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Peñas
culturales en el siglo XIX
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La tradición de la tertulia cultural, cuyo comienzo en general se filia entre nosotros en el 900, tiene un origen mucho más remoto. Si vamos hacia el período colonial, tenemos las jugosas referencias de Isidoro de María -ese cronista de memoria prodigiosa y larga vida, que fue nuestro primer historiador de lo cotidiano -relacionadas con los primitivos lugares de reunión en aquel Montevideo de veladas cortas y noches silenciosas. Don Isidoro centra el diálogo cultural de entonces en el café Del Comercio, que estaba ubicado junto a la Casa de Comedias, por lo cual naturalmente recibía en sus mesas a todos los habitúes de la misma. Allí asistían, según consigna este abuelo de los cronistas locales, "los de más copete", y se ponderaban los últimos éxitos teatrales, se comentaban en voz baja o no tanto sucesos europeos (y hasta algún osado aludía tal vez a ciertos libros non sanctos). Esta primera tertulia iba a languidecer con la situación revolucionaria y los avatares de luchas y conflictos que condujeron a la Independencia. Sólo a partir del año 1830, la librería de Jaime Hernández iba a transformarse en centro de reuniones político-literarias por unos veinte años. El líder natural pero nada formal de estos encuentros casi cotidianos fue el poeta de la ciudad, don Francisco Acuña de Figueroa, una celebridad en aquellos años no tanto por ser autor de la letra del Himno Nacional sino más bien debido a la facilidad de su pluma a la hora de improvisar versos para cuanta ocasión social se presentaba (mientras iba elaborando, muy en secreto, poemas como el hoy notorio y para entonces escandaloso Apología del carajo). Otras dos librerías donde también se proyectó la sana costumbre de "tertuliar" fueron las de Pablo Domenech y Esteban Valle, esta última ubicada en las actuales 25 de Mayo y Misiones. Mientras esto ocurría en esta Muy Fiel y Reconquistadora, en la orilla de enfrente el uruguayo Marcos Sastre animaba en su librería -en 1837- el Salón Literario, verdadero "club de discusión, de conversación y de lectura", al decir de Félix Weimberg. En ese ámbito templaron su pluma el joven José Mármol, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, mientras también se veía por allí a escritores de prestigio ya ganado como Esteban Echeverría. Este salón nucleó a los jóvenes de la generación romántica, los cuales -a decir de Ángel Rama- "más que escribir, declamaban sus composiciones y si esta vocación oratoria tanto daño causó a la posteridad de sus obras, ella les otorgó en su tiempo el éxito". Un café que supo tener pobladas sus mesas por la mitad del siglo fue el Alianza, donde asistía gente notoria como Simón del Pino, Roque Graceras, Diego Espinosa, Luis Lamas, Agustín de Castro y Samuel Lafone. Su parroquia era variada lo mismo que sus temas, pero no faltaban las referencias a la magra producción poética local -donde se reiteraba el nombre de Acuña de Figueroa -y comentarios acerca de la producción romántica que llegaba desde el otro lado del océano. Por su parte, en Villa Restauración -donde gobernaba don Manuel Oribe- abrían sus puertas cafés con nombres tales como Los Federales y De las Leyes, para solaz y contentamiento de los muchos ilustrados del campo sitiador. De todos modos siguieron siendo el marco apropiado para "reír y pasar la noche alegremente", como lo consignó Pablo Blanco Acevedo, los salones familiares, donde se pudo encontrar seguramente a la gente que rodeaba a Andrés Lamas y Miguel Cané en torno a El Iniciador, como bien lo ha referido -de un modo tangencial, admirándose de las bellas terrazas y damas de Montevideo- el por ese tiempo joven Domingo Faustino Sarmiento. El aire romántico fue el tono predominante de todos estos coloquios, aire de época como pocos que fue llevado como estandarte vital por jóvenes como Adolfo Berro (quien murió precozmente, como buen exponente de esa impronta), pero adoptado también por aquellos