De todos modos, no resulta claro por qué
tanto
alboroto, desde el momento en que se sabe que si un texto literario es
algo elaborado y complejo se hace prácticamente imposible respetarlo de
modo estricto al volcarlo en clave audiovisual. Además, en los créditos
se aclara que se trata de una versión buscadamente libre de la obra de
Eco.
La película es capilarmente una historia de tipo policial —con el
adecuado suspenso, con un Sherlock Holmes de hábito monacal acompañado
de su Watson juvenil, con crímenes que se van develando a pura deducción
racional— que está ambientada en la Edad Media. Por otro lado, hay
también una minuciosa reconstrucción histórica y de época, para lo cual
el realizador tuvo el asesoramiento historiador Jacques Le Golf y de
siete expertos en el medioevo. Tal vez por eso, no sólo se reproducen
con detalle vestimentas y objetos sino también la posible luminosidad de
entonces (con la invalorable ayuda de Tonino Delli Colli, iluminador que
trabajara junto a Pasolini en "El Decamerón" y otras películas que se
recordarán por su riqueza plástica; para los interiores, la inspiración
estuvo en los realistas holandeses y en Georges de la Tour, para las
escenas externas el pie lo dio por ejemplo Caravaggio). También son
correctas las alusiones a los problemas que sacudían a la Iglesia de
entonces, amenazada en su condición de Institución privilegiada
—vinculada al poder desde el edicto del Emperador Constantino- pero ya
no por una herejía minoritaria y/o excéntrica sino por el vitalizante
movimiento monacal generado por el franciscanismo en todo Occidente,
predicando un retorno a la pobreza evangélica para los religiosos y la
necesidad moral del reparto equitativo de la riqueza social entre los
más desheredados.
Pero "El nombre de la rosa" tiene otra riqueza de "lecturas". Por detrás
de la historia, que atrapa del principio al fin, subyacen otros
aspectos: las disputas teológicas, los celos entre órdenes religiosas
(la abadía donde tiene lugar la acción es benedictina, o sea que
pertenece a la que en ese entonces —por el 1300— era la más antigua y
venerable orden monacal de Europa), la Injusticia social, el
oscurantismo y la fealdad de un tiempo que o se idealiza o se desconoce.
Pero lo más
interesante es que el filme de Annaud no queda aquí, sino que perfila
una reflexión más profunda y menos circunstancial sobre los alcances del
fanatismo, los limites y posibilidades de la razón, la múltiple y no
siempre bien precisable presencia del Mal (con mayúscula, en su
condición metafísica).
La actuación de Sean Connery en el papel del franciscano William de
Baskerville es seguramente una de las mejores de su ya larga carrera,
modulando su personaje con seguridad e inteligencia, logrando que el
espectador lo perciba por encima de los condicionamientos de las
circunstancias pero inmerso y comprometido con ellas. Otro gran papel
corresponde a F. Murphy Abraham como el inquisidor Bartolomé Gui, el
contrincante del anterior.
Una valiosa película, rica en sugerencias conceptuales y al mismo tiempo
entretenida, con ostensibles refinamientos visuales y una bien pautada
narración. Más allá y más acá de la polémica secundarla de la que
hablábamos al principio, uno de los filmes más valederos de esta pobre
temporada de estrenos.
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