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La
Liguria: el café de La Unión que se transformó en confitería |
Sobre las ruinas de un viejo boliche de la añeja Unión, el italiano Rizardini fundará con su socio Güelfi el café La Liguria. Este fue en sus comienzos un típico reducto pueblerino, en el cual, como lo cuenta ilustrativamente don Luis Bonavita, irrumpía a diario el comandante del destacamento cercano –llamado Toledo– que entraba al recinto a caballo. Sin bajarse de su montura, empinaba junto al alto mostrador su "farol" de caña brasilera, rompiendo luego invariablemente el vaso (nunca abonó ni el contenido ni el continente, valiéndose de su condición de hombre fuerte cuartelero...) El salón del café era enorme. Iba de 8 de Octubre a la plaza. En las tardes de invierno dormía bajo alguna de las grandes mesas un carnero; el animal sesteaba apaciblemente, siendo la mesa disputada por los habitués. Ellos apreciaban esa alfombra viviente, que les abrigaba los pies mientras jugaban al truco. Antro de baraja y generala, de billar y alcoholes fuertes, conoció además la diaria partida de ajedrez del coronel Calo con Joanicó. Esta comenzaba siempre bajo el signo de los buenos modales y la cortesía, y acababa con el tablero por el suelo o hasta golpeando la cabeza de uno de los contrincantes. Esos violentos finales no impedían que ambos retornaran al día siguiente a retomar esa partida interminable que por cierto nunca tuvo final... Los mozos de aquel café La Liguria eran proverbiales. Estaba el cabezón González, poseedor de una memoria privilegiada; al parroquiano que faltaba tres días lo encaraba el cuarto, reclamándole un supuesto café adeudado (con la esperanza de ganarse unos pesos tomando de sorpresa al cliente). Ximeno era un mozo veterano que sabía como mantener a raya a la juventud algo pendenciera que usufructuaba los billares del fondo. Otro se llamaba Bernardo; si alguien intentaba pasarlo al momento de pagar –no existían por entonces los tickets de caja con el precio– rociaba al audaz con una interminable catarata de insultos. Camino a la confitería Dos primos, Filippini y Scaltritti, se hacen dueños del café cuando éste ya es una verdadera institución en La Unión. Desde el principio quisieron reformar el lugar; procuraban que dejara su halo de cafetín poco recomendable y se pareciera un poco más a los grandes cafés del centro. En principio no tuvieron éxito. Al intentar espantar esa parroquia de jugadores y bebedores de caña fuerte y ginebra, el negocio se les vino abajo, y no tuvieron más remedio que transar. De cualquier manera, ya por 1925 el café anexaría un elemento que entonces era de distinción: la peluquería. Además, compraron un camioncito para hacer el reparto de los productos de confitería que ya se elaboraban en la casa. Poco a poco La Liguria dejó de ser aquel antro tempestuoso de principios del siglo XX. Se fue transformando, para complacencia de don José Scaltritti, en un gran café que poco tenía ya que envidiarle a sus pares más prestigiosos. Pero la gran transformación de La Liguria sobrevendría por los años cuarenta. En los días finales como café, Scaltritti y el doctor Bonavita –uno de los decanos entre los habitués, y luego cronista del lugar y la zona– jugaron ritualmente la última partida en el único billar que iba quedando. Se iban para siempre los tiempos legendarios de truco, generala y casín; de gritos y estridencias entre vapores alcohólicos, con la eterna nube de humo causada por los fumadores de toscanos fiume o cigarros de hoja y tabaco Guerrillero. La solemne Liguria de la segunda mitad del pasado siglo Se demolió entonces el añejo local para construir el nuevo, que incluyó a sus fondos una completa planta elaboradora y en el piso superior un salón de fiestas. En la planta baja dos salones copetudos recibían una nueva parroquia donde no faltaban señoras y señoritas, pero también los veteranos de la vieja guardia que permanecieron fieles. Pese a los cambios, siguió adelante en La Liguria la costumbre de las tertulias en la tarde que venía de muchas décadas atrás. La mesa que presidía Bonavita continuó poblándose de reflexiones nostálgicas acerca de la villa ya transformada en barrio. Algunas tardes pudo verse aparecer por allí a la poetisa Concepción Silva Bélinzon, que vivía cerca, en la calle Lindoro Forteza. A veces la acompañaba su amigo el escritor Gastón Figueira. Avanzados los años setenta se instalaba en una de esas mesas al profesor Cecilio Peña, destituido entonces por la dictadura; en ese ambiente algo solemne daba lecciones informales pero magistrales para un puñado de oyentes admirados. En algún recodo de esos mismos años recalaban a veces en La Liguria el poeta Roberto Mascaró y otros jóvenes que comenzaban entonces a recorrer el camino de las letras. Los reunía allí la preparación de una revista que se llamaría Nexo, que tendría apenas dos números caracterizados por la no complacencia con el estado de cosas de la cultura en aquel momento. Por el año 1997 la tradicional confitería cerró sus puertas. Se había transformado en un elefante blanco en medio de una zona de la ciudad cuyo perfil comercial y social ya no era el mismo que en los años cincuenta. |
Alejandro
Michelena
Crónica
publicada en la revista Posdata (Nº 9, 4
de noviembre de 1994), y reproducida luego en el
periódico Periscopio (junio de 1997). Ha
sufrido leves modificaciones y ajustes.
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