Inesperado fauno
cuento de Alejandro Michelena

alemichelena@gmail.com

 

Fauno de la entrada principal del Jardín de Luxemburgo en París

- foto tomada por el autor del relato en el 2016.

 Luego de una noche de calor agobiante, cargada de inercias y presagios, por fin amanecía. La luz penetraba oblicua por las celosías entreabiertas. Los sonidos de la ciudad diurna crecían en espirales cada vez más intensas.
Se despertó con el pecho agitado por las hilachas de una vaga pero inquietante pesadilla. Se encontraba desnuda en medio de un páramo; la luz era de un color rojizo, exasperante; estaba sola en medio de ese paisaje árido. De pronto, comenzó a insinuarse a lo lejos una figura. Tal presencia la angustió –deseaba con fuerza continuar sola- cuando pudo reconocerlo... Era el padre Inmediato, lejano confesor de su tía cuando ella era apenas una niña. Sintió profunda vergüenza por su desnudez. Y le ofendió esa mirada, mezcla de censura y deseo soterrado.
Se levantó despacio, buscando con cada gesto espantar los fantasmas nocturnos. Abrió la ventana y respiró la brisa de la mañana que llegaba desde la rambla. Se quitó el liviano camisón y caminó hacia el baño. Abrió las grandes canillas de bronce y llenó la antigua bañera con agua tibia. Le agregó sales aromáticas y un compuesto de hierbas para limpieza energética.

Protegida por ese abrigo líquido, sintiéndose por fin confortable y equilibrada, con los ojos cerrados fue adormeciéndose. La acunaban imágenes coloridas y amables, contracara de las que habían perturbado su noche.
El agudo sonido telefónico la despabiló. Y ante la insistencia no tuvo más remedio que salir del baño apenas envuelta en una toalla, y atender.
--¿Quién habla?
--¿La doctora Iris Maldonado?
--Sí. Soy yo...
--Mi nombre es Méndez, para servirla... Tengo cierta información que mucho le va a interesar...
Estuvo a punto de cortar. Le resultó extraña, y hasta sospechosa esa llamada. Pero pudo más su curiosidad, y entonces le pidió al desconocido detalles.
--Sólo le puedo adelantar que tiene que ver con la desaparición de su marido...

Quedó paralizada por la duda y el desconcierto. Luego atinó a vestirse, y mientras tomaba lentamente el desayuno procuró ver más clara la situación.
¿Puedo dar crédito a esta supuesta información –se dijo- luego de dos años de cerrado enigma en torno al pobre Andrés?
Éste, literalmente se había esfumado en medio de una incursión de campamento en la Sierra de las Ánimas. Los cuatro amigos que lo acompañaban lo buscaron por dos días, y después recorrió la zona la policía y los baquianos llegaron en la instancia hasta los sitios más inaccesibles. El resultado: ni cadáver, ni indicios. El caso fue cerrado y persistió el enigma.
Después de un largo duelo sin asideros, más angustioso por eso mismo, poco a poco fue acostumbrándose a la nueva vida. Y Andrés pasó a ser pura ausencia, además de una foto cristalizada en el tiempo.
Pero ahora, de pronto, y de la manera más inesperada, una voz misteriosa en el teléfono que le ofrece –que le insinúa más bien- noticias inesperadas sobre lo realmente acontecido con su marido.
Tenía todo el día para reflexionar. Recién al caer la noche se encontraría con quien se presentó como “el macho Méndez”. Quedaron en verse en un viejo bar de la Ciudad Vieja. Lo citó allí porque era un lugar que conocía bien, y donde nunca faltaban parroquianos.

