Un demiurgo llamado Leopoldo Marechal |
El
acontecimiento literario de Buenos Aires, en el año 1965, fue la aparición
en librerías de El banquete de
Severo Arcángelo, novela publicada por Editorial Sudamericana. Muchos
lectores atentos se sorprendieron, porque pensaban que su autor había
fallecido hacía mucho. Y para los más jóvenes fue el descubrimiento de
un narrador sobre el cual casi no tenían referencias. De esa forma
reaparecía un olvidado por el medio cultural; casi un fantasma para la
mayoría de los lectores. Por
una larga década, y hasta cinco años antes de su muerte, el gran
escritor Leopoldo Marechal fue un exilado en su propio país. En ese
momento histórico de la Argentina —después de la llamada Revolución
Libertadora que derrocó a Juan Domingo Perón— no fue el único en
sufrir tal modalidad de ostracismo. Pero su caso fue uno de los más
resonantes, habida cuenta su estatura intelectual y creativa. El
aislamiento de Marechal se extendió de 1955 a 1965. Primero se vio
obligado a renunciar a su condición de docente, tarea que había desempeñado
desde los tiempos de joven maestro, y en la que había ascendido a los
cargos más altos por sus propios méritos. Y durante esos diez años, los
sectores predominantes en materia literaria que eran radicalmente
antiperonistas, lo radiaron y pretendieron borrar hasta su recuerdo. El
propio escritor asumió, con su proverbial sentido del humor, lo que llamó
su condición de “robinson”. Vivió esos años refugiado con su
segunda esposa Elbia Rosbaco en su apartamento del porteño barrio del
Once, sobre avenida Rivadavia, rodeado de libros y recuerdos, escribiendo
y leyendo sin apremios. Allí lo visitaba un puñado de fieles y
constantes amigos. Pero no había periodistas que quisieran entrevistarlo,
ni lo buscaban editores en procura de sus textos inéditos. Los críticos
no lo tenían en cuenta y tampoco había mayor interés en reeditar su
vasta obra publicada. Un
Adán porteño En
el año 1948 llega a las librerías Adán
Buenosayres, la primera y extensa novela de Leopoldo Marechal. A esa
altura éste era un poeta reconocido y valorado, con libros como Días
como flechas (1926), Odas para
el hombre y la mujer (Gleizer Editor, 1929), Cinco poemas australes (Convivio, 1938), Sonetos a Sophia (Sol y Luna, 1940), entre los más valorados. Su
irrupción como narrador causó desconcierto entre críticos y lectores que —en aquellos momentos y también
hoy— no ven con buenos ojos que un autor reconocido en un género
determinado aparezca incursionando en otro. Esto
colaboró al espeso silencio en torno al libro, que se hizo más enfático
a causa de la condición de figura destacada del peronismo cultural de su
autor. La intelligentzia argentina de aquel momento era contraria al gobierno
de Perón, a quien consideraban demagogo y populista, y comenzó a hacerle
el vacío —en páginas de prestigio como las de los diarios La Prensa y La
Nación, y en la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo— a los pocos escritores e
intelectuales que habían adherido al Justicialismo. Uno
de los contadas notas críticas que mereció la obra, fue firmada por
Julio Cortázar, en ese tiempo casi un desconocido, con el título
“Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres”, y apareció en la revista Realidad
Nº 14 (en la entrega
correspondiente a marzo-abril de 1949). Lejos del elogio, y señalando
cuestionamientos significativos al texto, no dejó de ser un llamado de
atención entusiasta acerca de una novela que al futuro autor de Rayuela le pareció un mojón en la narrativa argentina del Siglo
XX. “La
aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las
letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención
y expectativa”
.
Así comenzaba su comentario Cortázar, reflexionando más adelante de
esta forma: “Una gran angustia
signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es proyección
del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos.
Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia
y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la
perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo... ... Su angustia, que
nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los planos
mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre todo al porteño
azotado de vientos inconciliables”. Para
el gran “cronopio”, la novela de Marechal es una autobiografía
velada, y una evocación personal de la peripecia estética de la generación
martinfierrista, que tanta incidencia había tenido en la renovación poética
y estética ocurrida
décadas antes en la Argentina. Ese
ajuste de cuentas, comprensivo e irónico, conforma una dimensión
significativa del libro. Pero hay mucho más:
en ese largo
y
ambicioso relato,
que narra
casi al detalle
los tres
últimos
días cargados
de
múltiples experiencias —externas,
pero sobre todo internas—,
de Adán Buenosayres, un joven aspirante
a escritor
(alter
ego
marechalesco),
se evoca también una experiencia religiosa e iniciática. Son
tres niveles que corren paralelos en el texto, y que gracias a la
capacidad creativa de Marechal coexisten sin perturbar la lectura: la
Buenos Aires de los años veinte, pujante y moderna, y en particular el
popular y laborioso barrio de Villa Crespo con sus inmigrantes judíos y
sirios conviviendo en armonía con italianos y criollos; por otro lado, la
batalla estética, ética y antropológica, de un grupo de jóvenes
inquietos galvanizados por los aires de vanguardia, preocupados por la
identidad del argentino; por fin: el discurrir interior de Adán
Buenosayres en su despertar —a través de la inspiración, y gracias a
momentos de inesperado misticismo— a realidades espirituales
trascendentes. Estas
tres vertientes de la novela sintetizan también las inquietudes
fundamentales de su autor. Marechal en cuanto poeta había sido un activo
participante de los grupos y de las revistas que renovaron la literatura
