Luego de una noche de calor
agobiante, cargada de inercias y presagios, por fin amanecía. La luz
penetraba oblicua por las celosías entreabiertas. Los sonidos de la
ciudad diurna crecían en espirales cada vez más intensas.
Se despertó con el pecho agitado por las hilachas de una vaga pero
inquietante pesadilla. Se encontraba desnuda en medio de un páramo; la
luz era de un color rojizo, exasperante; estaba sola en medio de ese
paisaje árido. De pronto, comenzó a insinuarse a lo lejos una figura.
Tal presencia la angustió –deseaba con fuerza continuar sola- cuando
pudo reconocerlo... Era el padre Inmediato, lejano confesor de su tía
cuando ella era apenas una niña. Sintió profunda vergüenza por su
desnudez. Y le ofendió esa mirada, mezcla de censura y deseo soterrado.
Se levantó despacio, buscando con cada gesto espantar los fantasmas
nocturnos. Abrió la ventana y respiró la brisa de la mañana que llegaba
desde la rambla. Se quitó el liviano camisón y caminó hacia el baño.
Abrió las grandes canillas de bronce y llenó la antigua bañera con agua
tibia. Le agregó sales aromáticas y un compuesto de hierbas para
limpieza energética.
Protegida por ese abrigo líquido, sintiéndose por fin confortable y
equilibrada, con los ojos cerrados fue adormeciéndose. La acunaban
imágenes coloridas y amables, contracara de las que habían perturbado su
noche.
El agudo sonido telefónico la despabiló. Y ante la insistencia no tuvo
más remedio que salir del baño apenas envuelta en una toalla, y atender.
--¿Quién habla?
--¿La doctora Iris Maldonado?
--Sí. Soy yo...
--Mi nombre es Méndez, para servirla... Tengo cierta información que
mucho le va a interesar...
Estuvo a punto de cortar. Le resultó extraña, y hasta sospechosa esa
llamada. Pero pudo más su curiosidad, y entonces le pidió al desconocido
detalles.
--Sólo le puedo adelantar que tiene que ver con la desaparición de su
marido...
Quedó paralizada por la duda y el desconcierto. Luego atinó a vestirse,
y mientras tomaba lentamente el desayuno procuró ver más clara la
situación.
¿Puedo dar crédito a esta supuesta información –se dijo- luego de dos
años de cerrado enigma en torno al pobre Andrés?
Éste, literalmente se había esfumado en medio de una incursión de
campamento en la Sierra de las Ánimas. Los cuatro amigos que lo
acompañaban lo buscaron por dos días, y después recorrió la zona la
policía y los baquianos llegaron en la instancia hasta los sitios más
inaccesibles. El resultado: ni cadáver, ni indicios. El caso fue cerrado
y persistió el enigma.
Después de un largo duelo sin asideros, más angustioso por eso mismo,
poco a poco fue acostumbrándose a la nueva vida. Y Andrés pasó a ser
pura ausencia, además de una foto cristalizada en el tiempo.
Pero ahora, de pronto, y de la manera más inesperada, una voz misteriosa
en el teléfono que le ofrece –que le insinúa más bien- noticias
inesperadas sobre lo realmente acontecido con su marido.
Tenía todo el día para reflexionar. Recién al caer la noche se
encontraría con quien se presentó como “el macho Méndez”. Quedaron en
verse en un viejo bar de la Ciudad Vieja. Lo citó allí porque era un
lugar que conocía bien, y donde nunca faltaban parroquianos.
Por detrás de su inquietante apariencia Méndez irradiaba una extraña
serenidad. Y pese a lo torpe y hasta grotesco de su hablar, Iris sintió
que debajo de esas palabras había cierta sabiduría.
Fue luego de rodear el tema como quien pretende acorralar a un animal,
que el hombre se dignó entrar de lleno en el motivo que los había
reunido.
--Su marido ya no pertenece a este mundo...
--¿Qué pretende decirme? ¡Si sabe que está muerto y dónde está su
cuerpo, dígamelo claramente!
--Él vive, pero ya no es de este mundo...
