Polaco elige, con precisión minuciosa, escenarios rotundamente
marginales: los restaurantes de auto-servicio de la avenida de Mayo con
su fauna gris y turbia (la que es recorrida, lentamente, en plano medio
y desde arriba, por la cámara); la alucinante caravana —semi caminante,
semi reptante— de los que le han hecho promesas a San Cayetano; las
patéticas penas de ancianos donde se baila y recita en salones tan suntuosos como
fríos, la antigua confitería Del Molino cargada de esplendores
teatrales y anacrónicos.
De alguna manera, el realizador busca establecer que la gran ciudad
posee muchos recovecos donde logran mimetizarse aquellos que no se
integran, los que vegetan, llevando sobre sus espaldas la impudicia de
una evidente infelicidad, los que tal vez no acepten ei estrecho rincón
que su fealdad y/o vejez les impone en nuestras sociedades.
Acostumbrados como estamos a que lo aceptable sea la "venta" de un
erotismo desplegado en torno a lo convencionalmente bello, resulta
interesante un cine que exhiba sin escrúpulos un cuerpo fláccido de
mujer de más de sesenta años. Quizá signifique esto hoy por hoy una
saludable ruptura con el statu quo, más eficaz por cierto que tantas
retóricas sociologistas. En definitiva, Polaco quiebra una lanza —es su
muy personal contribución ética— por tantos anhelantes de plenitud y de
vida que están sin embargo encerrados en cuerpos decrépitos, e incluso
hasta por esos otros —como es el caso de Boby, el protagonista— cuya
desmesurada pretensión de ejercer una sensualidad solitaria, fetichista
y desviada, no puede ser tolerada impunemente por los siempre listos
guardianes del orden (de cualquier signo).
Pero lo más importante es que "En el nombre del hijo" llega al
espectador, aun en el desagrado, pero
llega; porque es cine, se emplean a fondo los recursos de imagen —encuadres, planos, ángulos, movimientos— para que la historia se
desarrolle a partir de la gramática que ellos generan. Esto —ya evidente
en "Diapasón"— transforma a Polaco en excepción en medio de una
cinematografía como la Argentina, donde superabundan las retóricas
literarias y la dureza de imagen. Aquí las cámaras se mueven, juegan, se
imponen, no podemos olvidar que se trata de una película, no hay lugar
para la ilusión adormecedora de la mayoría de los filmes que hoy se
exhiben.
Jorge Polaco declaró hace poco que ya no existía en el mundo un cine de
autor, o sea el que busca plasmar una obra creativa personal e
ineludible. El es sin embargo un buen ejemplo de ese tipo de cine en
vías de extinción y en su país lo acompañan apenas Eliseo Subiela
("Hombre mirando al sudeste") y algún otro realizador más subterráneo.
La historia planteada es truculenta: vieja madre judía sobreprotege a su
hijo ya maduro, solterón, dentista, que prefiere a la vida normal el
lúdico arreglo de muñecas, ambos vegetan en medio de una pobreza que
bordea lo miserable (hasta comen gatos callejeros). Ella estimulada por
sus delirantes ensueños romanticoeróticos-, el hijo dedicado a la
práctica de un erotismo perverso y desviado, cuyo epicentro son las
muñecas y también las niñas pequeñas. La relación entre ellos va atravesando aceleradas etapas donde la
situación inicial de madre absorbente e hijo aniñado deja paso a lo casi
incestuoso, al sadismo, a la muerte. Por los costados de la realidad
palpable la película tiene la cualidad de mostrar, en imágenes
convincentes fragmentos de ese ámbito ambiguo de las fantasías y los
deseos tornándose la misma acción, a veces en alegoría de experiencias
más secretas de la siquis.
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