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Evaluación de algunos narradores surgidos en los años 70 |
No se puede negar el toque de extrañeza en la obra de Miguel Angel Campodónico, no vinculable del todo al realismo pero tampoco al género fantástico. Se trata más bien de un producto literario de "frontreras". Desde sus relatos del volumen titulado Blanco, inevitable rincón (Editorial Géminis, 1973), este escritor fue elaborando un mundo propio, metafórico -sombrío arquetipo del real- que va a decantar y percibirse en toda su magnitud en la novela Donde llegue el río pardo (Ed. Acali, 1980), un texto clave que tiene como su mayor virtud la riqueza significante; se ha creido ver en ella un implacable y profundo análisis del tiempo oscuro que por entonces se vivía en el Uruguay, pero también una convincente e inquietante metáfora sobre el hombre contemporáneo agobiado por un poder omnipresente y penetrante, mientras que otros lectores descubrieron en la novela un peculiar acercamiento a los extremos de la propia condición humana. Campodónico ha seguido profundizando su narrativa, rica en resonancias, cargada de interrogantes angustiosos, jugado entre lo reflexivo y lo sangrante, desde novelas como Descubrimiento del cielo (Arca, 1986) hasta la indudable culminación que significa su Invención del pasado (Ed. Planeta, Montevideo, 1996). Tarik Carson es un típico "marginal". Lo es desde el momento que, si bien publicó su primer libro -El hombre olvidado (Géminis, 1973)- antes de los treinta, recién se ha comenzado a reparar en su obra a partir del segundo título El corazón reversible (Ed. Monte Sexto, 1986). Entre tanto Carson, que reside en Buenos Aires, se transformó en autor del género "ciencia-ficción" y publica en revistas cuyos tirajes promedio envidiarían muchos reconocidos escritores del país. También es "marginal" su universo narrativo, que pasa de las preocupaciones esotéricas de los comienzos -volcadas en claves lovecraftianas- a la perspectiva escatológica y pesimista del futuro de su novela Ganadores (Ed. Proyección, 1991). Entre los narradores de comienzos de esta década se han dado, si bien no los inéditos casi totales sí aquellos que lo fueron mucho tiempo a pesar de acumular una obra intensa, personal, impecable en lo artístico, como es el caso de Juan Introini y su primer libro El intruso (Edición del autor, 1991), al que siguió una producción que confirma sus calidades. El caso de Ricardo Prieto es muy especial. Luego de lograr su espacio en la literatura con una brillante carrera en la dramaturgia -algo que alcanzó no sin tener que sortear dificultades- empezó a dar a conocer una cuentística que había iniciado en los años sesenta. Sus volúmenes en el género -Desmesura de los zoológicos, La puerta que nadie abre (ambos de Ed. Proyección, del 87 y el 91 respectivamente) y Donde la claridad misma es noche oscura (Banda Oriental, 1994)- nos enfrentan a un tratamiento narrativo que maneja con soltura el humor negro y el absurdo a partir de situaciones cotidianas; mundo coherente y personal el suyo, cristalizado en relatos de inusitada intensidad, en los que es evidente un empecinado trabajo estructural. Hay una clara dimensión metafísica en la obra de Prieto, también evidenciada en su teatro y su poesía. Las novelas de Ricardo Prieto plantean líneas un poco diferentes: en la "nouvelle" titulada El odioso animal de la dicha (Banda Oriental, 1982) importa la clave poética para una historia desolada que transcurre en el marco de una Buenos Aires -donde residió el autor por años- esencial, alejada de los tópicos previsibles, donde se destaca la profunda melancolía de personajes que resultan entrañables y queribles en su lucha sin esperanzas frente a un destino implacable. Por su parte, Pequeño canalla ( Sudamericana, Montevideo, 1997) nos ubica, a través de un sabio uso del realismo poético, en un edificio montevideano céntrico y decadente, poblado de gente crepuscular que supo de pasados