Por detrás de su inquietante apariencia Méndez irradiaba una extraña serenidad. Y pese a lo torpe y hasta grotesco de su hablar, Iris sintió que debajo de esas palabras había cierta sabiduría.
Fue luego de rodear el tema como quien pretende acorralar a un animal, que el hombre se dignó entrar de lleno en el motivo que los había reunido.
--Su marido ya no pertenece a este mundo...
--¿Qué pretende decirme? ¡Si sabe que está muerto y dónde está su cuerpo, dígamelo claramente!
--Él vive, pero ya no es de este mundo...
--Francamente... no logro entenderlo –murmuró, casi desalentada.
Luego vino el extraño relato acerca del grupo de mujeres desnudas que apareció cuando los excursionistas se bañaban en la laguna de aguas azules. Y la complacencia de los cinco hombres ante la cordialidad de esas cinco mujeres surgidas como de la nada... Los llevaron a un claro en el bosque, les ofrecieron de comer y beber. Y luego cada una se retiró con uno de ellos buscando la intimidad.
Al parecer un elemento narcotizante en la bebida junto a la intensidad del momento erótico vivido, los durmió profundamente. Al menos a cuatro de ellos, porque Andrés –“su señor marido”, en palabras del macho Méndez- desapareció lo mismo que el quinteto de bellas.

Luego de un silencio prolongado Iris habló, reprimiendo apenas su indignación.
--Todo esto me suena a patraña... Yo hablé con los amigos de mi marido y ninguno mencionó nada sobre supuestas orgías bucólicas. Ellos recalcaron ante la policía que Andrés se perdió...
--Lo que nadie sabe, señora, es que yo estaba ahí, escondido entre los matorrales. Había salido de caza como tantas veces, internándome entre las sierras. Y llegué en el momento exacto del insólito encuentro que acabo de narrarle... Como comprenderá, no podía perderme detalle de algo tan picante (con perdón); los seguí, y me mantuve oculto observando las escenitas que allí tuvieron lugar... Fui testigo después de cómo cuatro de los tipos se desmoronaron en un sueño soporífero, al tiempo que su esposo se las tomó con ese quinteto de hembras que, con el perdón de usted, estaban requetebuenas...

Retornó a su casa muy confusa. No sabía qué pensar de la entrevista que había tenido. Menos todavía de las supuestas “revelaciones”. Al otro día –luego de sufrir en la noche varias pesadillas- decidió descartar esa fantasía descabellada, y considerar todo lo oído la víspera como parte del “sonido y la furia” de un lunático.
Decidió olvidarse completamente del asunto. Borrarlo de su mente y de su vida. Andrés se había esfumado, tal era la única realidad, y era mejor asumirlo de una buena vez.

En los días que siguieron ser sumergió en los expedientes a estudio. Sobre todo en los que realmente le importaban: las causas relacionadas con Desaparecidos durante la Dictadura; tenía la esperanza de poder colaborar jurídicamente en poner en la cárcel a algunos responsables. Esos temas la tuvieron concentrada durante días y días. Por otra parte se impuso rehacer su vida, y como primera medida eliminó de la casa las fotos de Andrés, sus libros, papeles y recuerdos.
Los meses transcurrieron. Siguió con sus rutinas, al tiempo que el que había sido “la luz de sus ojos” se transformaba en silueta gris en el laberinto de la ausencia. Se sentía tranquila, disfrutando de un inédito momento de serenidad. Fue muy eficaz en los menesteres de abogada. Y en los momentos libres paulatinamente comenzó a recuperar los círculos sociales que antes cultivaba.
Se sucedieron entonces los encuentros con viejas amistades, las idas al teatro, los vernissages de arte, las presentaciones de libros, y también alguna conferencia. Una de éstas justamente –a siete meses de aquella extraña entrevista- fue el portal que la introdujo en cierto universo que siempre le había resultado extraño; que la inquietaba seguramente por alguna razón profunda y por eso mismo lo había soslayado. Y el evento fue además el camino de regreso a la inquietante historia del macho Méndez.
El disertante era un hombre mayor, aunque resultaba difícil adivinar su edad. Un aire juvenil, una vibración de vitalidad y una energía especial lo imantaban. Tenía un modo atractivo de decir, pausado e intenso a la vez, que agregaba más interés a sus palabras. Se refirió a los mitos arcaicos, a su persistencia soterrada aún en esta época tan racional y escéptica. Afirmó que se trataba de “arquetipos eternos”, y que siempre era posible –si las circunstancias así lo propiciaban- revitalizarlos. Apoyó su inusual tesis en La rama dorada de Fraser y en El mito del eterno retorno de Mircea Eliade.
Al final se invitó a la concurrencia a integrarse a los grupos de estudio práctico de los mitos. Ella lo hizo, porque lo escuchado la sedujo poderosamente.
Se reunían en un añejo caserón del Prado. Una de esas casaquintas de finales del siglo XIX que hacía mucho tiempo que habían entrado en irremediable decadencia. Confluían en el lugar al atardecer, los viernes; constituían un conglomerado variopinto, donde se mezclaban interesados en las viejas mitologías nórdicas y germanas, practicantes trasnochados de las ciencias ocultas, adeptos de órdenes iniciáticas, sicoanalistas jungianos o reichianos, aspirantes a alquimistas –luego de la lectura de algún libro de mucha venta sobre el tópico- en busca de un maestro o guía. En esa curiosa tertulia, Iris cumplía el papel de la portadora, apenas, de una vaga curiosidad.
Más allá de lo sugestivo de las temáticas, y del fuerte impacto de las prácticas grupales, lo que iba a conmover a la abogada fue la experiencia en que participó junto a otros cinco integrantes del grupo.
La cita tuvo lugar en Piriápolis, en el Cerro del Toro; le despertó inquietud que fuera a medianoche, en un lugar relativamente cercano al escenario agreste donde Andrés se había esfumado. Y además –nada menos- en un sitio vinculado a los simbolismos de Francisco Piria.
Son coincidencias –se dijo-, puras coincidencias que no deben sugestionarme. Lo que importa es vivenciar esta experiencia a fondo.