--Francamente... no logro entenderlo –murmuró, casi desalentada.
Luego vino el extraño relato acerca del grupo de mujeres desnudas que
apareció cuando los excursionistas se bañaban en la laguna de aguas
azules. Y la complacencia de los cinco hombres ante la cordialidad de
esas cinco mujeres surgidas como de la nada... Los llevaron a un claro
en el bosque, les ofrecieron de comer y beber. Y luego cada una se
retiró con uno de ellos buscando la intimidad.
Al parecer un elemento narcotizante en la bebida junto a la intensidad
del momento erótico vivido, los durmió profundamente. Al menos a cuatro
de ellos, porque Andrés –“su señor marido”, en palabras del macho
Méndez- desapareció lo mismo que el quinteto de bellas.
Luego de un silencio prolongado Iris habló, reprimiendo apenas su
indignación.
--Todo esto me suena a patraña... Yo hablé con los amigos de mi marido y
ninguno mencionó nada sobre supuestas orgías bucólicas. Ellos recalcaron
ante la policía que Andrés se perdió...
--Lo que nadie sabe, señora, es que yo estaba ahí, escondido entre los
matorrales. Había salido de caza como tantas veces, internándome entre
las sierras. Y llegué en el momento exacto del insólito encuentro que
acabo de narrarle... Como comprenderá, no podía perderme detalle de algo
tan picante (con perdón); los seguí, y me mantuve oculto observando las
escenitas que allí tuvieron lugar... Fui testigo después de cómo cuatro
de los tipos se desmoronaron en un sueño soporífero, al tiempo que su
esposo se las tomó con ese quinteto de hembras que, con el perdón de
usted, estaban requetebuenas...
Retornó a su casa muy confusa. No sabía qué pensar de la entrevista que
había tenido. Menos todavía de las supuestas “revelaciones”. Al otro día
–luego de sufrir en la noche varias pesadillas- decidió descartar esa
fantasía descabellada, y considerar todo lo oído la víspera como parte
del “sonido y la furia” de un lunático.
Decidió olvidarse completamente del asunto. Borrarlo de su mente y de su
vida. Andrés se había esfumado, tal era la única realidad, y era mejor
asumirlo de una buena vez.
En los días que siguieron ser sumergió en los expedientes a estudio.
Sobre todo en los que realmente le importaban: las causas relacionadas
con Desaparecidos durante la Dictadura; tenía la esperanza de poder
colaborar jurídicamente en poner en la cárcel a algunos responsables.
Esos temas la tuvieron concentrada durante días y días. Por otra parte
se impuso rehacer su vida, y como primera medida eliminó de la casa las
fotos de Andrés, sus libros, papeles y recuerdos.
Los meses transcurrieron. Siguió con sus rutinas, al tiempo que el que
había sido “la luz de sus ojos” se transformaba en silueta gris en el
laberinto de la ausencia. Se sentía tranquila, disfrutando de un inédito
momento de serenidad. Fue muy eficaz en los menesteres de abogada. Y en
los momentos libres paulatinamente comenzó a recuperar los círculos
sociales que antes cultivaba.
Se sucedieron entonces los encuentros con viejas amistades, las idas al
teatro, los vernissages de arte, las presentaciones de libros, y también
alguna conferencia. Una de éstas justamente –a siete meses de aquella
extraña entrevista- fue el portal que la introdujo en cierto universo
que siempre le había resultado extraño; que la inquietaba seguramente
por alguna razón profunda y por eso mismo lo había soslayado. Y el
evento fue además el camino de regreso a la inquietante historia del
macho Méndez.
El disertante era un hombre mayor, aunque resultaba difícil adivinar su
edad. Un aire juvenil, una vibración de vitalidad y una energía especial
lo imantaban. Tenía un modo atractivo de decir, pausado e intenso a la
vez, que agregaba más interés a sus palabras. Se refirió a los mitos
arcaicos, a su persistencia soterrada aún en esta época tan racional y
escéptica. Afirmó que se trataba de “arquetipos eternos”, y que siempre
era posible –si las circunstancias así lo propiciaban- revitalizarlos.
