implacable, a un desconcertado muchacho en busca de sí mismo casi en la
penumbra. La divertida y compleja corte de los milagros que integran los
vecinos —tan o más patética que los dos viejos— es un ingrediente
fundamental para enrarecer todavía más la clausurada atmósfera de ese
verdadero microcosmos.
Lo primero que se puede decir de Pequeño canalla es que se trata
de una novela bien lograda. Lo que no es poco, refiriéndonos a la
primera incursión del autor en el género. Hay en el libro personajes que
tienen el debido espesor, fuerza y matices; hay además una historia
atractiva que fluye con ritmo, un lenguaje cuidadosamente elaborado y
hondura sicológica y conceptual.
Por cierto que en los diálogos se vislumbra claramente la mano
experimentada del dramaturgo de trayectoria cumplida que es Ricardo
Prieto. Y su gran pericia para narrar no se explicaría sin el
antecedente de sus tres libros de cuentos y su entrañable nouvelle
titulada El odioso animal de la dicha.
El resultado es nada menos que el surgimiento de un novelista maduro,
que estructura su texto haciendo un equilibrado uso de recursos tales
como lo poético, lo farsesco y grotesco, dentro de un tono general
realista donde los escenarios se delinean con pinceladas detallistas y a
la vez sintéticas.
Todo gira en torno a un trío de personajes —que sugieren una lejana
reminiscencia pitagórica— integrado por el adolescente Ulrico y sus
abuelos adoptivos Mami y José Enrique. La tensión dramática se concentra
en el inevitable abismo existente entre un joven rebelde y sensible con
diecisiete años en este fin de siglo y los ancianos que lo han criado y
que viven de la añoranza de tiempos mejores que se ubican en los
cincuenta. El decadente y señorial edificio céntrico donde habitan
reafirma metafóricamente la condición agobiante del entorno fantasmático
que limita, implacable, a un desconcertado muchacho en busca de sí mismo
casi en la penumbra. La divertida y compleja corte de los milagros que
integran los vecinos —tan o más patética que los dos viejos— es un
ingrediente fundamental para enrarecer todavía más la clausurada
atmósfera de ese verdadero microcosmos.
Pequeño canalla es rica en situaciones que esconden referencias
simbólicas y significantes que dimensionan la narración y la cargan de
resonancias múltiples. Por ejemplo: no es casual que el controvertido
cuadro que vende Ulrico como intermediario sea un falso Cabrerita; el
chico, al igual que el pintor en su juventud, vive inmerso en la
desolación, herido en su sensibilidad por un medio hostil, refugiándose
en los costados marginales de la realidad (Cabrerita en la bohemia de
aquel café Sorocabana pletórico de creatividad y novedad de los
cuarenta; Ulrico entre los jóvenes anarcos de los noventa, que toman
vino barato en las esquinas mientras se fuman un porro, que curten la
onda del pelo largo con caravanita y ropa negra). También: las
apelaciones a Herrera y las patriadas de Aparicio por parte de José
Enrique, recalcan de alguna manera su tendencia a mirar al pasado, su
raigal conservadurismo, su quietismo y rutina, que sólo serán superadas
por el cariño que le tiene al muchacho, cuando tenga que ayudarlo ante
ciertas amenazas y peligros (será la forma de reivindicar su vida, de
justificarla).
Prieto establece interesantes y sutiles oposiciones en su novela: la
proliferante gordura de Mami frente a la morbosa y arrugada vejez
pintarrajeada de Ana L.; la jocunda y caricaturesca sensualidad
crepuscular de Pancho Juárez y por otro lado la elegante y fría
asexual¡dad del Dr. Ramírez; la irremediable condición reaccionaria de
casi todos los habitantes del edificio y por otro lado la solitaria
—aunque no menos patética-esquemática fe comunista de Lita Pedrera. Este
reiterado recurso permite al autor establecer contrastes dramáticos más
allá de los avatares de la propia acción narrativa.
Por encima de todo, podríamos ubicar a Pequeño canalla en la rica
tradición de la novela de corte iniciático —entendido este término en su
más amplio y comprensivo sentido— que comienza lejanamente con la
peripecia homérica de Ulises, y que tiene en este siglo exponentes
destacables como Retrato de un artista adolescente de James Joyce
y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. En este caso
también, lo esencial es el sendero iniciático que debe transitar
Ulrico —empujado por un destino que sabe esconderse detrás de las
circunstancias— para llegar a un punto de maduración y empezar a ser
adulto, lo que sólo va a lograr al reconciliarse con la infancia
melancólica sufrida junto a la triste pareja de viejos que son Mami y
José Enrique (lo que coincide, en forma sugerente, con la iniciación
erótica junto a la chica Pepsi).
Nota:
Libros de relatos de Prieto: Desmesura de los
zoológicos. Proyección, Montevideo, 1987; La puerta que nadie
abre, Proyección, 1991; El odioso animal de la dicha, Banda
Oriental, 1992; Donde la claridad misma es noche oscura, Banda
Oriental, 1994.
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