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Evocaciones del Cerrito |
Ubiquémonos
por un momento en aquel Cerrito de la Victoria de la segunda década del
siglo pasado, cuando pocos sabían que esa cima pelada llegaría a estar
coronada por un templo religioso. Cuando eran más los baldíos y
descampados que las contadas casitas de vecinos laboriosos que, sin
embargo, a ritmo creciente iban apareciendo aquí y allá. Las calles por
entonces eran de tierra, el camino Propios una trocha angosta, pero ya
General Flores y San Martín oficiaban como avenidas de comunicación del
barrio con el resto de la ciudad. En
tal escenario, desde el año diez por lo menos, la zona tenía la ventaja
de contar con la novedad de los tranvías eléctricos. Estos eran: el 28
que iba de Las Acacias a playa Ramírez, el 13 y el 51 que se alternaban
realizando una vuelta redonda (uno por General Flores hasta Maroñas, y el
otro por 8 de Octubre y Cuchilla Grande), el 17 que iba a Piedras Blancas
y que tenía su punto final en el almacén La Lata, y el 29 que transitaba
por General Flores hasta José María Guerra.
El “tranway”, como se le llamaba por aquellos años, constituyó
un gran adelanto, permitiendo traslados en forma rápida y limpia hacia
puntos distantes de la geografía urbana. El
cruce del arroyo Quitacalzones Este
curso de agua que, luego de bordear el Cerrito enfilaba hacia el barrio
Atahualpa para desembocar al fin en el más caudaloso Miguelete, no estaba
entubado en esos tiempos. Sus aguas se sorteaban, a la altura de General
Flores, mediante un puente que estaba ubicado a un lado del cine Plus
Ultra. Por
él pasaba habitualmente José Batlle y Ordóñez. Ese era el trayecto más
corto entre su quinta de Piedras Blancas y el Centro de la ciudad. En
tiempos de su primera presidencia lo hacía en un negro, cómodo pero
frugal carruaje. Una mañana se vio enfrentado en una esquina de la
avenida a la bomba puesta por un anarquista con la intención de hacerlo
volar junto a su comitiva. Felizmente el artefacto explotó antes que
pasara el Presidente, que iba acompañado
por su esposa Matilde Pacheco y su hija Ana María. Luego del
episodio don Pepe realizó una visita a su agresor en la cárcel, y hasta
llegó a dialogar con él sobre la actualidad política. Luego de cumplir
su pena, ese ácrata furibundo se transformó en un convencido batllista. Sobre
el puente del Quitacalzones trepidaban los tranvías. El 13 con destino al
Hipódromo de Maroñas transportaba los domingos y feriados decenas de
amantes del “deporte de los reyes”, con sus binoculares de rigor y el
rancho de paja en la cabeza. Uno de los pasajeros habituales de esos días
era el poeta y dandy Roberto de las Carreras. Algunos
años después, cuando se estaba terminando el caño colector por el que
iba a derivar el Quitacalzones de manera subterránea hacia el mar a la
altura del Buceo, algunos chiquilines de la zona utilizaban ese cauce
todavía seco para ir hasta la playa deslizándose en monopatín. Los
tangos de Mastra Un
personaje típico fue el loco Menecucho, el “máscara suelta” más
famoso de los carnavales del barrio. Recitaba en los tablados versos que
pretendían ser románticos, y no se perdía ni un “asalto” de los
tantos que por las tardes realizaban las mascaritas invadiendo alegremente
los patios de las familias cerritenses; al entrar les tiraban serpentinas,
baldes de agua, y chorros de
perfume con los clásicos pomos. Un
conocido zapatero remendón del barrio Porvenir era hermano del entrañable
compositor, guitarrista y cantor Alberto
Mastra. Este “pequeño gran hombre”, que encantara a varias
generaciones con sus tangos, solía llegar de visita desde Buenos Aires,
donde residía. Cambiaba por unos días las luces y el bullicio
interminable de la calle Corrientes por la semipenumbra melancólica de
esas barriadas suburbanas. El zurdo Mastra —que toda su vida realizó la proeza de tocar “la viola” con el encordado para la mano derecha— retornó a Montevideo en sus últimos años. Y se vio deambular su esmirriada figura entre las mesas bohemias del café Sorocabana de la plaza Cagancha. |
Alejandro
Michelena
Crónica inédita en esta versión - Febrero 2007
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