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Sencillo recurso para conjurar el olvido |
"El conocimiento -si así se le puede llamar todavía- es |
Entró
al café avanzado el crepúsculo. Venía distraído en la contemplación
de fachadas añejas y escondidas cariátides. Le fascinaban las
perspectivas de esas calles serenas, con árboles enormes que en lo
alto mezclaban los ramajes. Eran
sus primeras caminatas desde el retorno, luego de tantos años de
ausencia. Y no recordaba –de antes– caídas tan bruscas e inapelables
de la noche como la que estaba experimentando. Pero –pensó– veinte años
generan fatalmente olvidos. Pidió
un cortado. Mientras lo sorbía lentamente y ojeaba un diario que le había
alcanzado el mozo melancólico, empezó a observar los detalles del lugar.
El largo mostrador conservaba su mármol original, lo mismo algunas mesas
del fondo. No la que había elegido, junto a la ventana, con su cármica
de los años sesenta. Un espejo, agrisado de mugre y moscas, parecía
vigilar el recinto. En
la radio sonaba un tango que no pudo identificar. Por la calle pasaban ómnibus,
y los apresurados transeúntes que regresaban del trabajo se cruzaban con
quienes salían en busca de pan o leche o yerba. Recordó rutinas
juveniles: se contempló a sí mismo, muy lejos en la curva de tantos años,
haciendo gestos similares a los que ahora vislumbraba con
extrañeza. Había
agotado aquellos tiempos, ya lejanos, con la ansiedad de quien teniendo
mucha sed exprime una jugosa naranja. Tal vez por eso no se le plantearon
dudas cuando la mejor amiga de su novia lo empezó a observar, primero con
curiosidad y al fin con apetencia. Eran amigas desde chicas, aunque muy
diferentes: Cristina parecía destinada a esposa modelo, mientras que
Chabela –que había sido una perturbadora Lolita adolescente– se había
transformado en una mujer de ambigua belleza, en apariencia fría pero
esperando la chispa que la hiciera arder. En
ese punto su intervención fue apenas operativa. Similar a la de aquel que
en un bosque seco de verano arroja un cigarrillo y luego se olvida... Y se
entera más tarde que se quemaron hectáreas enteras. Pero
todo pasó. Todo fue. Hasta la sensación de eternidad y de poseer una
vida sin límites. Y sin embargo quedó marcado por las noches
ceremoniales con Chabela, las que superaron todas sus fantasías. Necesitó
largos años transitando mujeres, soledades y decepciones, para lograr
asimilar cabalmente aquellas veladas, aquellos olores, las palabras que
ella musitaba; aquel cuerpo que destilaba una vibración morbosa que lo
alejaba de sí mismo y lo dejaba indefenso. Porque ella se despojaba de
toda sutileza para transfigurarse en casi una entidad sagrada, que
oscilaba entre la abeja reina y la mantis religiosa. La
pobre Cristina no se iba a recuperar del dolor causado por la doble traición.
Tal vez por eso abandonó sus aspiraciones maritales y, lejos de
encerrarse en la cáscara de una soltería monótona, se despojó de escrúpulos
y se entregó con unción mística a un politeísmo sexual en el que cada
nuevo hombre resultaba –por
un tiempo– un pequeño dios... Sólo el Sida pudo detener ese vértigo.
A esa altura el rostro de Cristina, que apenas superaba los cuarenta, había
perdido su serena belleza trastocándose en
máscara patética. A
poco de llegar se había enterado de la triste peripecia de su
novia lejanísima. En cuanto a él, al retornar tuvo el
presentimiento de que su vida era un manuscrito corregido al que sólo le
restaba la variación final. Como una
sinfonía –se le ocurrió– pese a que la gris monotonía de sus años
después de Chabela podían compararse más bien con otro tipo de música,
más reiterativa. Un negro spiritual por
ejemplo. Al igual que esos cánticos
religiosos, su vida había sido intensa en lo interior pero recurrente
como un leitmotiv en su
transcurrir. No
culminó la carrera de médico. El exilio –poco justificado, más allá
de miedos subjetivos– fue la posibilidad de superar sus sentimientos de
frustración. Lejos se animó a audacias tales como trabajar de camarero
en una cafetería, hacerse recolector de residuos por un tiempo, pedir
limosna, cantar en las estaciones del metro junto a peruanos y bolivianos,
hacerse mantener en la Costa Azul por viejas nórdicas sedientas de
intensidad. Pero
fueron en realidad años vacíos. Un vía crucis banal
arrastrado entre lóbregas buhardillas de Paris, hoteles de cuarta
madrileños, y la mayor parte de sus horas sepultado en la inanición de
un reducido apartamento racionalista del centro de Estocolmo. Observó