esplendores, donde el único joven -en su búsqueda auténtica cargada de rebeldía- es la piedra del escándalo; texto impecable en sus diálogos, que no da treguas al lector por su logrado "suspense", que muestra un adecuado uso de lo farsesco, el grotesco y el humor negro. Un afirmarse de Prieto en la aventura novelística, con una obra que recreando con verdad un fragmento de "vida y milagros" muy propio de esta melancólica ciudad en que vivimos, logra además incursionar en problemas universales como el pasaje implacable del tiempo y la consecuente trilogía que forman la decrepitud la vejez y la muerte, el iniciático despertar a la vida de un adolescente sensible e intenso, la genuina potencia del amor que logra la comprensión y el acercamiento entre seres muy diferentes. Amados y perversos (Alfaguara, Montevideo, 1999), es una novela que prueba la madurez de Ricardo Prieto como narrador. Texto de mayor aliento y ambiciones que los anteriores, ubica su acción en los tan mitificados años cincuenta uruguayos, los que son recreados sin idealizaciones, por momentos con implacable crudeza, desde una mirada lúcida y cuestionante. Del punto de vista conceptual, esta obra logra que el lector se enfrente a lo irrisorio de muchos de los mitos supuestamente más característicos de la "uruguayez" (Maracaná y carnavales incluídos). Una variedad de personajes ricos en su espesor y nada estereotipados, intensos y creíbles, que a su vez son característicos de aquellos años, viven sus peripecias en medio de una historia atractiva, que atrapa al lector y no lo suelta hasta el final. Prieto introduce como ingrediente fundamental de Amados y perversos lo esotérico, tópico reiterado en el ánimo del personaje principal pero además realidad cósmica o deux ex machina que explica las situaciones y teje los destinos. Y es la primera vez que, tomándolo en serio y encarándolo con profundidad, esto se hace en la literatura uruguaya. Vayamos a los más exitosos entre los hacedores de historias. Tenemos en primer lugar a Milton Fornaro, quien por edad y comienzo en los sesenta pareciera aproximarse a los anteriormente reseñados. Oriundo de Minas, no solamente es en tal escenario pueblerino que ubica la mayoría de sus relatos, sino que además -en un sentido profundo- su estética se armoniza con la rica tradición de su comarca en cuanto al cultivo del cuento. La Minas que recrea Fornaro es un ámbito soterradamente opresivo, cerrado; a veces se trata de algo más, de una adecuada metáfora de toda la sociedad uruguaya de aquel tiempo tan duro. Un encare imaginativo, el cuidado del texto, un planteo sin rebuscamientos, cierta destreza para delinear los personajes, son características marcadas de este autor. Otro lavallejense, pero en este caso de Solis de Mataojo, se constituirá en creador de sostenido interés para el lector. Asimilando con eficacia la lección de García Márquez, procurará establecer un ámbito mítico en el campo uruguayo -como el colombiano lo hizo inventando Macondo- creando su propio pueblo de ficción. La crítica ha creído percibir en Mario Delgado Aparain rasgos de "lo real maravilloso", y su trabajo ha ido decantando notablemente desde el inicial Causa de buena muerte (EBO, 1982) hasta La balada de Johnny Sosa (EBO, 1987), libro que le dió el privilegio de ocupar por mucho tiempo las listas de autores más leídos. En La balada... se establece una disfrutable alegoría del Uruguay en dictadura visto y sufrido desde la perspectiva de antihéroes de un pueblo pequeño -el propio Solis de Mataojo- donde se mezclan ilusiones y mezquindades con la realidad cruda del momento, en el afán de algunos de los personajes de encarnar sus fantasías. Sus libros posteriores siguen recreando libremente vida y milagros de ese pueblo transmutado por su arte en mítico, como es el caso de su Alivio de luto (Alfaguara, 1998). Su novela culminante y la más ambiciosa ha sido, hasta el momento No robarás las botas de los muertos (Alfaguara, 2000) donde Delgado incursiona directamente en la narrativa histórica, recreando de modo creíble la vida de Paysandú durante los últimos días del sitio histórico en la cual sucumbieron Leandro Gómez y sus hombres defendiendo la ciudad. Hugo Burel surge en concursos y antologías de mitad de los setenta, como Los más jóvenes cuentan (Arca, 1976), pero dará a conocer sus libros recién en la década siguiente. Así se van publicando Esperando la pianista (1983), Matías no baja (Sudamericana, 1986), El vendedor de sueños (Id. Ed., 1986). Llega a un punto de maduración narrativa en con su novela Tampoco la pena dura (también en Sudamericana, 1989), donde pinta adecuadamente el peculiar Montevideo del año emblemático de 1968, a través de personajes creíbles y dotados de fuerza. Luego de otras obras significativas y a la vez exitosas, como el volumen de relatos Solitario blues (Fin de Siglo,1993), la novela Crónica del gato que huye (Fin de Siglo, 1995) y el cuento largo El elogio de la nieve (que mereciera el importante premio Rulfo), Burel ha dado a conocer después Los dados de Dios (Alfaguara, 1997), obra que gira en torno al azar o el destino incidiendo en la vida de una pareja rioplatense en los cincuenta, que lo proyecta definitivamente hacia un espectro mayor de lectores, y que lo muestra además -según concenso crítico- como un narrador en la culminación de sus recursos y posibilidades. Sus últimas novelas, El autor de mis días (Alfaguara, 2000) y Los inmortales (Id. Ed., 2004), lo muestran plenamente afianzado en sus recursos. Quien se asomó muy precozmente a la publicación fue el tacuaremboense Tomás de Mattos, a quien el crítico Angel Rama incluyó en una extraña antología de los años sesenta titulada Cien años de raros. Será recién en el 75 cuando De Mattos aparece con libro propio, con algunos relatos en los que la crítica de entonces encontró un clima "dostoievskiano": Libros y perros (EBO), a los que seguirán -ya en la década siguiente- siempre en el género cuento Trampas de barro (Id. Ed., 1983) y La gran sequía (Id. Ed.,1984). Será en 1987 que el autor publicará su novela más exitosa, Bernabé Bernabé (también en Banda Oriental; reeditada luego de una reescritura por Alfaguara, en el 2003), que significará un salto en su producción. Allí toma un fragmento de nuestra historia, la muerte de los últimos contingentes charrúas y de quien es recordado como el ejecutor de la matanza, Bernabé Rivera; estructurada a partir de cartas de protagonistas indirectos de los hechos, inaugura una línea de novela histórica inexistente hasta entonces en el país, ya que no toma partido sino que -con sabiduría narrativa- logra crear un fresco creíble de época alejado de todo maniqueísmo. Una novela más reciente de Tomás De Mattos, La fragata de las máscaras (edición conjunta de EBO y Alfaguara), toma como punto de partida un personaje y una historia de Melville para un tema también de ribetes históricos. Su obra más reciente -igualmente de Ed. Alfaguara-, Trampas de la misericordia, recrea la historia evangélica desde la perspectiva de un cristiano de hoy. Hay dos narradoras del período que han seguido produciendo. Ana Luisa Valdés, realizando casi toda su obra en Suecia, donde reside desde finales de los setenta; perfilándose -a través de volúmenes como El navegante (Ed. Trilce, 1993)- como una eficaz artífice de cuentos cortos de personal tonalidad fantástica, con un certero manejo de la alegoría y un buen uso de "anacronismos" en temas y giros del lenguaje. René Cabrera por su parte, no ha dejado Montevideo en todos estos años, y ha dado a conocer lo suyo muy morosamente; sus relatos dejan traslucir una búsqueda existencial a través de personajes atípicos, plasmados mediante un estilo carente de adornos y alejado de toda estridencia. |
Alejandro
Michelena
Trabajo crítico publicado, en primera versión, en la revista cultural Grafffiti (Montevideo, 1993). Se difunde ahora, de esta forma, actualizado y mejorado.
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