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Ocultistas ocultos en Montevideo |
Nuestra
ciudad albergó durante todo el siglo pasado grupos y cofradías de carácter
esotérico. En el 900 llegaron a estas playas, junto a los nuevos aires en
materia filosófica y estética que iban a fecundar el Modernismo, algunas
perspectivas heterodoxas que estaban llamando la atención en Europa y los
Estados Unidos. Sobre todo la Teosófica, que entusiasmó a muchos
integrantes de la Masonería, tal vez por contener una elaborada concepción
cósmica que le aportaba contenido al simbolismo de sus logias y rituales. Un
libro clave para el esoterismo iniciático moderno, como Dogma y ritual de alta magia del abate francés Adolphe Louis
Constant (que se hacía llamar cabalísticamente Eliphas Lévi), fue leído
aquí en aquellos años. Y tempranamente circularon los siete monumentales
tomos de La doctrina secreta de
Madame Blavatsky, la fundadora de la Sociedad Teosófica. Tales
lecturas, y la presencia –oleada inmigratoria mediante– de iniciados
en órdenes europeas, fueron generando el clima adecuado para un primer
auge de estos grupos. Ocultismo
en los twenties El
momento de esplendor se puede ubicar entre la segunda mitad de los veinte
y la primera de los treinta. Coincidió con el mayor crecimiento de la
Sociedad Teosófica, bajo el liderazgo de la Dra. Annie Besant; cuando ésta
cifraba todas sus esperanzas en la consagración del joven hindú
Krishnamurti, su ahijado espiritual, como la encarnación del Señor
Maitreya (el Señor del Mundo, según los arquetipos del budismo). La
organización reunió por entonces al núcleo mayor de los buscadores místicos,
a los interesados en la antigua alquimia y el pitagorismo, a los
deslumbrados por los misterios de oriente, y a quienes esperaban ser
iniciados en un conocimiento “secreto”. Se multiplicaron en
Montevideo, incluso por los barrios, los agrupamientos teosóficos. En
algunos casos se establecieron verdaderos “vasos comunicantes” entre
ellos y las logias masónicas. Otros fueron alejándose del orden
institucional –de carácter más especulativo que vivencial– para
aventurarse por caminos más profundos. Esa
movida no quedó limitada a un ámbito reservado. Se reflejó en la prensa
a través de invitaciones a conferencias y encuentros culturales. Se
proyectó a través de consultorios “naturistas”, en los que toda
curación pasaba inevitablemente por el régimen de alimentación
vegetariano, y también en los inicios de la Homeopatía en el país. Un
poeta muy conocido como Carlos Sabat Ercasty tuvo vinculación con estos
grupos, lo mismo que un plástico como Mario Radaelli, además de
acercarse a las logias teosóficas empresarios, profesionales y hasta políticos. La
influencia que llegó a tener este movimiento no orgánico pero múltiple
y efectivo –que llegaba al público con sus propias publicaciones–,
causó preocupación en la Iglesia Católica. Por eso fue atacado desde el
matutino El Bien Público, que
advirtió en varias oportunidades sobre el daño moral y la confusión
religiosa que estaba causando la Teosofía en el Uruguay. Pero el punto
culminante del enfrentamiento tuvo lugar a propósito de la visita de
Krishnamurti a Montevideo –en mitad de los treinta– cuando el diario
católico, alarmado, editorializó y analizó el hecho, considerando la
presencia del magnético hindú como “altamente subversiva y disolvente”. Krishnamurti –que para
entonces ya había dejado la Sociedad Teosófica comenzando su camino
propio de “anti-gurú” por excelencia– llenó varias veces el teatro
18 de Julio, dejando en los montevideanos una profunda impresión. Buscando
al “Maestro” en el erial Las
tres décadas que van del año 1940 a comienzos de los setenta, no fueron
propicias para el accionar de este tipo de perspectivas. La Sociedad Teosófica
