un largo e incómodo silencio el gordo pidió otra, y se la fue tomando con estudiada parsimonia.  

Alejandro Michelena
Este cuento apareció -en primera versión- en la antología El cuento uruguayo (30 narradores de hoy) Tomo II, de Ediciones La Gotera, Montevideo, 2003.

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