que ya peinaban canas como el neoclásico Acuña de Figueroa. La segunda mitad del siglo El escenario de los encuentros cambió de manera notoria para los principistas del setenta. Los hermanos José Pedro, Carlos María y Gonzalo Ramírez, Pedro Bustamante, Julio Herrera y Obes, Agustín de Vedia, José Pedro Varela y Daniel Muñoz, dialogaron en medio del fragor y entusiasmo de la redacción de El Siglo, el diario más influyente de aquellos años. No había tiempo para el estarse en un café ni tranquilidad para la amable lentitud de los salones; eran épocas de polémica ideológica, de fervor político, de intentos de ejercicio de una tímida literatura popularizante, que era romántica también en ellos y tenía reminiscencias del folletín que hacía furor en París y otras capitales en los grandes periódicos. El pope literario de entonces fue don Alejandro Magariños Cervantes, llegado al país luego de su periplo español cargado de fama y con obras hoy ilegibles, folletinescas a su pesar, como la novela Caramurú y el poema épico Celiar. Mientras tanto, un otoñal Juan Carlos Gómez encarnaba con su vida errabunda y melancólica y con su amor desgraciado por Elisa Maturana, el ideal romántico en estas costas, dejando además algunos de los mejores poemas de tal tendencia entre nosotros. Fue este un período afecto a los clubs. Se fundó el Ateneo en 1868, donde se reunían los jóvenes racionalistas y liberales, y donde floreció el diálogo literario y filosófico y desde el cual se polemizó duramente con otros jóvenes, los que formaron el Club Católico. Los primeros estaban liderados por Carlos María Ramírez, y los segundos por Francisco Bauza y Juan Zorrilla de San Martín. Algunos años después, en tertulia que se reunía en el Hotel de las Pirámides (todavía existente, en la esquina de Ituzaingó y Sarandí), Zorrilla de San Martín llevó a cabo la lectura del entonces inédito Tabaré ante la atenta presencia de Magariños Cervantes, Carlos María de Pena y otros. Mientras tanto, la costumbre del café se había multiplicado: era el tiempo de la fundación de reductos que iban a tener historia significativa y larga como el Tupí-Nambá de la calle Buenos Aires y la plaza Independencia, que abriera sus puertas en 1889. Pero antes aun reinaban otros, como Del Oriente -de la época de Latorre-, uno de los primeros en asimilar cierto lujo exótico que se alejaba ya de la tradición hispánica de nuestros cafés primigenios. También el Butucudo, que tuvo su esplendor en ese período. Estos y otros albergaban reuniones diversas, donde a menudo los temas pasaban -a esa altura- por las novedades constituidas por las novelas de Zola y Balzac y por noticias de la poesía parnasiana, aunque los frecuentadores de esas mesas preferían seguir leyendo todavía Graciela de Lamartine y perpetrando versos como los que supo reunir Magariños Cervantes en su antología titulada Álbum de poesías, que en 1878 recoge un panorama de la producción poética del Uruguay desde 1830 hasta ese presente. Mediodías en lo de Barreiro Antes del 900, se constituyó una tertulia que duró más de veinte años en la entonces nueva librería de don Antonio Barreiro. Luego del natural receso para el debate y el encuentro públicos durante el Militarismo (particularmente durante el santismo), esta librería ofreció un marco y un escenario más que oportuno para el resurgir de las peñas culturales montevideanas. Su auge inicial coincide con el gobierno de Idiarte Borda, y contó entre sus asiduos a Ángel Floro Costa, José Pedro Ramírez, Teófilo E. Díaz, Francisco Bauzá, Gonzalo Ramírez, Pablo de María, Luis Melián Lafinur, José Sienra y Carranza y Carlos María Ramírez, entre muchos otros. Confluían algunas avanzadas mañanas, casi a mediodía, entre los apacibles y altos anaqueles, intelectuales que habían estado antes profunda y violentamente contrapuestos, como es el caso de los Ramírez que provenían del racionalismo liberal y anticatólico del Ateneo, y Francisco Bauzá paladín de la causa confesional entre nosotros. Si bien el acercarse al final del siglo había limado las