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Inesperado fauno
Fauno de la entrada principal del Jardín de Luxemburgo en París - foto tomada por el autor del relato en el 2016. |
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Luego de una noche de calor agobiante, cargada de inercias y presagios, por fin amanecía. La luz penetraba oblicua por las celosías entreabiertas. Los sonidos de la ciudad diurna crecían en espirales cada vez más intensas. Se despertó con el pecho agitado por las hilachas de una vaga pero inquietante pesadilla. Se encontraba desnuda en medio de un páramo; la luz era de un color rojizo, exasperante; estaba sola en medio de ese paisaje árido. De pronto, comenzó a insinuarse a lo lejos una figura. Tal presencia la angustió –deseaba con fuerza continuar sola- cuando pudo reconocerlo... Era el padre Inmediato, lejano confesor de su tía cuando ella era apenas una niña. Sintió profunda vergüenza por su desnudez. Y le ofendió esa mirada, mezcla de censura y deseo soterrado.
Se levantó despacio, buscando con cada gesto espantar los fantasmas
nocturnos. Abrió la ventana y respiró la brisa de la mañana que llegaba
desde la rambla. Se quitó el liviano camisón y caminó hacia el baño.
Abrió las grandes canillas de bronce y llenó la antigua bañera con agua
tibia. Le agregó sales aromáticas y un compuesto de hierbas para
limpieza energética. El agudo sonido telefónico la despabiló. Y ante la insistencia no tuvo más remedio que salir del baño apenas envuelta en una toalla, y atender. --¿Quién habla? --¿La doctora Iris Maldonado? --Sí. Soy yo... --Mi nombre es Méndez, para servirla... Tengo cierta información que mucho le va a interesar... Estuvo a punto de cortar. Le resultó extraña, y hasta sospechosa esa llamada. Pero pudo más su curiosidad, y entonces le pidió al desconocido detalles.
--Sólo le puedo adelantar que tiene que ver con la desaparición de su
marido... ¿Puedo dar crédito a esta supuesta información –se dijo- luego de dos años de cerrado enigma en torno al pobre Andrés? Éste, literalmente se había esfumado en medio de una incursión de campamento en la Sierra de las Ánimas. Los cuatro amigos que lo acompañaban lo buscaron por dos días, y después recorrió la zona la policía y los baquianos llegaron en la instancia hasta los sitios más inaccesibles. El resultado: ni cadáver, ni indicios. El caso fue cerrado y persistió el enigma. Después de un largo duelo sin asideros, más angustioso por eso mismo, poco a poco fue acostumbrándose a la nueva vida. Y Andrés pasó a ser pura ausencia, además de una foto cristalizada en el tiempo. Pero ahora, de pronto, y de la manera más inesperada, una voz misteriosa en el teléfono que le ofrece –que le insinúa más bien- noticias inesperadas sobre lo realmente acontecido con su marido.
Tenía todo el día para reflexionar. Recién al caer la noche se
encontraría con quien se presentó como “el macho Méndez”. Quedaron en
verse en un viejo bar de la Ciudad Vieja. Lo citó allí porque era un
lugar que conocía bien, y donde nunca faltaban parroquianos. Fue luego de rodear el tema como quien pretende acorralar a un animal, que el hombre se dignó entrar de lleno en el motivo que los había reunido. --Su marido ya no pertenece a este mundo... --¿Qué pretende decirme? ¡Si sabe que está muerto y dónde está su cuerpo, dígamelo claramente! --Él vive, pero ya no es de este mundo... --Francamente... no logro entenderlo –murmuró, casi desalentada. Luego vino el extraño relato acerca del grupo de mujeres desnudas que apareció cuando los excursionistas se bañaban en la laguna de aguas azules. Y la complacencia de los cinco hombres ante la cordialidad de esas cinco mujeres surgidas como de la nada... Los llevaron a un claro en el bosque, les ofrecieron de comer y beber. Y luego cada una se retiró con uno de ellos buscando la intimidad.
Al parecer un elemento narcotizante en la bebida junto a la intensidad
del momento erótico vivido, los durmió profundamente. Al menos a cuatro
de ellos, porque Andrés –“su señor marido”, en palabras del macho
Méndez- desapareció lo mismo que el quinteto de bellas. --Todo esto me suena a patraña... Yo hablé con los amigos de mi marido y ninguno mencionó nada sobre supuestas orgías bucólicas. Ellos recalcaron ante la policía que Andrés se perdió...
