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La Teja: larga vocación laboriosa |
Ya
en la segunda década del siglo XVIII, se conocía al arroyo Pantanoso
como “río Salado” o “río de Montevideo”. Unos años más tarde
–por 1771– se lo denominaba “río del cerro”. Si bien la actual
nomenclatura de este curso de agua proviene de fines de ese siglo, todavía
en 1809 se lo llama en algunos casos como “río de Cuello”. En
el segundo reparto de tierras efectuado por Pedro Millán, en el año
1730, en beneficio de los primeros pobladores de Montevideo, se le otorgan
tierras –chacras al sur de la actual Simón Martínez– a Marcos
Velazco y José Rodríguez, y un territorio sobrante a Manuel Bello. En
1750 todas estas propiedades fueron adquiridas por la Compañía de Jesús,
integrando lo que desde entonces pasó a conocerse como Chacra de Jesús
María. Cuando la orden de los Jesuitas fue expulsada por decreto real de
todos los dominios hispánicos, el comprador de toda esa tierra en remate
fue Marcos Pérez. Entre
1802 y 1821 la propiedad pasa a Miguel Pelagay, a quien heredó su esposa
Petrona Lenguas. Y en 1823 estarán en manos de Andrés Cavaillon. Samuel
Lafone le compra a éste último el llamado “rincón de la Teja” (189
cuadras cuadradas), y en 1833 instala allí su saladero. A partir de ese
momento comienza la vocación industrial de la zona, la que se irá
afirmando y sosteniendo con los años. En el saladero de Lafone se
llegaron a sacrificar 1200 reses diarias, y 111 mil por zafra; lo que da
la dimensión de la envergadura de la empresa para aquellos tiempos. Las
viviendas de los obreros del saladero tenían techos de tejas, que eran
visibles desde muy lejos. Para muchos estudiosos el origen del nombre del
barrio viene de esa circunstancia. Pero existe otra versión: de acuerdo a
ésta, los techos de tejas serían anteriores y pertenecerían a unos
barracones instalados bien junto a la bahía, a donde se ubicaban los
negros esclavos recién llegados del África. Cualquiera fuera el caso, es
cierto que los techos de tejas –cuando la zona era todavía rural y el
entorno también– se debían destacar desde la bahía y desde la
cuchilla. En
1914 el Estado uruguayo comprará el varadero de Lafone, y en 1934 se
instalará en el lugar la Refinería de Ancap. De
Pueblo Victoria a La Teja En
1842 se autoriza la fundación del Pueblo Victoria. Era el homenaje de un
próspero súbdito británico con industria pujante en esta tierra
americana a su reina, Victoria Eugenia, soberana de un inmenso imperio
extendido por toda la tierra y emperatriz de la India. Pueblo
Victoria será, por muchos años, con su calle principal y pocas casas, la
única urbanización del área. En
1868 Samuel Lafone dona terrenos para la construcción de un camposanto
para el pueblo (el actual Cementerio de La Teja). En 1877 se abre la
primera escuela. En 1900 las calles del pueblo eran todavía todas de
tierra –salvo la principal, la actual Carlos María Ramírez, por donde
transitaba el tranvía de caballos– siendo apenas un conjunto modesto de
casas. La plaza Lafone se inauguró en el año 1919. Poco
a poco, paralelamente al desarrollo de este pueblo, ubicado desde la mitad
del siglo XIX casi en medio del camino entre Paso del Molino y Villa Cosmópolis,
irá creciendo un caserío cercano. Recordemos que Pueblo Victoria estaba
lejos del agua, sobre la cuchilla, mientras que el germen de La Teja
propiamente dicha se desarrolla junto a la bahía, primero en torno al
saladero de Lafone, después albergando a los trabajadores de las
curtiembres que allí se instalaron, y más adelante como lugar de
vivienda de los obreros de las canteras de piedra que comenzaron a
explotarse con el objeto de suministrar piedra para la construcción del
nuevo puerto en Montevideo. En esta última actividad llegaron a haber
entre 6 y 7 mil obreros, apoyados por 6 máquinas de ferrocarril y 100
vagones para el traslado del material. Para
trabajar en las canteras llegaron nuevos inmigrantes, yugoeslavos en este
caso, que se agregaron a los pobladores de origen italiano y español. Y
para atender a tanta población nueva se establecieron fondas y cantinas,
con nombres como Iribarne, Del Relámpago, De la Cantera del Puerto,
Amanecer, De la Piedra, Encanto. La
otra actividad industrial que terminó de perfilar el barrio de La Teja
fue el embarcadero y lastradero de don Antonio Lussich. Allí se embarcaba
directamente ganado con destino a Europa, y la actividad naturalmente
convocó a muchos operarios que engrosaron la población del novel pueblo
industrial. De
la Cachimba del Piojo al Puente Giratorio Desde
1860 la legendaria Cachimba del Piojo ofició como la fuente de agua para
toda la zona. Hasta ella llegaban los aguateros en procura del líquido
