El pecado mortal de la
nostalgia
El Chevrolet Bel Air de su tío lo hizo sentir más seguro para
invitar a salir a la muchacha que todos
admiraban de lejos.
El pecado mortal de la nostalgia |
Aquellos redondeados automóviles se
colocaron en línea una vez más, jadeando al toque nervioso en los
aceleradores, mientras los dos muchachos se miraban, con fuego en los
ojos, desafiantes, serenos apenas, apenas aguantando con el otro pie en
el freno a las máquinas con ansia de abismo, esperando la señal de la
bella en litigio que iría acompañada como siempre con un agitarse de la
pollera debido al viento producido por el pasaje raudo de los bólidos
hacia un destino desparejo. Como todas las veces, Jimmy sería el
triunfador, y de ahí en más comenzaría la parte más grave, seria,
melancólica tal vez de la película. |
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Era entonces un teenager (recordó la expresión, que en aquella época se aplicaba con la ingenuidad de lo novedoso; sin el posterior síndrome culpable que para toda palabra proveniente del norte introdujeran, en él como en tantos, los años sesenta en general). Era un teenager. Musitó en voz alta la expresión, con ese regodeo sólo privativo del reencuentro con algo de uno mismo perdido en el oscuro bosque del pasado. Se vio de pantalones vaqueros —los primeros— con el cabello entero todavía y peinado a la gomina con un jopo, saliendo del cine Rex con dos amigos y entrando a la vecina Vascongada. Vio también a Matilde en una mesa cercana —de las del rincón, que parecían de ferrocarril— y esa vez se animó a sonreírle. Luego sonó en la máquina de discos “Remember when”, mientras él ni oía a sus amigos y ni siquiera miraba a la muchacha; se imaginaba siendo tan arrojado, melancólico y atractivo, como el mismísimo James Dean. Días después se animó a invitarla a salir. Vivían en la misma cuadra de Malvín, y para lucirse sustrajo del garage familiar el casi flamante Chevrolet Bel Air de su tío en el que llevó a Matilde a dar unas vueltas por las calles del barrio para culminar en el Rodelú, cuyo enorme salón ella cruzó como si fuera una imagen inquietante de la sensualidad, con sus pantalones pescador, sus elásticas ballerinas y su larga cola de caballo. No fue más allá el acercamiento. Salieron otra vez, pero a caminar, y al poco tiempo supo que se había arreglado con Lito, justamente lo más parecido a muchacho de película en la zona. |
Sintiendo calor y amparándose en la
momentánea soledad, tomó el saco y salió a la calle. Siguió hasta el bar
más próximo, donde se atrevió con un medio y medio, y luego otro, y otro
más, mientras seguía soñando con el cincuenta y tantos. Y fue de ese
modo —rodeado por los dos costados de borrachos alegres— que se decidió
a la insensatez y sucumbió a la tentación. |
Aunque
pretendía a Matilde, sabía que en el fondo no podía aspirar a una chica
así. Le bastaba con que le hubiera concedido aquella inolvidable salida
de sábado, cuando arrimara despacio y orgulloso el automóvil a la amplia
terraza del Rodelú, con todas las miradas y las envidias de la
muchachada sobre él, al tiempo que Billy Cafaro cantaba “Marcianita”
desde algún lugar. Después, y por unos años, mientras su familia vivió
en Malvín, vio él también con cierta envidia a la pareja ideal que
hacían Lito y Matilde: eran poderosa, casi diabólicamente atractivos,
cuando caminaba ella con sus vestidos de vuelos y los zapatos de punta
de alfiler, y Lito con el amplio torso y los brazos musculosos (a fuerza
de pesas y de tensión dinámica) apretados por el buzo negro de mangas
bien cortas. |
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Cuando luego de bajarse casi de golpe media botella comenzó a dormirse sin remedio sobre el piso sucio de la cocina, empezó a arrepentirse de la llamada, de la curiosidad malsana que lo llevó a cometer el sacrilegio de enterarse que aquella escultural, intocable Matilde, era ahora una apacible, convencional cincuentona, que seguía viviendo en la misma casa que fuera de sus padres, y que el nombre de su marido era nada menos que Vicente. |
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Alejandro
Michelena
Editado por el editor de Letras Uruguay
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