las fotos una vez más, sin detenerse en ninguna. Le resultaba extraña la
situación de estar –distraídamente, en una mesa anónima y neutra de
café– repasando imágenes fragmentadas que tanto tuvieron que ver con
su vida. Allí estaban los instantes, no siempre significativos o
emocionantes, de una secuencia que fue mucho más compleja e interesante
de lo que esos pálidos reflejos –en su mayoría en blanco y negro–
podían mostrar. Abismos
de treinta años se abrían en muchos de esos
rectángulos brillantes. De ellos surgían rostros, sonrisas,
expresiones que fueron importantes y que tenía olvidadas. De ese modo
renacían seres que habían muerto hacía décadas, fragmentos de
escenarios o paisajes que el agujero negro del tiempo había devorado. En
el espacio ritual de ese café –con su aura intemporal– la carcoma de
los días le parecía más evidente. El patetismo de esos niños
fantasmales de un ayer que, en su inevitable metamorfosis, habrían dado
paso a una legión de adultos avejentados y mediocres. Miradas
en conjunto, se le antojaban una metáfora de la fragilidad. Y sin
embargo: recordando vivencias que en esos momentos resurgían al conjuro
de las pálidas imágenes, sabía que sin embargo hubo cosas que no se
diluyeron; que de pronto podría rescatarse la perla escondida, eso
intangible que justifica tanta ausencia, tanto polvo, tanta nada. De
pronto tuvo necesidad de salir a la calle, de enfrentar el viento
arrachado que soplaba cada vez más fuerte en la noche otoñal. Se
dejó llevar por una de las calles que mueren en la rambla. El mar
golpeaba con fuerza el murallón y el frío arreciaba. La soledad era cada
vez más grande. Todo parecía combinarse para hacerlo despertar,
bruscamente, de un letargo que había durado horas. Pensaron
que había sido un crimen. Al fallar esa hipótesis, alguien aventuró que
el hombre debió haber estado borracho, y que en tales condiciones bajó
en medio de la noche y la niebla a la pequeña playa junto a las rocas,
donde tal vez tropezó cayendo al agua. Fue
decisivo el testimonio del juntapapeles que acostumbraba a dormir
acurrucado debajo de la escalera de piedra. Dijo que lo despertó el ruido
de algo pesado que caía en el agua. Que pudo adivinar la figura humana en
medio del oleaje. Que le gritó y le ofreció ayuda, pero que el individuo
se dejó arrastrar por el río embravecido. Suicidio.
Tal fue la conclusión evidente. Por los documentos que al parecer había
querido arrojar antes de tirarse –pero que permanecieron atrapados entre
las rocas–, los investigadores supieron que luego de años fuera del país
había retornado hacía muy poco. No tenía familiares ni amigos. En
apariencia sólo recuerdos... a juzgar por las fotos que había dejado
olvidadas en un café cercano, o por los papeles amarillentos que
encontraron más tarde en la
pieza de pensión que ocupara por unos días. A
través de fotografías de los años estudiantiles, en las que el
fallecido aparecía retratado con dos mujeres, se intentó establecer
pistas para llegar hasta alguien que lo conociera. Los nombres al fin se
descubrieron: la bella de mirada desafiante y gestos atrevidos se llamaba
Chabela, y la tristona y recatada Cristina. Y fue después de una ardua
investigación que se llegó a saber quiénes eran esas mujeres.
Lamentablemente, una había muerto de Sida años atrás, mientras que a la
otra la asesinó el marido en un ataque de celos. —Es
un caso interesante. Al no quedar testigos ni destinatarios no dejará
recuerdos. Todo se cierra como un círculo perfecto- pontificó el gordo
Anselmo, cronista policial dado a filosofar en las madrugadas bebiéndose
unas cuantas grappas. —Pobre
-agregó- por algo estaba obsesionado con los resabios del pasado...
Aunque, pensándolo bien el suicidio fue su apuesta al olvido... El tipo
era un sabio, un rara avis con lucidez en este mundo de dormidos. El pinta
pudo darse cuenta, sin anestesia, que tanto él y las nostalgias de sus
amores y la evocación de su infancia, todo eso estaba destinado al olvido
irremediable... Después
Anselmo miró desafiante al gallego dueño del boliche, al mozo, a los
pocos parroquianos, y sentenció con voz grave y engolada: “A todos nos
pasará lo mismo. La diferencia es que este hombre sabía, no se
ilusionaba como todos ustedes”. Y
luego de un largo e incómodo silencio el gordo pidió otra, y se la fue
tomando con estudiada parsimonia. |
Alejandro
Michelena
Este cuento apareció -en primera versión- en la antología El cuento uruguayo (30 narradores de hoy) Tomo II, de Ediciones La Gotera, Montevideo, 2003.
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