elemento para llevar luego a Pueblo Victoria y el incipiente poblado
industrial junto a la bahía. También la frecuentaban las lavanderas, llevando sus enormes
atados de ropa en equilibrio en las cabezas. La Cachimba está todavía en
Heredia entre Inclusa y Molina. Constituye, sin duda uno de los mojones
emblemáticos del laborioso barrio. En
el año 1913 había en La Teja 12 hornos de ladrillos, una fábrica de
almidón, dos tambos y una carpintería. Y ya se confundían el añejo
Pueblo Victoria con el caserío obrero. En 1917 se inaugura el puente
giratorio sobre el arroyo Pantanoso. Fue un adelanto tecnológico
imprescindible para permitir –alternativamente– el pasaje de las
barcazas que subían o bajaban por el curso de agua de y hacia el ya
existente frigorífico, y el de los tranvías eléctricos que llegaban
hasta el Cerro. Cuenta
Ignacio “Nacho” Píriz, activo y memorioso vecino tejano, que en su
juventud tuvo alguna vez que ayudar con otros a mover “a mano” el
mecanismo del puente, mientras el tranvía y las barcazas aguardaban
pacientemente su turno. Límites
y perfiles definidos Una
característica de La Teja es la de tener límites claros. Por el lado del
oeste el arroyo Pantanoso, que es su frontera con el
Cerro. Por el norte la cañada de Jesús María. Por el nordeste
Belvedere, y por el sureste el arroyo Miguelete. Esto explica en parte el
fuerte sentido de pertenencia de sus habitantes. El
otro elemento fundamental para otorgarle su definida personalidad es la
condición predominantemente proletaria en el origen de su población. Una
barriada industrial casi desde el inicio marcaría un estilo en su gente. Primeros
pobladores. El cine y el teatro Los
primeros pobladores de la zona fueron vascos franceses e italianos. Eso
explica las varias canchas de “pelota vasca” que se instalaron allí.
Las hubo en Humboldt y Montero Vidaurreta, y en Leonardo Olivera y Carlos
María Ramírez. Otras
recreaciones de las primeras oleadas de habitantes de la futura Teja
fueron las carreras de caballos y los billares. En
1929, Curotto –el padre de esa figura clave del teatro nacional que fue
Ángel Curotto– abre, en sociedad con el legendario empresario teatral
Carlos Brussa, el cine-teatro del barrio. Estaba ubicado en Carlos María
Ramírez y Ascasubi. Actuaba regularmente la Compañía de Carlos Brussa,
y también figuras como Héctor
Cuore y Juan Severino. Cantaron en ese escenario figuras exitosas del
tango como Agustín Magaldi, Rosita Quiroga, Mercedes Simone y Charlo. En
su faz cinematográfica, la sala de Curotto fue vehículo para que los
muchachos del barrio se entusiasmaran con las aventuras protagonizadas por
Douglas Fairbanks Jr. y Erroll Fynn, mientras las chicas admiraban la
audacia de Merle Oberon en Cumbres borrascosas, o
lagrimeaban con la despedida de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca.
En esa mágica pantalla entonó sus rancheras inolvidables el “charro
cantor” Jorge Negrete, cantó como los dioses Carlos Gardel, bailaron
incansablemente Fred Astaire y Gene Kelly. En la magia de la sala oscura
Bette Davis y María Félix se transformaron en atractivos paradigmas de
la “mala mujer”, mientras Gary Cooper y Tyrone Power rompían
corazones, Peter Lorre le daba rostro a la villanía y Boris Karloff
caracterizaba una larga lista de monstruos del celuloide. Centros
sociales y recreativos Hacia
el año 1940 –según testimonio de Nacho Píriz– la vida social de La
Teja se desarrollaba en los clubes. Estos eran: el Venus, el Laureles, el
Vencedor, el Arbolito, y el club social y deportivo Progreso. Este último
vivía por entonces un muy buen momento, logrando destacarse futbolísticamente
en la división Intermedia. Cuando el Progreso jugaba como locatario en el
parque Campomar, el barrio entero se daba cita allí. Pero también salían
hasta veinte camiones cuando el cuadro jugaba en otras partes de la
ciudad. En
materia de iniciativas de tonalidad social y asistencial, en 1965 se
concreta la policlínica del Casmu en la zona, a iniciativa de un médico
y vecino, el Dr. Tabaré Vázquez. En
1968 se instala el Parque Tejano, en terreno cedido en comodato por Ancap;
lo concretó la Asociación Cristiana de Jóvenes y funcionó hasta hace
muy poco, constituyendo –junto a la plaza Lafone– uno de los pulmones
del barrio. En 1983 se plasma el comedor infantil del club Progreso, y en
el 84 la murga Diablos Verdes funda una nueva policlínica. El
Carnaval: una constante tejana Es
bien conocida la dinámica y vital relación entre la fiesta de Momo y La
Teja. Desde aquellos tablados a muy pocas cuadras unos de otros en los
lejanos cuarenta, montados gracias al entusiasmo de los vecinos y el
