El destino de la poesía mexicana más
contemporánea, sus líneas de fuerza, sus potencias y debilidades son una
incógnita para cualquier lector uruguayo, por más informado e inquieto
que sea. Lo mismo le sucede a los mexicanos con nosotros, estando la tan
debatida causa de ello en la endémica balcanización cultural del
continente, que hace que conozcamos (conociéramos más bien, pues esto es
cosa de un pasado ya lejano) más de los nuevos escritores europeos que
de los que comparten lengua, raíces culturales y avatares históricos.
Esta realidad, que se proyecta a otros ámbitos de la cultura, a las
ciencias, al pensamiento, de la cual hablan hoy hasta los políticos -tan
sordos por lo general a estos temas- no sólo sigue igual que hace veinte
años sino que se ha agravado en forma inusitada, al ser nada más que un
recuerdo el boom editorial de entonces y sus repercusiones.
Por todo esto es que a un observador proveniente del sur, que cae de
pronto en medio de la realidad mexicana y vive en ella unos meses,
pueden sorprender los caminos paralelos pautados por el auge del
fenómeno poético y su opacamiento posterior, que en casi los mismos años
se dieron en nuestro país y en México. Por cierto que ambos fenómenos,
de curiosa similitud, no se influyeron mutuamente, aunque existen marcos
de referencia ambientales parecidos y un telón de fondo de procesos
económicos sociales con aristas cercanas. De todos modos, ambas
comunidades poéticas marcharon sin prestarse atención desmedida, por lo
que no faltará quien crea ver en el similar destino sufrido de los
setenta para acá un caso en que vale la aplicación de aquella teoría de
Jung de la "coincidencia sincronización".
Después del 68
Como para casi toda Latinoamérica, como para el mundo entero, podríamos
aventurar, esta fecha ha quedado como marco emblemático de una más
radical eclosión de lo nuevo; una ruptura y un viraje en las costumbres,
las ideas y el arte. En una medida o en otra, las cosas ya no pudieron
ser iguales luego de ese año intenso, dramático, revulsivo, ni en
Uruguay ni en Francia ni en Checoslovaquia y tampoco en México.
Ciertos críticos de este país consideran que los cambios operados
entonces en la sensibilidad de las nuevas generaciones serían fuente
nutricia para la renovación y auge de la poesía operados más o menos por
mitad de los setenta. En esos momentos el panorama poético estaba
ocupado por los grandes consagrados vivos, como Efraín Huerta, Alí
Chumacero, Jaime Sabines, el inevitable Octavio Paz, a los que seguían
-ya con obra reconocida- gente como José Emilio Pacheco y Homero Aridjis.
La producción mayor de los primeros estaba prácticamente cerrada y
concluida desde hacía años (con la excepción de Paz, quien publica
Pasado claro y Vuelta, respectivamente en el 75 y el 76). Por ahí, en
senda solitaria y experimental, iba Rubén Bonifaz Ñuño, este sí en plena
labor creativa, a la par de los jóvenes que iban surgiendo y cerca de
ellos.
Fue en ese tiempo, posterior al setenta, cuando se dieron tal vez las
condiciones justas para un reverdecer del impulso poético. Surgieron
infinidad de revistas dedicadas a la poesía, así como editoriales
marginales, cubriéndose de esa manera una demanda creciente de los
autores y una auténtica avidez por esos materiales de parte de un
público -si bien minoritario como es lo natural en estos casos-, activo
e inquieto. El papel era barato, los procesos de impresión también, a
nadie le costaba demasiado en último caso costearse su libro de poemas;
detrás de todo esto se perfilaba la bonanza del petróleo bien vendido y
la prosperidad relativa que esto trajo a una clase media urbana y
cultivada.
Siempre es difícil -por no decir riesgoso y erróneo en cualquier caso-
generalizar de manera forzosa en cuanto al rico y en general matizado
torrente poético. Nos arriesgaremos a apuntar, de todos modos, siguiendo
las líneas críticas de mayor consenso al respecto, un rápido esbozo de
esa generación que comenzó a asomarse al panorama literario mexicano
influida tanto por el poderoso magisterio de Octavio Paz, por Huerta y
Sabines, pero también por la beat generation norteamericana y por
la impronta transgresora de autores como Charles Bukowski.
