Gladys Vergara,

Sorocabanense de ley

crónica de Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

En aquel medio científico uruguayo de entonces, predominantemente masculino,

brillaba sin embargo la inteligencia, el talento la magnética personalidad de la astrónoma Gladys Vergara.

La primera vez la vi, en mis primeras incursiones en ese lugar extraordinario por donde pasaba en los años sesenta y tantos el latir sensible e intelectual de Montevideo. Sentado con un amigo junto a uno de los ventanales del café veo la llegada de dos jeeps de la época de la Segunda Guerra Mundial; al volante de cada uno dos mujeres de treinta y tantos años años, misteriosas y atractivas, ataviadas con boinas ladeadas a la francesa, con ropa negra, que atraían las miradas de todos. Eran ella y su hermana melliza, y ese look venía –me lo contaría algunos años después la propia Gladys- de su beca en París en los primeros años cincuenta, en el momento de esplendor del Existencialismo, donde era posible dialogar con Jean-Paul Sartre y Simone De Beauvoir, cualquier noche, en los cafés De Flore o Deux Magots en Saint Germain des Prés, y escuchar a Juliette Gréco o Boris Vian en alguna cave del Barrio Latino. Por supuesto que aquellas mujeres no podían dejar de fascinar a un joven con aspiraciones de poeta, sartreano tardío un medio que ya estaba en otras ondas filosóficas en aquellos finales de los sesenta, y para más “inri” devoto lector de las novelas de Albert Camus.

Más adelante ella me contó de sus andanzas por Montparnasse, de su hospedaje en el mítico Hotel Saint Michel, de la legendaria Madame Salvage su dueña que amaba a los uruguayos. Y de su amor y añoranza de esa temporada en París que recordaba como una edad de oro.
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Luego de aquella primera maravillada visión de los jeeps aparcando frente al Sorocabana, pasaron años en que veía a Gladys de lejos, muchas veces en su mesa de científicos, con sus gestos enfáticos y su hablar a veces altisonante. Recién por el año 73 la conocí y traté por un tiempo, en compañía de una novia de entonces –Teresa, estudiante de medicina- que la admiraba incondicionalmente. En ese año tan difícil y dramático, las tertulias improvisadas en la casa quinta familiar donde seguía viviendo, cerca de avenida San Martín, fueron un estímulo y un bálsamo para aquellos jóvenes que éramos; en esas reuniones pasábamos de la Teoría de la Relatividad de Einstein a sus invectivas contra los “astrólogos”, de las estrellas del cielo del invierno al París recurrentemente evocado por nuestra anfitriona, de los grandes maestros de la música a los filósofos griegos. Noches mágicas, que nos ayudaron a transitar el ocaso en que estaba entrando entonces el país.

Me fui por un tiempo a Buenos Aires. Ya había quedado atrás aquel fugaz romance y de retorno, avanzados los setenta a veces me cruzaba con Gladys –que mantenía la misma boina ladeada, aunque ya no enfatizaba el look afrancesado y hacía tiempo que no tenía el jeep- y quedábamos largamente en una esquina en cordial conversación siempre variada, siempre caótica.

Pasaron los años, la vida siguió. Aquel estudiante que vio llegar los jeep desde el ventanal de Sorocabana, el poeta inédito desnorteado en lo intelectual entre la filosofía y la antropología que visitaba la casona del Cerrito de la Victoria, se enfocó en su vocación periodística trabajando en semanarios, revistas y diarios. Mientras siguieron los Sorocabana, a los que seguí siendo fiel pero lejano, muy de cuando en vez vi a Gladys Vergara en esos años ochenta y tantos y noventa. Supe, tal vez por ella misma, que fue reintegrada a los puestos de trabajo docente que le había quitado la Dictadura, y que se había mudado al Cordón.

Hace ya algunos años que Gladys Vergara no está entre nosotros, pero a veces la evoco nuevamente en aquella mesa nocturna, junto a una mente brillante como fue Mauricio Maidanik, notable musicólogo, y Carlos Etchecopar, que había sido su profesor y quien la impulsó en el camino de la Astronomía, con la presencia de Octavio Larriera (Larrierita) que matizaba tanta ciencia e intelecto con su erudición filatélica en torno al cine. La veo a Gladys Vergara gesticular, discutir con vehemencia con un visitante de la mesa, mientras la claridad intensa de los tubos de luz le daban a la noche en el Soro un tono fantasmagórico, y pasaban los mozos con sus gorros y aquellas túnicas que usaban, y se sentía en entrechocar de pocillos lavándose y la máquina moliendo café.

 

Alejandro Michelena
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