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El Palacio Salvo: emblema montevideano |
En octubre del 2003 festejó sus 75 años el edificio de Montevideo más conocido internacionalmente: el extraño Palacio Salvo. Desde hace muchas décadas ha sido personaje protagónico de tarjetas postales, películas, y fotos sacadas por miles de turistas que se han detenido a mirarlo embobados desde la plaza Independencia. Es único por su estilo, dimensión y peripecia. Sin embargo muy cerca, en Buenos Aires, se alza un hermano menor en tamaño aunque mayor en edad: el Palacio Barolo de Avenida de Mayo, con una torre parecida aunque más chica. Ambos edificios pertenecen al mismo arquitecto, el italiano Mario Palanti, un hombre que volcó toda su capacidad de imaginación en estas obras, y que luego retornaría a su país para integrarse al equipo oficial de arquitectos al servicio de Mussolini. El setentón edificio fue hecho construir por los hermanos Lorenzo, José y Ángel Salvo. Fue el homenaje a la ciudad de estos acaudalados hijos de inmigrantes itálicos. Para realizarlo hubo que demoler un recinto que –a comienzos de los años veinte– era ya legendario: la vieja confitería La Giralda. Y para imprimirle más solemnidad al emprendimiento, se llevó a cabo un concurso de proyectos arquitectónicos, pero luego –misteriosamente– el contratado fue Palanti. Las obras se extendieron entre 1923 y 1928, cuando quedó oficialmente inaugurado. Se utilizaron mármoles y granitos nacionales y alemanes, así como roble floreado de Eslovenia en toda la carpintería. Su estructura es de hormigón armado, detalle que le iba a otorgar –durante algunos años– el cetro de edificio más alto del mundo basado en ese material (los rascacielos de Nueva York y de Chicago se hacían con armazón de hierro). El resultado es una mole que oscila –en lo estilístico– entre las referencias renacentistas y las reminiscencias góticas, con algunos toques neoclásicos. Tiene 37 mil metros cuadrados, con un cuerpo central de diez pisos y en un costado la torre, que sobresale por quince pisos más. A la altura del 17, Palanti colocó cuatro torretas semicirculares que le dan un aire de castillo de comic modernista. A esa altura comienza la propia torre central a redondear su culminante bóveda. Al igual que los parisienses con la Torre Eiffel, los montevideanos nunca tuvieron acuerdo unánime en relación con la obra de Palanti. Muchos asintieron cuando el escritor Mario Benedetti lo consideró "feo" al Palacio en uno de sus libros, y otros aprobaron que desde una revista juvenil de los setenta se lo tildara de "lunar montevideano". En el ámbito de los arquitectos se recordó siempre que el gran maestro de la arquitectura moderna, el francés Le Corbusier, lo bautizó en 1930 como "enano con galera", recomendando su demolición urgente como forma de contribuir a la estética de la ciudad... Un pasado de gloria La idea original era establecer allí un hotel de lujo, al estilo de los mejores de Europa. Sin embargo el emprendimiento quedó desde el comienzo a medias, dedicándose a hotel apenas algunos pisos y el resto alquilándose como apartamentos. Hoy son 350, y de muy variada índole. Están los monoambientes, con su baño y pequeño espacio para la cocina –concebidos como habitaciones en suite–, que según el piso tienen formas y tamaños diferentes. Pero en la torre los hay con varias habitaciones y cierto lujo, con una vista privilegiada de la bahía y del Cerro. En los pisos bajos abundan las oficinas de toda índole, y desde el entrepiso trasmiten desde hace muchos años varias radioemisoras. En el subsuelo, donde ahora es el garage, hubo un teatro; allí actuaron: la venus de ébano, Josephine Baker; la legendaria formación orquestal Los Lecuona Cuban Boys; y el charro cantor Jorge Negrete. En el primer piso, la imponente sala de baile fue testigo del movimiento –con los ritmos contrapuestos de "la jaz y la típica"– de gran parte de la juventud montevideana de los años treinta y cuarenta. En el décimo funcionó por mucho tiempo un restaurante panorámico. Pero la historia del Palacio Salvo pasa también por sus espacios privados. En el séptimo piso hubo un apartamento donde todos los lunes se reunía una tertulia de intelectuales. Desde el año 35 hasta avanzados los cuarenta, allí se pudo ver entrar habitualmente al narrador Francisco Paco Espínola y su esposa Dora Baruch, al crítico Alberto Zum Felde con la suya, la poeta Clara Silva. Y también al matrimonio formado por el siquiatra Alfredo Cáceres y la escritora Esther de Cáceres, y al filósofo Carlos Vaz Ferreira, y a los músicos Hugo Balzo y Héctor Tosar. Alguna vez llegaron hasta el Salvo –en alguna noche de lunes– la poetisa argentina Alfonsina Storni, el músico del mismo origen Alberto Ginastera, la escritora brasileña Cecilia Meirelles, el gran muralista mexicano David Alfaro Siqueiros en compañía de su esposa de entonces, la uruguaya Blanca Luz Brum. Esta reunión estaba presidida por la dueña de casa, María V. de Müller, verdadera animadora cultural en aquellos tiempos. Pero más tarde y en otros apartamentos habitaron escritores, como la narradora Armonía Sommers –quien vivió en uno de la torre hasta su muerte–, y la poeta Idea Vilariño, que se afincó allí durante algún período. Más adelante, ya en los setenta, dos sufrientes y malogrados poetas tuvieron su refugio en oscuros apartamentos interiores: Julio Chapper, fallecido luego de sufrir una extraña enfermedad degenerativa, y la lírica sáfica Inés González Zubiaga, quien allí mismo se suicidó... Decadencia y renacimiento A partir de los setenta el edificio entró en franca decadencia. La crisis económica, y la descalificación del lugar a raíz de los criterios seudo-modernos imperantes entonces, se complotaron para ello. Los ascensores se tornaron vetustos, la fachada se vino abajo al punto de comenzar a desmoronarse sus artesonados decorativos (que hubo que eliminar), y la seguridad dejó mucho que desear debido a las muchas entradas del edificio y la precaria vigilancia. Todo esto llegó a su punto más bajo a comienzos de los noventa, cuando comenzó de a poco la reacción de los vecinos en procura de revertir tan lamentable proceso. En los años recientes se arreglaron decenas de persianas, se reciclaron y pintaron los espacios comunes, y se instalaron ascensores nuevos. La mejora más reciente –aparte de la habilitación del viejo mirador– son los mosaicos con el logo del Palacio Salvo que desde la galería exterior reciben a los visitantes. Además, ahora el edificio es un lugar seguro para frecuentar o vivir en él. |
Alejandro
Michelena
Crónica que forma parte del libro Antología de Montevideo (Ed. Arca,
Montevideo, 2005).
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