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Fun Fun: identidad montevideana |
Este
viejo reducto del Mercado Central abrió sus puertas en 1895. Su fundador
fue Augusto López, quien logró darle notoriedad a su negocio a partir de
tres bebidas originales: el pegulo, el miguelito y la uvita, que con el
andar del tiempo se transformaron en señas de identidad del cordial
recinto (las recetas constituyen uno de los secretos mejor guardados en la
historia montevideana). El
Baar Fun Fun –así era su
nombre original– estaba ubicado sobre la calle Reconquista, custodiando
la gran puerta de entrada al Mercado Central (el otro guardián del
recinto era el no menos célebre restaurante Morini, hoy desaparecido). En
esa época Fun Fun tenía pisos
de maderas crujientes, techos altos con aquellos ventiladores giratorios,
paredes con lambrices, sillas thonnet, mesas de noble madera, una barra
cubierta totalmente por el clásico estaño, mientras que sus grandes
ventanales permitían otear el tránsito de esa cuadra que daba a los
fondos del Teatro Solís. Su olor debió ser el típico de aquellos bares
de antaño: una mezcla del aroma de tabaco –eran tiempos de fumadores
empedernidos, tanto de cigarrillos como de toscanos y puros– con bebidas
fuertes. La
atmósfera cordial de Fun Fun
permitió que allí recalaran durante décadas artistas, escritores,
figuras de la música popular, periodistas, políticos, estudiantes
universitarios y empleados, y también los infaltables bohemios. Pero hubo
otro elemento, digamos que geográfico, que le dio popularidad a este bar
tan especial: estaba ubicado a medio camino entre la plaza Independencia,
con sus grandes cafés, y el Barrio Sur con su “pecaminosa” calle
Yerbal y sus chicas ligeras de ropa... De ida y de vuelta, la juventud
alegre siempre se tomaba una en Fun
Fun. Se
inauguró antes de la fecha emblemática del 900, que marcó un momento de
inflexión político-social y el comienzo de un período brillante en lo
cultural, pero sin embargo no se dio en esos años primeros del siglo XX
su mayor esplendor. Sí es fama que lo visitaba Florencio Sánchez en sus
venidas a nuestra ciudad, cuando ya estaba radicado en Buenos Aires y había
triunfado. Y pasaba por allí
muy a menudo Herrera y Reissig... No el poeta –el “divino Julio”,
dandy por excelencia mantenía un cenáculo en la propia casa, la “torre
de los panoramas”, y no era dado a frecuentar cafés– sino el joven
Teodoro, él sí bohemio empedernido. El mismo que varias décadas después,
ya no tan joven, deambulaba todavía por la vieja “pasiva” de la plaza
Independencia rumbo al café Británico,
a enterarse de las novedades políticas y a observar las mesas de
ajedrecistas). Tuvo
que llegar aquella década del veinte imantada de modernidad y
vanguardismo, para que el Baar Fun
Fun pudiera comenzar a vivir su primer gran momento de gloria. En
aquellos años el tango dejaba de ser un ritmo “canalla” y ganaba los
salones y grandes cafés céntricos, al tiempo que desde el norte llegaba
la moda de bailar el charleston, que enloquecía a jóvenes peinados a la
gomina y con pantalones oxford, y a chicas con el pelo a la garçon y
luciendo vestidos –para escándalo de las tías– por encima de las
rodillas. Fue en esa etapa que se pudo ver con frecuencia, tomándose unas
cuántas uvitas y perulos, a los muchachos de la Trouppe Ateniense. En
1933 lo visitó Carlos Gardel. Estaba por entonces en el pináculo de su
carrera, y su recalada fue un acontecimiento memorable. El
tango llegó a Fun Fun para
quedarse. Por eso a través de los años se pudo ver allí a los grandes
directores de orquestas típicas, como Juan D’Arienzo, Aníbal Troilo y
Osvaldo Pugliese entre los argentinos, y de este lado del charco al
inolvidable Romeo Gavioli. Por ese mostrador pasaron también los cantores
de la mejor época del ritmo del dos por cuatro: Fiorentino, Nelly Omar,
Charlo, Tita Merello, Carlitos Roldán, Tania, Francisco Amor, Virginia
Luque y Julio Sosa. Recalaban
noche a noche en la barra de Fun
Fun los integrantes de la vieja guardia del periodismo de los años
treinta. Lo hacían luego de trabajar hasta tarde en las cercanas
redacciones de prensa –que en aquel tiempo eran vecinas del fragor del
taller de linotipo, donde se componía el texto en plomo caliente–,
cansados de fatigar las teclas de las viejas remington. Entre ellos se
destacaban el humorista Julio E. Suárez (Peloduro), el cronista y
periodista deportivo Julio César Puppo (El Hachero), el humorista y
cronista de almas que fue Wimpi, el versátil reportero urbano y poeta de
vanguardia Alfredo Mario Ferreiro, y el memorialista y narrador Manuel de
Castro. El
deporte no podía estar ausente en ese templo popular. Entre las muchas
figuras de ese ambiente que alguna vez pasaban por allí, se recuerdan
especialmente –por ser más habituales– a don Carlos Solé, “la
voz” por excelencia del relato de fútbol, y Ringo Bonavena, el boxeador
argentino. En
1955 la “piqueta fatal” derrumbó impiadosamente los nobles muros
centenarios del viejo mercado. Y esto marcó el fin de una época para Fun
Fun. Cuando se construyó el nuevo –un ámbito sin mayor gracia ni
estética– ubicarían por algunos años al clásico bar en una infeliz
locación, dentro del local y casi sin espacio vital. Felizmente más
adelante primó la sensatez, otorgándosele un lugar más digno, junto a
la puerta principal. Desde
los años setenta siguieron recalando en ese templo de encuentros
cordiales muchos artistas populares. Tres voces nuestras del tango, como
Olga Delgrossi, Nancy Devitta y Lágrima Ríos lo frecuentaron y además
hicieron allí sus espectáculos. También las grandes vedettes del
Carnaval, Martha Gularte y Rosa Luna, supieron acodarse en el viejo estaño. Más recientemente sigue acercándose a ese antiguo baluarte del encuentro gente de la cultura. Para dar dos nombres destacados: el músico Jaime Roos, y el periodista radial y dibujante Jaime Clara. |
Alejandro Michelena
Capítulo de la edición “definitiva” del libro Cafés de Montevideo (Editorial Arca), que acaba de aparecer en librerías.
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