Apoyó su inusual tesis en La rama dorada de Fraser y en El mito del
eterno retorno de Mircea Eliade.
Al final se invitó a la concurrencia a integrarse a los grupos de
estudio práctico de los mitos. Ella lo hizo, porque lo escuchado la
sedujo poderosamente.
Se reunían en un añejo caserón del Prado. Una de esas casaquintas de
finales del siglo XIX que hacía mucho tiempo que habían entrado en
irremediable decadencia. Confluían en el lugar al atardecer, los
viernes; constituían un conglomerado variopinto, donde se mezclaban
interesados en las viejas mitologías nórdicas y germanas, practicantes
trasnochados de las ciencias ocultas, adeptos de órdenes iniciáticas,
sicoanalistas jungianos o reichianos, aspirantes a alquimistas –luego de
la lectura de algún libro de mucha venta sobre el tópico- en busca de un
maestro o guía. En esa curiosa tertulia, Iris cumplía el papel de la
portadora, apenas, de una vaga curiosidad.
Más allá de lo sugestivo de las temáticas, y del fuerte impacto de las
prácticas grupales, lo que iba a conmover a la abogada fue la
experiencia en que participó junto a otros cinco integrantes del grupo.
La cita tuvo lugar en Piriápolis, en el Cerro del Toro; le despertó
inquietud que fuera a medianoche, en un lugar relativamente cercano al
escenario agreste donde Andrés se había esfumado. Y además –nada menos-
en un sitio vinculado a los simbolismos de Francisco Piria.
Son coincidencias –se dijo-, puras coincidencias que no deben
sugestionarme. Lo que importa es vivenciar esta experiencia a fondo.
Subieron caminando de a uno, en fila india, desde la Fuente de Venus a
la Fuente del Toro. Allí meditaron media hora, y después convocaron a
los Seres Regentes de la Naturaleza. Sin perder el estado de vibración
que habían logrado, ascendieron lentamente los 33 escalones, donde se
encontraron con la figura del León Rampante. En ese lugar meditaron
nuevamente, para después internarse unos metros en el bosque serrano. Se
ubicaron en círculo, con los ojos entornados; convocaron de ese modo a
las criaturas del Reino Elemental. Sin soltarse las manos se sentaron
muy despacio y comenzaron a adormecerse sin caer del todo en los brazos
del sueño, conservando esa vigilia lúcida que permite el contacto con el
ultra de las cosas, con esas dimensiones inexistentes para la inmensa
mayoría de la gente.
Nadie abrió los ojos –salvo Iris- al sentirse el aleteo, los rumores
leves, y después como cierto sonido de cascos sobre la roca... Por ese
motivo sólo ella pudo vislumbrar el vuelo de criaturas evanescentes, el
correr casi deslizándose de pequeñas figuras con aspecto humanoide, y
sobre todo el fauno que tanto la impresionó. Éste se destacó tan sólo un
momento a la luz de la luna llena, y cuando su rostro inexpresivo estuvo
frente a su visual un escalofrío la recorrió y creyó desmayarse...
No volvería al misterioso instituto. Iniciaría una terapia, y procuraría
en adelante llevar una vida normal y hasta vulgar, lejos de cualquier
tentación metafísica. Por consejo de su mejor amiga comenzó por fin a
salir con ciertos hombres que –infructuosamente- venían cortejándola.
Después de todo: llevaba muy bien sus treinta y tres años. Y luego de la
vivencia del Cerro del Toro, que casi la precipita en el desequilibrio,
anhelaba conjurar sus obsesiones a través de lo erótico.
Meses más tarde, luego de hacer el amor hasta la saciedad con un hombre
que la atraía apenas físicamente, mientras contemplaba desnuda la puesta
de sol sobre el Río de la Plata a través de su ventanal, tuvo que hacer
un enorme esfuerzo mental para alejar la obsesiva imagen de aquel fauno
cuya cabeza, rostro, torso y brazos eran los de su marido tan
curiosamente “desaparecido”. |