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Maria Callas: divina voz |
Si
leemos una reseña sobre la vida de María Kalogeropoulos, con toda
seguridad nos va a dejar indiferentes. Pero si se nos aclara que ése era
el nombre de cuna de María Callas, serán muy pocos los que no sepan de
quién se trata. Ella fue una de las mayores voces líricas del siglo, y
por lejos la cantante de ópera más conocida a través de los grandes
medios de comunicación. Gran parte de la fama popular de la Callas se debe más que a su arte, aplaudido y valorado por millones de cultores de la ópera en todo el mundo, a su amistad y posterior romance con el magnate y naviero griego Aristóteles Onassis. Las primeras planas de los diarios, y sobre todo las carátulas de las revistas ilustradas, comenzaron a ser frecuentadas por la curiosa pareja. Y fue la gente común en todas partes —esa que si alguna vez asistía a una función lírica corría peligro de dormirse a causa del aburrimiento— la que comenzó a seguir con fervor los avatares de esos amores, sus idas y vueltas, sus conflictos y tragicomedias. Al punto que no sería aventurado considerar que lo que fascinaba al imaginario colectivo era el hecho de que tomara realidad palpable el encuentro romántico de la “bella y la bestia” (con la salvedad que “la bestia” era uno de los hombres más ricos del mundo en ese momento, tal vez superado apenas en la dimensión de su fortuna por el Aga Khan). Pero María Callas tampoco se ajustaba tampoco al canon de belleza de aquellos años. Muy gorda y casi obesa en la juventud, con disciplina por momentos espartana no solamente modeló su voz sino su cuerpo, aunque siempre la acosó la amenaza de los kilos de más. Su atractivo estaba concentrado en un rostro particularmente expresivo: la prominente nariz griega, los ojos grandes y la mirada entre soñadora y ardiente, los labios perversamente sensuales, todo ello enmarcado en medio de un dibujo facial nada perfecto. Más allá de todo esto había un imponderable, un toque mágico podríamos decir: porque la Callas tenía “duende” —en el sentido que le da a esta palabra García Lorca— y “encantaba” cada vez que subía a los escenarios. Algo más que talento La joven Kalogeropoulos comenzó su carrera artística el 4 de julio de 1941 cuando se presentó en el teatro de la Opera Nacional de Atenas interpretando Tosca de Puccini. Llegó a hacerlo gracias a la oportuna enfermedad de la primera voz, Madame Fleury. Fue así que comenzaron las codiciadas oportunidades para esa hija de inmigrantes griegos nacida en Nueva York. Su carrera se proyectará a los Estados Unidos, y derivará pronto a los teatros europeos. El 6 de agosto de 1947 va a encarnar a la Gioconda de Ponchielli, bajo la dirección del experiente Tullio Serafín. Será en la legendaria Arena de Verona, y a pesar del éxito al público melómano le va a costar todavía un poco acostumbrarse a esa voz potente, extraña y perturbadora, imperfecta y a veces estridente, demasiado dramática para el gusto de entonces. Porque María Callas en el canto, como Beethoven en la música y Goya en la pintura, es ejemplo vivo de una rara ecuación: la unión del temperamento torrencial y del talento superlativo, en una alquimia misteriosa que ha sido siempre característica del genio. Poco tiempo después —el 30 de diciembre del 47— va a interpretar a la protagonista de Tristán e Isolda de Richard Wagner. Fue una proeza, pues se aprendió el papel en dos días, y triunfó bajo la batuta de Nino Cattozo nada menos que en el escenario del teatro La Fenice, en Venecia. De ahí en más, con el apoyo fervoroso de su amante y luego marido, el millonario y melómano Battista Meneghini, su carrera seguirá una curva ascendente. En Florencia la va a dirigir Tullio Serafín en tres óperas de Bellini: Norma, I Puritani y La Sonnámbula. Y volverá a Venecia como la Brunilda de Las Walkirias, también dirigida por Serafín. En el año 1949 se hace conocer en el Teatro Colón de Buenos Aires, donde interpreta Turandot y Norma, y además Aída de Giuseppe Verdi. Poco tiempo después, una vez más la enfermedad de una cantante titular la favorece; la gripe de Renata Tebaldi le abrirá a Callas las codiciadas puertas de la Scala de Milán, meta de todo cantante lírico con ambiciones. En adelante, su presencia y su voz resultarán familiares en los mayores coliseos del género. Cantará bajo la dirección de un artista exigente y refinado como Luchino Visconti, en la casi olvidada ópera de Rossini Il turco in Italia, y más tarde en La Traviata de Verdi y La Vestale de Spontini. Y un talento en ascenso como Leonard Bernstein la conducirá nada menos que en Medea de Cherubini. Lento camino del ocaso Será a finales de los años cincuenta, cuando su carrera de veinte años acumulaba ya —en cantidad prodigiosa— actuaciones y éxitos, coincidiendo en el tiempo con los inicios de su amistad con Onassis y el comienzo de su etapa de permanente exposición mediática, cuando su voz comienza a resentirse seriamente. Fue algo paradojal: al tiempo que el gran público se va enterando de su existencia, y su imagen en fotos y en la pantalla llega a todos los confines junto a las multiplicadas grabaciones discográficas, María Callas empieza poco a poco a ser marginada de los escenarios operísticos debido a sus desplantes de diva y a sus problemas vocales. Su carrera va a tener sin embargo un postrer momento de resurgimiento avanzados los años sesenta, con el apoyo financiero del armador griego. Mientras que su presencia en cualquier sitio iba a ser registrada obsesivamente por los paparazzi, y un público cada vez más variopinto la adora sin condiciones, los conocedores y los críticos cuestionarán cada vez más sus notas erradas y otras desprolijidades. En 1968, ya en el camino del ocaso, actuará en el filme Medea de Pier Paolo Pasolini, donde cumple una actuación destacada. Los años setenta le proporcionan —apenas— la posibilidad de dictar en Nueva York una serie de master classes que causaron furor entre los aspirantes al canto lírico. Por otra parte la tentó la tarea directriz, en la que no tuvo buenos resultados. El pálido final La última década de su vida residirá en Paris, ciudad que le permite cierta privacidad y a la vez una cuota leve de exposición discreta, al tiempo que la ayuda a sobrellevar sus cada vez más obsesivos fantasmas. Allí es que la sorprenderá la muerte el 16 de setiembre de 1977, a los 53 años, siendo ya en todo sentido una sombra de si misma. Quedaron sus grabaciones, registradas cuando su voz todavía no había perdido esa inusual intensidad y hondura que fue su toque de distinción. A través de ellas perdura el arte inigualable, creado a fuerza de pasión y de trabajo por aquella muchacha griega que aspiraba a ser cantante y se transformó por fin en ese “animal sagrado” que fuera venerado —bajo dos “especies” contradictorias: la intérprete de ópera para los menos, el personaje mediático para los más— con el nombre de María Callas. |
Alejandro Michelena
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