fue transitando un camino de paulatino estancamiento, de encierro en sí
misma, de falta de renovación. Las enseñanzas de Krishnamurti eran
valoradas sólo por un puñado de raros en medio del aquel país de vacas
gordas marcado luego por la euforia de Maracaná. Los libros esotéricos
prácticamente desaparecieron de las estanterías, y quienes los buscaban
–en librerías “de viejo”– eran por lo general personajes
crepusculares, de piel de cera y mirada algo alucinada. En
aquel medio ambiente positivista y racionalista había poco lugar para
misticismos o conocimientos “alternativos”. Hasta aquellos sectores de
confesada fe religiosa, procuraban que su leve creencia en un dios
antropomórfico y con barba blanca sentado en una nube, no desentonara
demasiado con el cartesianismo ambiental. Las
polarizaciones de los sesenta no hicieron más que exacerbar, en sectores
ilustrados, una mentalidad que expresaba más un jacobino cientificismo
militante que verdadera postura científica; que prefería el ejercicio
mecanicista del silogismo permanente a la lógica profunda. En ese marco,
el ocultismo sufriría las vicisitudes y contratiempos propios de “un
elefante metido en un bazar...” Pero
llegó la hora de los sables. Y de pronto, en medio del páramo de aquel
Uruguay de mitad de los setenta, comenzó en Montevideo un inesperado
reverdecer esotérico. Como hongos después de la lluvia aparecieron
grupos novedosos y lograron un notorio crecimiento los ya tradicionales. Los
Rosacruces por ejemplo tuvieron por entonces su cuarto de hora, luego de años
de anonimato. Tanto la línea de Max Heindel, de raíz cristiana, como
Amorc, famosa por sus “iniciaciones” por correspondencia. Viejos
teósofos comprobaron asombrados cómo colmaban jóvenes inquietos los
recargados salones del entrepiso del Palacio Díaz. Es que la Sociedad
Teosófica se torno de pronto una posibilidad interesante de lograr el
primer acercamiento –aunque fuera sólo intelectual– al conocimiento
esotérico. Aparecieron
alquimistas dictando con cierta discreción cursos sobre su ancestral
saber. La Cábala comenzó a interesar más allá de los ambientes rabínicos,
fomentando la instalación de algún grupo ocultista basado en ella. El
tradicional café Sorocabana de la plaza Cagancha se transformó –en
algunas noches de los años 75, 76 y 77– en una múltiple tertulia
vinculada a temáticas esotéricas. La
novedad en la movida de aquel período la constituyeron los grupos gnósticos.
Aunque ese paradigma ya había estado presente por aquí treinta años
antes, a través de derivaciones del tronco teosófico, y en los años
cincuenta por medio de una solitaria “aula lucis” que respondía a la
Iglesia Gnóstica fundada por el Dr. Arnaldo Krumm Heller (Maestro
Huiracocha), recién en la segunda mitad de los setenta se presentó con
fuerza autónoma en el panorama esotérico uruguayo. La corriente gnóstica
que llegó aquí en ese momento seguía los lineamientos de Víctor Manuel
Gómez (Maestro Samael Aun Weor), colombiano, proveniente de la línea de
Krumm Heller, que en México desarrolló un movimiento cuyo rasgo peculiar
era la transmisión sintética y clara del sincretismo espiritual que hace
a la esencia de toda gnosis. Aparecieron
también, en ese mercado de lo oculto, propuestas de corte oriental y
tendencia sectaria –bien diferenciadas del Yoga, que a esa altura ya era
aceptado socialmente– como los Hare Krishna con sus túnicas color
naranja y sus mantras y cánticos obsesivos, o los partidarios del
rechoncho gurú Maharaj Ji munidos de sonrisas de yeso y esquemas
inconmovibles. Aprovechando una oferta tan variopinta, fueron muchos los montevideanos que en los años de plomo dejaron atrás un pasado de militancia política, emprendiendo la singular aventura de buscar al “Maestro en el erial”. |
Alejandro Michelena
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