La primera vez la vi, en mis primeras
incursiones en ese lugar extraordinario por donde pasaba en los años
sesenta y tantos el latir sensible e intelectual de Montevideo. Sentado
con un amigo junto a uno de los ventanales del café veo la llegada de
dos jeeps de la época de la Segunda Guerra Mundial; al volante de cada
uno dos mujeres de treinta y tantos años años, misteriosas y atractivas,
ataviadas con boinas ladeadas a la francesa, con ropa negra, que atraían
las miradas de todos. Eran ella y su hermana melliza, y ese look venía
–me lo contaría algunos años después la propia Gladys- de su beca en
París en los primeros años cincuenta, en el momento de esplendor del
Existencialismo, donde era posible dialogar con Jean-Paul Sartre y
Simone De Beauvoir, cualquier noche, en los cafés De Flore o Deux Magots
en Saint Germain des Prés, y escuchar a Juliette Gréco o Boris Vian en
alguna cave del Barrio Latino. Por supuesto que aquellas mujeres no
podían dejar de fascinar a un joven con aspiraciones de poeta, sartreano
tardío un medio que ya estaba en otras ondas filosóficas en aquellos
finales de los sesenta, y para más “inri” devoto lector de las novelas
de Albert Camus.
Más adelante ella me contó de sus andanzas por Montparnasse, de su
hospedaje en el mítico Hotel Saint Michel, de la legendaria Madame
Salvage su dueña que amaba a los uruguayos. Y de su amor y añoranza de
esa temporada en París que recordaba como una edad de oro.
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Luego de aquella primera maravillada visión de los jeeps aparcando
frente al Sorocabana, pasaron años en que veía a Gladys de lejos, muchas
veces en su mesa de científicos, con sus gestos enfáticos y su hablar a
veces altisonante. Recién por el año 73 la conocí y traté por un tiempo,
en compañía de una novia de entonces –Teresa, estudiante de medicina-
que la admiraba incondicionalmente. En ese año tan difícil y dramático,
las tertulias improvisadas en la casa quinta familiar donde seguía
viviendo, cerca de avenida San Martín, fueron un estímulo y un bálsamo
para aquellos jóvenes que éramos; en esas reuniones pasábamos de la
Teoría de la Relatividad de Einstein a sus invectivas contra los
“astrólogos”, de las estrellas del cielo del invierno al París
recurrentemente evocado por nuestra anfitriona, de los grandes maestros
de la música a los filósofos griegos. Noches mágicas, que nos ayudaron a
transitar el ocaso en que estaba entrando entonces el país.
Me fui por un tiempo a Buenos Aires. Ya había quedado atrás aquel fugaz
romance y de retorno, avanzados los setenta a veces me cruzaba con
Gladys –que mantenía la misma boina ladeada, aunque ya no enfatizaba el
look afrancesado y hacía tiempo que no tenía el jeep- y quedábamos
largamente en una esquina en cordial conversación siempre variada,
siempre caótica.
Pasaron los años, la vida siguió. Aquel estudiante que vio llegar los
jeep desde el ventanal de Sorocabana, el poeta inédito desnorteado en lo
intelectual entre la filosofía y la antropología que visitaba la casona
del Cerrito de la Victoria, se enfocó en su vocación periodística
trabajando en semanarios, revistas y diarios. Mientras siguieron los
Sorocabana, a los que seguí siendo fiel pero lejano, muy de cuando en
vez vi a Gladys Vergara en esos años ochenta y tantos y noventa. Supe,
tal vez por ella misma, que fue reintegrada a los puestos de trabajo
docente que le había quitado la Dictadura, y que se había mudado al
Cordón.
Hace ya algunos años que Gladys Vergara no está entre nosotros, pero a
veces la evoco nuevamente en aquella mesa nocturna, junto a una mente
brillante como fue Mauricio Maidanik, notable musicólogo, y Carlos
Etchecopar, que había sido su profesor y quien la impulsó en el camino
de la Astronomía, con la presencia de Octavio Larriera (Larrierita) que
matizaba tanta ciencia e intelecto con su erudición filatélica en torno
al cine. La veo a Gladys Vergara gesticular, discutir con vehemencia con
un visitante de la mesa, mientras la claridad intensa de los tubos de
luz le daban a la noche en el Soro un tono fantasmagórico, y pasaban los
mozos con sus gorros y aquellas túnicas que usaban, y se sentía en
entrechocar de pocillos lavándose y la máquina moliendo café. |