aporte del bolichero de la esquina, hasta las murgas, una verdadera
institución del barrio. De
La Soberana, la inolvidable, bajo la dirección de José “Pepe” Alanís
(el Pepe Veneno), a La Reina de la Teja –insustituible– bajo la batuta
del Pepe Morgade. La historia de la murga en el barrio es larga, rica, y
bien conocida. Pero las dos murgas nombradas se han
destacado especialmente –en períodos tan significativos como los
primeros setenta y la salida de la Dictadura, respectivamente– por el
sentido fuertemente crítico (en lo social y político) de sus letras, el
cuidado en lo musical y coreográfico, y la genuina la innovación en los
vestuarios Aquellos
boliches Los
hubo muchos y variados. Según manifestó hace un tiempo Pepe Morgade: “los
boliches del barrio no abulonan a los habitués. Se ve frecuentemente que
los parroquianos se cruzan de uno a otro, como si para conservar la
libertad de acción quisieran jugar con el pase en blanco”. El
Sudamericano, en Carlos María
Ramírez y Rivera Indarte, un reducto de gente proletaria. El Don
Martín, ubicado en la esquina de Agustín Muñoz. El dueño de éste,
Carlitos Kechichián, disponía cada mañana de un vaso de leche gratis
para sus primeros clientes. También
se recuerdan La Razón –en la
avenida y Yáñez Pinzón– muy relacionado con el club deportivo La
Comparsa. La Cotorra, humilde reducto de Humboldt y Laureles con
efluvios de grappas fuertes. El 126,
de Carlos María Ramírez y Camanbú, del gallego Pedro, donde se reunían
guardas y choferes porque ahí estaba el fin de la línea que le dio el
nombre. Se
evocan, además, el Café Otero
–en la avenida y Calera de las Huérfanas– donde recalaban los obreros
de la refinería de Ancap. El Nuevo
Bar, con su pizza y parrillada, en Carlos María Ramírez entre Elbio
Fernández y Concordia. La Perla, donde ahora está la sede de Progreso, un ambiente
“discepoliano”. Y el legendario Bar
de Pepín –de Carlos Tellier y Ruperto Pérez– punto de encuentro
de taitas y malevos, y de toda “la
pesada” de La Teja. La
mayoría de los boliches de La Teja fueron reductos “de
proletas, de obreros, de gente solidaria; eso los distingue de los de
otras partes”, comenta Ruben Sassano, militante social de viejas
lides y vecino de la zona de toda la vida. El
baile del aeroplano y algunas anécdotas Ignacio
Píriz, memoria viva de La Teja, recuerda lo que eran los Bailes del
Aeroplano. El local estaba ubicado en la intersección de las calles
Heredia y Ruperto Pérez Martínez, frente a la plaza Lafone. Parece que
allí se daban cita todos los “taitas” del barrio, como el zurdo Conti
y el Toto Fian. Dos por tres había peleas a golpes de puño, y a veces
hasta duelos criollos a punta de facón. Las
canteras de principios de siglo habían dejado su marca: lagunas muy
hondas, que luego fueron rellenadas, donde los muchachos de la zona se
zambullían en los veranos; la imprudencia hizo que muchos fueran los que
se ahogaron por darse un chapuzón. Ahora se alzan modernas viviendas
sobre lo que fueron aquellos traicioneros espejos de agua. Las
casas de aquel tiempo eran modestas, muchas con chapa y madera. Las calles
no estaban pavimentadas en su mayoría y la iluminación dejaba mucho que
desear. Enormes zanjones –secuela también de la extracción de piedra
en el 900– atravesaban la zona desde Ruperto Pérez Martínez hasta Martín
Berinduague. Una
larga experiencia pedagógica Setenta
y seis largos años tiene ya la relación entre el colegio La Divina
Providencia y La Teja. Ubicado desde su origen en una manzana sobre la
calle Dionisio Coronel, la institución salesiana –comprometida con el
barrio y su gente– fue centro pedagógico y también social. De
aquel humilde y precario edificio –cuyo plano sin embargo fuera
realizado nada menos que por los legendarios Bello & Reboratti, los
constructores más activos del viejo Pocitos– queda solamente la
pintoresca torre-mirador de estructura metálica. El nuevo colegio, mucho
más confortable, se inauguró el 24 de mayo de 1932 con la bendición de
Monseñor Aragone. A través de las décadas fueron muchísimos los
tejanos que allí recibieron su educación escolar; otros más los que
participaron solamente de las actividades religiosas,
sociales o deportivas a través del “oratorio”. El carisma de
la orden creada por Don Bosco armonizaba muy bien con los desafíos que
imponía un barrio como La Teja en la década de los veinte y treinta. En
los comienzos, los padres tuvieron sus problemas debido al fuerte perfil
de proletariado organizado de la barriada, lo que en aquellos tiempos era
sinónimo de anticlericalismo y ateísmo militante. |
Alejandro Michelena
Capítulo del libro "Antología de Montevideo" (Ed. Arca, 2005).
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