Libro "La rueda de la vida", primero de cuentos de Alejandro Michelena,

en el inicio de una nueva

Editorial: DELFOS

Libro La rueda de la vida, primero de cuentos de Alejandro Michelena, es a su vez, el primer título de la novel Editorial DELFOS. Su autor -conocido como poeta, cronista y ensayista- en cuanto narrador publicó tres novelas y algunos cuentos en revistas literarias y antologías.

 

Desde hace años venía trabajando sus relatos con el objetivo de reunirlos en un volumen. Y este libro es el resultado de esa labor secreta: una selección, rigurosa y decantada, de lo mejor de varias décadas de cultivo constante del género.

"La rueda de la vida" se puede encontrar en librerías montevideanas, como por ejemplo Linardi y Risso, en la Ciudad Vieja, o Minerva y Montevideo en la calle Tristán Narvaja.
Por compra directa -a precio promocional- comunicarse con el autor por el mail: alemichelena@gmail.com

Abuela, la cruz y tilde

cuento del libro "La rueda de la vida"

 

 

“Cuando la muerte empieza

no cabes en la tierra.”

     Fernando Pereda

   Corazón del poema 

                                                                                                                                                                                                                                                                                    

Nunca olvidaré aquel patio, solo, donde se reflejaban los corredores a través de los vidrios.

El timbre signó el minuto final de la clase, y de las puertas brotaron figuras uniformadas, y por último los docentes, un viejo de mirada ansiosa y una señorita cuarentona. Nosotros estábamos en la desolación, a la intemperie, del otro lado del patio, y sabíamos que abrazados y tratando de captar alguno de los ojos conocidos nos volvíamos metáfora  para la envidia o el deseo de otros.

Aquellos ojos de Tilde —no recuerdo su color— lloviznaban al ser penetrados. Nunca llegamos al momento en que ya no era posible engañar el imperativo de juntar nuestras bocas. Y todo fue, apenas, dedos entrelazados y baldosas pisadas fantaseando las calles, y algún banco de parque con palabras todavía adolescentes. Quedaron reliquias: dos o tres poemas, corazones dibujados en cuadernos de apuntes, pétalos de flores marchitos.

No sé por qué los viajes me vuelven melancólico. El tren se balancea. ¡Cómo llueve! Posiblemente lleguemos dentro de una hora. Me convendría leer mientras tanto. Una señora toma mate con bizcochos y me ignora. Vivirá en una pequeña chacra, y seguro que al llegar va a preparar tortas fritas para toda la familia.

Abuela debe estar esperándome. ¿Le habrá llegado mi carta? 

Tilde era la pollera que deja ver las rodillas como por descuido. La blusa siempre desprendida y en uno de mis bolsillos la corbata de lana. El pelo sin alboroto, desprolijo y quieto, con un mechón cayéndole. El rostro pálido, la boca destacándose, los ojos de tristeza, los senos pequeños y escondidos. Se deslizaba y reía, lenta y cruel.

Pesa esta valija. Tía debe haber preparado chocolate. En el comedor me tranquilizará oír el sonar del reloj. Hay un mantel con bailarinas y una Ultima Cena en relieve colgada de la pared. El aparador es un misterio, con sus molduras. En la segunda puerta el pan, en aquella la sal y las especias, aquí las galletitas, más allá los licores. Y las sillas negras atrapan en su seno monástico. Y la radio de madera que mira silenciosa. Únicamente se escucha muy de mañana, cuando abuela la enciende para enterarse de quién cumplió años, de aquel que está enfermo, del otro que entierran.

Compartíamos el mismo libro de inglés. Y así empezamos, comentando los usos del verbo  To Do, hasta que todo quedó encadenado al limbo de lo imposible.

Es curioso como su voz algo ronca, su paso diminuto, retornan, a pesar del largo abismo de los años.

¡Abuela! Pobre abuela... La tía me besa, llorando, desconsolada...

Requiescat in pace... Que descanse en paz... Y cerraron el panteón. Dos hombres de mirada indiferente, quemados por el sol. Músculos que empujaron a la abuela más allá de la gramilla, a la humedad con los parientes. Y la tía, aferrándose a mi brazo como a un poste, con el tul negro y los suspiros. Y una legión vetusta que nos sigue, murmura avemarías, cuchichea.

La perdí con el fin de los cursos. Enfermó. Le presté algunos libros que nunca utilizó. Nuestras charlas se habían limitado desde un poco antes a la dificultad de los exámenes. En el último encuentro caminamos, dejándonos llevar por calles que rodeaban al liceo. Comenzábamos siempre por distinto lugar, queriendo apresar la aventura de lo imprevisible; pero esa vez íbamos seguros, sin entregarnos a la brisa. Luego ella dijo palabras —“Ayer me arreglé con Guillermo”—preludio de cercana despedida, decidiendo en el correr de las frases volver a cierta normalidad e imponiéndomela —“Ya vendrá la chica para vos”—.

El patio está silencioso y el sol apenas logra iluminar el mediodía. Ancianas de negro se pasean, me miran, se sientan, pisan la madera crujiente de los cuartos. Tía, auxiliada por alguien, parece querer comerse un pañuelo de encaje empapado en lavanda y expande su enorme figura por todo el sofá.

Estoy cómodo. Nunca había podido dirigir los ojos por las paredes con tanta libertad. Allí hay una bahía con un crepúsculo en tonos de verde. Se complementa con esa grotesca gaviota de porcelana volando, en apariencia hacia la imagen de San Pancracio que mira a lo lejos desde su atalaya de la repisa. La comparsa de figuras menores la integran floreros de estilo indefinido, un jarrón chino, ceniceros de porcelana de los años veinte.

Tengo sed. ¿Habrá jugo de manzana? Abuela lo preparaba como nadie, y siempre lo acompañaba con una copita de jerez. De chico me sentaba en un rincón, junto al aparador, y esperaba paciente a que abuela apareciera y se sentara a mi lado, dejando descansar la bandeja y las copas.

¿Qué habrá sido de Tilde? ¿Dónde la arrojaría el turbión inclemente? Veinte años... Aunque no sean nada, pesan.

Parto al atardecer, en el último tren. La tía ya está algo más tranquila. Una melosa corte de los milagros la rodea —pálidas beatas, torpes primas lejanas venidas del campo, dos torvas monjas vicentinas y un complaciente fraile capuchino—, y ella se siente en esa compañía como una abeja reina.

Mañana será otra vez el almuerzo apresurado. El ómnibus atestado y el empleo con los gestos de siempre. E infaltablemente sobrevendrá el crepúsculo, y tomaré un cortado en el lugar de siempre mirando pasar la gente. Y por fin el retorno al gris, húmedo apartamento, donde sólo me hace compañía el titilar de la pantalla con sus fantasmas de voces metálicas.

Y nada más. La noche atestiguando con sus luces. La cruz en la cabecera y el cuadro de la abuela. Sobre la cómoda la amarillenta y arrugada foto de Tilde mirando intensamente la oscuridad.

El libro La rueda de la vida, primero de cuentos de Alejandro Michelena, en mano de su autor.

Contratapa del libro La rueda de la vida primero de cuentos de Alejandro Michelena

 

Alejandro Michelena

alemichelena@gmail.com

 

Ver, además:

                       Alejandro Michelena en Letras Uruguay
 

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