--Lo que nadie sabe, señora, es que yo estaba ahí, escondido entre los
matorrales. Había salido de caza como tantas veces, internándome entre
las sierras. Y llegué en el momento exacto del insólito encuentro que
acabo de narrarle... Como comprenderá, no podía perderme detalle de algo
tan picante (con perdón); los seguí, y me mantuve oculto observando las
escenitas que allí tuvieron lugar... Fui testigo después de cómo cuatro
de los tipos se desmoronaron en un sueño soporífero, al tiempo que su
esposo se las tomó con ese quinteto de hembras que, con el perdón de
usted, estaban requetebuenas...
Decidió olvidarse completamente del asunto. Borrarlo de su mente y de su
vida. Andrés se había esfumado, tal era la única realidad, y era mejor
asumirlo de una buena vez. Los meses transcurrieron. Siguió con sus rutinas, al tiempo que el que había sido “la luz de sus ojos” se transformaba en silueta gris en el laberinto de la ausencia. Se sentía tranquila, disfrutando de un inédito momento de serenidad. Fue muy eficaz en los menesteres de abogada. Y en los momentos libres paulatinamente comenzó a recuperar los círculos sociales que antes cultivaba. Se sucedieron entonces los encuentros con viejas amistades, las idas al teatro, los vernissages de arte, las presentaciones de libros, y también alguna conferencia. Una de éstas justamente –a siete meses de aquella extraña entrevista- fue el portal que la introdujo en cierto universo que siempre le había resultado extraño; que la inquietaba seguramente por alguna razón profunda y por eso mismo lo había soslayado. Y el evento fue además el camino de regreso a la inquietante historia del macho Méndez. El disertante era un hombre mayor, aunque resultaba difícil adivinar su edad. Un aire juvenil, una vibración de vitalidad y una energía especial lo imantaban. Tenía un modo atractivo de decir, pausado e intenso a la vez, que agregaba más interés a sus palabras. Se refirió a los mitos arcaicos, a su persistencia soterrada aún en esta época tan racional y escéptica. Afirmó que se trataba de “arquetipos eternos”, y que siempre era posible –si las circunstancias así lo propiciaban- revitalizarlos. Apoyó su inusual tesis en La rama dorada de Fraser y en El mito del eterno retorno de Mircea Eliade. Al final se invitó a la concurrencia a integrarse a los grupos de estudio práctico de los mitos. Ella lo hizo, porque lo escuchado la sedujo poderosamente. Se reunían en un añejo caserón del Prado. Una de esas casaquintas de finales del siglo XIX que hacía mucho tiempo que habían entrado en irremediable decadencia. Confluían en el lugar al atardecer, los viernes; constituían un conglomerado variopinto, donde se mezclaban interesados en las viejas mitologías nórdicas y germanas, practicantes trasnochados de las ciencias ocultas, adeptos de órdenes iniciáticas, sicoanalistas jungianos o reichianos, aspirantes a alquimistas –luego de la lectura de algún libro de mucha venta sobre el tópico- en busca de un maestro o guía. En esa curiosa tertulia, Iris cumplía el papel de la portadora, apenas, de una vaga curiosidad. Más allá de lo sugestivo de las temáticas, y del fuerte impacto de las prácticas grupales, lo que iba a conmover a la abogada fue la experiencia en que participó junto a otros cinco integrantes del grupo. La cita tuvo lugar en Piriápolis, en el Cerro del Toro; le despertó inquietud que fuera a medianoche, en un lugar relativamente cercano al escenario agreste donde Andrés se había esfumado. Y además –nada menos- en un sitio vinculado a los simbolismos de Francisco Piria.
Son coincidencias –se dijo-, puras coincidencias que no deben
sugestionarme. Lo que importa es vivenciar esta experiencia a fondo. Nadie abrió los ojos –salvo Iris- al sentirse el aleteo, los rumores leves, y después como cierto sonido de cascos sobre la roca... Por ese motivo sólo ella pudo vislumbrar el vuelo de criaturas evanescentes, el correr casi deslizándose de pequeñas figuras con aspecto humanoide, y sobre todo el fauno que tanto la impresionó. Éste se destacó tan sólo un momento a la luz de la luna llena, y cuando su rostro inexpresivo estuvo frente a su visual un escalofrío la recorrió y creyó desmayarse...
No volvería al misterioso instituto. Iniciaría una terapia, y procuraría
en adelante llevar una vida normal y hasta vulgar, lejos de cualquier
tentación metafísica. Por consejo de su mejor amiga comenzó por fin a
salir con ciertos hombres que –infructuosamente- venían cortejándola.
Después de todo: llevaba muy bien sus treinta y tres años. Y luego de la
vivencia del Cerro del Toro, que casi la precipita en el desequilibrio,
anhelaba conjurar sus obsesiones a través de lo erótico. |
narrativa de
Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com
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Alejandro Michelena en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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