Subieron caminando de a uno, en fila india, desde la Fuente de Venus a la Fuente del Toro. Allí meditaron media hora, y después convocaron a los Seres Regentes de la Naturaleza. Sin perder el estado de vibración que habían logrado, ascendieron lentamente los 33 escalones, donde se encontraron con la figura del León Rampante. En ese lugar meditaron nuevamente, para después internarse unos metros en el bosque serrano. Se ubicaron en círculo, con los ojos entornados; convocaron de ese modo a las criaturas del Reino Elemental. Sin soltarse las manos se sentaron muy despacio y comenzaron a adormecerse sin caer del todo en los brazos del sueño, conservando esa vigilia lúcida que permite el contacto con el ultra de las cosas, con esas dimensiones inexistentes para la inmensa mayoría de la gente.
Nadie abrió los ojos –salvo Iris- al sentirse el aleteo, los rumores leves, y después como cierto sonido de cascos sobre la roca... Por ese motivo sólo ella pudo vislumbrar el vuelo de criaturas evanescentes, el correr casi deslizándose de pequeñas figuras con aspecto humanoide, y sobre todo el fauno que tanto la impresionó. Éste se destacó tan sólo un momento a la luz de la luna llena, y cuando su rostro inexpresivo estuvo frente a su visual un escalofrío la recorrió y creyó desmayarse...
No volvería al misterioso instituto. Iniciaría una terapia, y procuraría en adelante llevar una vida normal y hasta vulgar, lejos de cualquier tentación metafísica. Por consejo de su mejor amiga comenzó por fin a salir con ciertos hombres que –infructuosamente- venían cortejándola. Después de todo: llevaba muy bien sus treinta y tres años. Y luego de la vivencia del Cerro del Toro, que casi la precipita en el desequilibrio, anhelaba conjurar sus obsesiones a través de lo erótico.

Meses más tarde, luego de hacer el amor hasta la saciedad con un hombre que la atraía apenas físicamente, mientras contemplaba desnuda la puesta de sol sobre el Río de la Plata a través de su ventanal, tuvo que hacer un enorme esfuerzo mental para alejar la obsesiva imagen de aquel fauno cuya cabeza, rostro, torso y brazos eran los de su marido tan curiosamente “desaparecido”.

 

Alejandro Michelena
 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay


Ir a índice de Narrativa

Ir a índice de Alejandro Michelena

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio