Antes del 900, se constituyó una tertulia que duró más de veinte años en la entonces nueva librería de don Antonio Barreiro. Luego del natural receso para el debate y el encuentro públicos durante el Militarismo (particularmente durante el santismo), esta librería ofreció un marco y un escenario más que oportuno para el resurgir de las peñas culturales montevideanas. Su auge inicial coincide con el gobierno de Idiarte Borda, y contó entre sus asiduos a Ángel Floro Costa, José Pedro Ramírez, Teófilo E. Díaz, Francisco Bauza, Gonzalo Ramírez, Pablo de María, Luis Melián Lafinur, José Sienra y Carranza y Carlos María Ramírez, entre muchos otros.
Confluían algunas avanzadas mañanas, casi a mediodía, entre los apacibles y altos anaqueles, intelectuales que habían estado antes profunda y violentamente contrapuestos, como es el caso de los Ramírez que provenían del racionalismo liberal y anticatólico del Ateneo, y Francisco Bauza paladín de la causa confesional entre nosotros. Si bien el acercarse al final del siglo había limado las ásperas contraposiciones de antaño, no había traído como consecuencia la claudicación en las ideas por ninguna de las partes, y el encuentro asiduo habla de manera clara del afianzamiento de la que iba a ser una de las tradiciones nacionales: la tolerancia, el diálogo entre "familias ideológicas" (como gustaba llamar Real de Azúa a las diferentes correntadas de ideas que a la postre determinarían nuestra sincrética y múltiple identidad).
En el perfil de estos encuentros -que llegaron a tener regularidad semanal- puede resultar de interés la constatación de su carácter poco "literario", en agudo contraste con lo que había sido básicamente la tertulia romántica y muchas de las posteriores, y en oposición a la tendencia que iba a marcar el 900 al respecto. Aquí, en este recodo final del ochocientos, se reunían intelectuales, memorialistas, polemistas, políticos incluso, personas cultas e inquietas en todos los casos, pero no estaban tan presentes los escritores, y menos los poetas (con la salvedad que en etapas anteriores, a menudo los roles se superponían: por ejemplo, alguien era autor de ciertos versos pero además jurista y parlamentario, en aquella proverbial indefinición de quehaceres que marcó a nuestras clases ilustradas por décadas). Pero la ausencia de narradores y versificadores -no así de ensayistas y cronistas- que ya era en general detectable en el grupo ateneísta, aquí se constituye en la constante que define tal vez a esta primera peña en lo de Barreiro. |