de su país. Pero también, en su faz de cronista se interesó después en
la vida de Villa Crespo, donde residió de joven, y siempre le preocupó
la identidad de una ciudad como Buenos Aires, poblada en su tiempo por un
alto porcentaje de inmigrantes de primera generación. No menos
importante: la búsqueda de la vivencia religiosa fue un elemento
constante en su vida —pasando del Catolicismo a los grupos evangélicos—
junto a un sostenido interés intelectual por los acercamientos
heterodoxos, de tipo esotérico, para comprender el enigma de la
experiencia espiritual. Alguna
crítica ha interpretado que las tres novelas de Leopoldo Marechal son en
cierto modo una “divina comedia” moderna. Adán
Buenosayres equivaldría al pasaje infernal (al igual que Dante
personaje, el héroe marechaliano vive un proceso iniciático). El
banquete de Severo Arcángelo es una metáfora de la espera o
preparación para la etapa paradisíaca, a partir de un entrenamiento
específico y la purificación, rasgos que lo asemejan al Purgatorio. Megafón
o la guerra, si bien no de manera tan clara, a partir de personajes
cercanos a un estado de inocencia evoca el Paraíso. Se comparta o no esta
tesis, lo cierto es que este escritor se propuso un proyecto narrativo
sustentado en una visión filosófica, que fue evolucionando y transformándose
al compás de sus propios cambios vivenciales y espirituales. La
purificación alquímica Es
interesante reparar en el proceso conceptual y literario
—correspondiente con el camino vivencial del autor— que va de El
banquete de Severo Arcángelo a Megafón
o la guerra. En
el primer libro, la crisis existencial que sufre Lisandro Farías, que lo
lleva al borde del suicidio, le abre paradójicamente las puertas de un
camino —indudablemente iniciático— de regeneración. El mismo
tiene lugar en la mansión de Severo Arcángelo (nombre de claro
simbolismo), antiguo empresario metalúrgico y presunto alquimista,
devenido en guía espiritual de un extraño y poco definido camino
espiritual que pasa por la realización del banquete del título. No
faltan los tentadores en la senda que inicia Farías; en su caso son dos
clowns algo decadentes que ostentan los sugestivos nombres de Gog y Magog. La
aspiración del heterogéneo grupo de buscadores que fueron convocados en
la quinta de Arcángelo, tiene su elevada meta en la Cuesta del Agua (ámbito
ubicado en la dimensión de lo mítico más que en cualquier realidad). En
el caso de Farías, a medida que se esfuerza y profundiza en el propósito
que lo llevó al lugar, pareciera que más lo acechara la duda y el
desaliento. Son
treinta y tres los futuros comensales del banquete. Número rico en
alusiones si los hay: desde la edad de Jesucristo, pasando por los círculos
dantescos, hasta llegar al más exaltado de los grados masónicos. Al
igual que aquellos “invitados a la boda” de la parábola bíblica,
fueron convocados casi azarosamente en el mundo, y no por su calidad
humana aparente. Aunque, vale reiterarlo, algún tipo de honda crisis
antecedió a esa convocatoria en cada caso. Un
bien regulado suspenso compensa la falta de acción de la novela. Es ese
recurso el que atrapa al lector y le ayuda a sortear las alusiones
demasiado oscuras que pueblan los diálogos de los personajes. Pero la
culminación de los hechos, el banquete tan esperado, queda bosquejado
como al sesgo, sin entrar en detalles, permaneciendo en el misterio lo que
realmente allí sucedió. Lisandro Farías, que no pudo dejar de lado en
todo el tiempo de preparación su sentido crítico de las cosas, deserta
del proceso que supuestamente ya lo estaba conduciendo a ese nuevo
“estado” psicológico-espiritual (ese “salirse del tiempo” que
tanto ha estudiado Mircea Eliade), para volver al mundo vulgar y culminar
sus días sin pena ni gloria agonizando en un hospital. La
más estricta ortodoxia evangélica se da la mano en El
banquete... con la sabiduría iniciática. A diferencia de Adán
Buenosayres, que es un incansable peregrinante en pos de esa evasiva
iluminación espiritual (que nunca le llega en forma absoluta y pura), Farías
experimenta y vislumbra, toma conciencia, gracias a un proceso específico
que no buscó de manera deliberada. Marechal
y el lenguaje Además
de la evidente ambición experimental en su estructura —no en vano fue
comparada con el Ulises de
James Joyce—, Adán Buenosayres
trajo la novedad, en la narrativa argentina de los años cuarenta, de la
franqueza y naturalidad en el lenguaje. Sus personajes hablan, ni más ni
menos, como lo hacían los porteños de ese momento, sin temerle a ciertos
giros populares que podían ser considerados muy audaces para incluir en
una novela (efectivamente, el libro fue acusado de “procacidad” por la
crítica conservadora o elitista). “No
conocemos obra argentina de léxico más crudo” , afirmó el crítico
Carmelo Bonet. Por el contrario, el escritor David Viñas, con otra visión,
entiende que “para Marechal, Buenos Aires es el lugar donde la grosería idiomática
intenta adquirir categoría de lenguaje de las cosas innegables y donde
los matices del idioma más refinado resultan toscos para valorar ciertos
matices de lo imponderable”. Para los lectores que nos iniciamos en esta obra totalizadora muchas décadas más tarde, queda claro que la misma abrió caminos nuevos y más vitales para la narrativa del continente, en lo estructural, lo lingüístico, y también en lo conceptual. Leopoldo Marechal ofició en Adán Buenosayres como un Demiurgo, un dios imperfecto que va creciendo y perfeccionándose con sus criaturas. Tal vez por eso sus textos narrativos tienen, en el fondo, algo inconcluso, que sin embargo no les impide ser —Adán... sin duda, pero también El banquete... — dos novelas fundamentales, por su ambición y vuelo, de la literatura rioplatense. |
Alejandro
Michelena
Ensayo aparecido en el suplemento La Jornada Semanal, de México
Editado por el editor de Letras Uruguay
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