El crítico Gabriel Zaid, en su libro Asamblea de poetas jóvenes de
México (Siglo XXI Editores, 1980), pretendió de alguna manera
-con un criterio amplio y tal vez extremadamente generoso- dar un
muestrario de la eclosión poética que entonces estaba en su apogeo,
reuniendo la friolera de 164 autores con su correspondiente texto como
testimonio. Por su parte, las universidades comenzaron a arriesgarse en
ediciones de poesía, proliferaron las becas y concursos para los jóvenes
escritores, se multiplicaron por doquier los talleres literarios (en
casas de cultura, locales universitarios, y hasta en ámbitos de los
partidos políticos). Se dieron casos de surgimiento de poetas
veinteañeros que en poquísimo tiempo pasaron del semi anonimato de la
revista marginal a puestos clave en suplementos de circulación nacional.
Los vates en ciernes tuvieron acceso generoso a medios masivos como la
televisión y la radio.
Algunos de los nombres que asomaron en aquel pico de entusiasmo por la
nueva poesía, fueron los de David Huerta, Alberto Blanco, Elsa Cross,
Enrique Márquez, José Joaquín Blanco, Ricardo Yáñez, Erodio Escalante,
Rogelio Carvajal, Kyra Galván, Rafael Torres Sánchez, Luis Miguel
Aguilar, Jaime Reyes y Ricardo Castillo. Muchos de ellos publicaron muy
poco, o lo hicieron en aquellos momentos silenciándose luego. Sus
estéticas fluctúan entre la entonación social de corte exteriorísta y
búsquedas de radicalidad formal y experimental. El común denominador que
los unía fue por un lado la determinación de abrir espacios más amplios
para la difusión de sus obras, y por otro la conciencia aguda de
constituir una generación, de ser jóvenes y de distanciarse en cierto
modo hasta de sus propios y pocos maestros.
El fatídico 82
Como lo establecíamos al comienzo: se puede notar un paralelismo entre
nuestro tal vez tenue pero efectivo auge poético de los setenta -que
coincidió con la dictadura, la que fomentó la obligada elipsis, la
sugerencia, la metáfora de doble sentido- con ese vital y desbordante
esplendor mexicano, no exento de metáforas por otros motivos, que
estamos reseñando. Por supuesto que los poetas uruguayos no contaron con
las ventajas de publicación y alcance de los aztecas, pues aquí faltó
tanto la plata dulce petrolera como el ámbito de libertad sin el cual
tampoco la poesía crece e incide.
Con la crisis económica de 1982 advino la retracción. Ya no fue en los
años siguientes tan fácil llegar al libro, concretar la revista, acceder
incluso a estructuras de proyección universitarias. También el moderado
círculo de lectores se diluyó en parte, en medio de preocupaciones más
urgentes. Lo cierto es que, tal como por mitad de la década anterior
habían aparecido decenas de poetas nuevos como hongos después de la
lluvia, con igual rapidez muchos de ellos -la gran mayoría- se perdieron
en la multitud del gigantesco distrito federal (en donde circulaban casi
todos, y tenían sus peñas y cafés que los nucleaban antes de que todo
comenzara a ser más difícil, más esforzado).
No ha vuelto a darse hasta el momento un empuje tal de la poesía en
México. Para muchos observadores quizás demasiado rigurosos, aquella
agitación fue nada más que un "parto de los montes", que detrás de la
interminable lista de nombres novedosos dejó a la postre pocos
rescatables. El ratón parido por el monte en el viejo proverbio latino
está -para esos críticos tan severos- en la falsa base de extrema
facilidad y medios y en la poca obra como saldo. Y en esto no hay ya
paralelismos con el caso uruguayo, que en igual período cronológico
catapultó un puñado de nombres de rotunda firmeza. |