El autor, por edad y formación, es ubicable en este conjunto de
narradores que emergió en los años sesenta, y en los que la preocupación
por la ciudad, o más claramente, el descubrimiento de su viabilidad
literaria, se transformó en algo fundamental. También comparte con
ellos, esa debilidad por los personajes densamente intelectuales, muy
nouvelle vague (no era capricho de los críticos hacer hincapié, como
ocurrió en su momento, en las influencias del cine sobre estos
escritores).
Pero hay un elemento esencial que, en esta novela, diferencia con
claridad a Galmés de su promoción: la clave poética, el lente —si se
permite alargar la referencia fílmica— entre nostálgico de un pasado
preciso y atemporal, que es el mayor hallazgo de la obra, su
originalidad. Necrocosmos, su primer opus, se encuadraba
con más claridad en la perspectiva más realista que privó en esa
generación.
Pensamos que en Las calandrias griegas el autor encontró
su tono creativo. Por esa razón los personajes son más vivos,
artísticamente, que los de Necrocosmos, donde trababan
demasiados esquemas, desde cierta deformación profesional que ocasionaba
caídas en el excesivo intelectualismo —Galmés es profesor de literatura—
hasta los nubarrones sociológicos que amenazaban a cada paso endurecer
con una tormenta de condicionamientos la dinámica interna de la novela.
Ahora, todo está más decantado; las referencias culturales enriquecen el
texto, y el contexto espacio-temporal (ese basamento unido a determinada
situación de realidad histórica) se da naturalmente, se encarna en la
estructura profunda del relato, y por supuesto se proyecta más rotunda y
creíble.