ásperas contraposiciones de antaño, no había traído como consecuencia la claudicación en las ideas por ninguna de las partes, y el encuentro asiduo habla de manera clara del afianzamiento de la que iba a ser una de las tradiciones nacionales: la tolerancia, el diálogo entre "familias ideológicas" (como gustaba llamar Real de Azúa a las diferentes correntadas de ideas que a la postre determinarían nuestra sincrética y múltiple identidad). En el perfil de estos encuentros -que llegaron a tener regularidad semanal- puede resultar de interés la constatación de su carácter poco "literario", en agudo contraste con lo que había sido básicamente la tertulia romántica y muchas de las posteriores, y en oposición a la tendencia que iba a marcar el 900 al respecto. Aquí, en este recodo final del ochocientos, se reunían intelectuales, memorialistas, polemistas, políticos incluso, personas cultas e inquietas en todos los casos, pero no estaban tan presentes los escritores, y menos los poetas (con la salvedad que en etapas anteriores a menudo los roles se superponían: por ejemplo, alguien era autor de ciertos versos pero además jurista y parlamentario, en aquella proverbial indefinición de quehaceres que marcó a nuestras clases ilustradas por décadas). Pero la ausencia de narradores y versificadores -no así de ensayistas y cronistas- que ya era en general detectable en el grupo ateneísta, aquí se constituye en la constante que define tal vez a esta primera peña en lo de Barreiro. Rasgos parisienses e hispanizantes Si reparamos en las características, en las estructuras que le dan forma a estas viejas reuniones culturales, podemos detectar dos influencias que fueron -alternativamente- básicas en su génesis. En los comienzos de la centuria, todavía en tiempos coloniales, los contertulios del café Del Comercio respondían en su costumbre coloquial posterior al teatro a una tradición de cepa hispánica, que venía de las viejas tabernas de la península y que había tenido su momento de esplendor a partir del despotismo ilustrado de Carlos III, cuando Madrid se moderniza y surge la costumbre del café. Pero la independencia, y el romanticismo imperante, llevarían el interés y las miras de la nueva juventud ilustrada hacia Francia. El "salón literario" de Marcos Sastre posee desde su propia denominación mucho de parisién, aludiendo en ella a los salones dieciochescos donde triunfó la Ilustración; pero seguía subyacente en esa peña -como en otras, montevideanas, realizadas en librerías- una raíz bien española. Va a ser durante la Guerra Grande cuando la incidencia de lo francés se volverá intensa, desde el momento en que una fuerte población gala poblaba incluso entonces la ciudad sitiada. Será definitivamente parisiense en sus rasgos más notorios el café posterior al medio siglo, y esa tendencia seguirá agudizándose hacia el 900 (tal como, en lo estilístico, es posible comprobar observando los contados exponentes del siglo XIX en el ramo cafeteico que van quedando). París comenzó a ser el punto de referencia, el modelo, la meca cultural, para una élite que devoraba los libros que de allí venían. Las formas de vestir, los gestos, el romanticismo ambiental y literario, iban a ser también fuertemente impactados por esa influencia. No obstante esto, la soterrada corriente hispánica se mantuvo en la conformación de nuestras tertulias, asomándose claramente como pudo ser el encuentro en lo de Barreiro, o en una combinación de ambas líneas corno en el caso del incipiente Tupí-Nambá y su parroquia. La Generación del 900, tan "francesa" en lo evidente, recibiría de todos modos -en armoniosa amalgama-una tradición que incluye las dos filiaciones por igual, constituyéndose uno de los tantos y fecundos ejemplos de ese saludable sincretismo que es tal vez la única raíz uruguaya.
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Alejandro
Michelena
alemichelena@gmail.com
[1] Crónica publicada, originalmente, en setiembre de 2011, en la revista cultural Dossier
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