El manuscrito perdido
de Isidore
La librería Shakespeare and company de la Rue de L`Odeon en París, y en la puerta su legendaria dueña Silvia Beach. Uno de los primeros escenarios de este relato y la peripecia del manuscrito del Conde de Lautréamont. |
La tarde era gris, oscura, y lloviznaba sin cesar. Típica tarde del otoño parisino. Había estado por largo rato en Shakespeare & Company, la librería de la Rue de L´Odeon; no estaba Silvia Beach, el alma mater del lugar, con quien le gustaba hablar largamente. La sencillez de la librera contrastaba con el protagonismo que había tenido, atreviéndose a editar libros como “Ulises” de James Joyce y “Trópico de Cáncer” de Henry Miller, muy diferentes, ambos destacados en la literatura contemporánea de habla inglesa, y los dos estigmatizados y prohibidos en Estados Unidos e Inglaterra. La librería había sufrido, como todo en Francia, los crudos embates de la crisis económica en ese final inquietante de la década de los años treinta. Su incursión entre las altas estanterías laberínticas tuvo en la oportunidad un objetivo puntual: comprar la última edición de poemas de T.S. Eliot para obsequiárselos a su compatriota Susana Soca, también residente en ese entonces en la ciudad que cruza el Sena. Desde el Café Bonaparte contemplaba caer las gotas tenues sobre el empedrado; lo hacía desde la comodidad confortable de la terraza protegida por un toldo. Estaba haciendo tiempo para ir a la reunión literaria mensual en el apartamento de Susana Soca justamente. No era habitué de las mismas, pero sí concurría de vez en cuando; conoció en esas veladas, entre otras figuras notorias de la literatura francesa, nada menos que al poeta Jules Supervielle Esperaba con ansiedad verlo otra vez en esa ocasión; quería pedirle que llevara –en su próximo viaje a Montevideo- un manuscrito inédito que obraba en su poder y que un entendido le aseguró que pertenecía a Isidore Ducasse. Se lo quería enviar, a través de Supervielle, a los hermanos Guillot Muñoz, los únicos conocedores de la obra del Conde de Lautréamont en los que confiaba para determinar la validez o no de ese manuscrito que había llegado a sus manos de librero “de viejo”. No estaba el poeta… pero Susana Soca, al enterarse de su inquietud, se ofreció a hacer de intermediaria y alcanzarle a Supervielle –que se iba al día siguiente en tren hacia el puerto de Le Havre donde tomaría el transatlántico con destino al Río de la Plata- el manuscrito. Quedó ansioso, expectante, aún sabiendo que recién iba a regresar en la primavera del año siguiente. Siguió con la rutina diaria de su pequeña librería de la Rue Ronsard, y con sus trabajos e investigaciones en la Biblioteca Nacional Francesa en torno a los poetas románticos menores rioplatenses que habían sido la avanzada de la oleada de escritores de esa zona del mundo recalando en París. Vivía solo. Había llegado de joven, con el sueño de triunfar como escritor que no pudo concretar. Pero seguía allí, entre los libros y papeles antiguos que tanto lo complacían. Pero ahora tenía la ambición de hacerse conocer más allá del círculo de clientes y colegas, en caso de comprobarse la autenticidad del supuesto inédito del autor de “Maldoror” que había llegado a sus manos al clasificar el material de la biblioteca de un viejo profesor recientemente fallecido. Pero llegó el fatídico año 1940. La realidad aplastante de la guerra que sustituyó al tenso “drole de guerre” del año anterior. Francia se rindió muy rápidamente; se instaló en el sur el Gobierno de Vichy, con el anciano Mariscal Petain al frente, y el norte, París incluida, cayeron en las directas manos de los alemanes. Las tropas nazis entraron por los grandes boulevards entre las vivas y los aplausos de un sector no menor de la población. Supervielle no pudo volver en la siguiente primavera. Las reuniones en el apartamento de Susana Soca se cancelaron por obvios motivos. Y un colega envidioso de la relativa prosperidad de su negocio, en contraste con la bancarrota del suyo, lo denunció a la Gestapo develando su condición de judío. Iba a terminar sus días en la cámara de gas de un campo de concentración en Polonia.
Cuando lo conoció en una mesa arrinconada del inmenso Café Sorocabana de la plaza Cagancha, en Montevideo, era un hombre de más de setenta años, aunque aparentaba bastante menos. Bien parecido, atlético sin perder el talante intelectual acentuado por los lentes de gruesa armazón negra. Lo deslumbró enseguida, lo mismo que a otros jóvenes de ese tramo final de los años sesenta, por su enorme cultura y una vida al parecer siempre relacionada con lugares y pesonajes brillantes de las artes y las letras. Hablaba de Borges, por ejemplo, como de un pariente cercano, contando anécdotas y detalles que no figuraban ni en biografías ni en entrevistas. Decía ser asiduo visitante de la casa de los Torres-García en Punta Gorda, y se preciaba de la amistad de Manolita Piña, la matriarca de esa familia de artistas. Y hablaba de Augusto, Horacio y Olimpia Torres, los hijos, como de íntimos amigos. Al parecer tenía parentesco con Felisberto Hernández, y mantenía trato con algunas de sus viudas, como Paulina Medeiros y Reina Reyes. |
En contraste con todo esto, en su mesa del café nunca aparecían escritores o artistas, ni siquiera de moderada notoriedad. Lo que abundaban eran jóvenes poetas todavía en formación e inéditos, aparte de alguna poetisa de rima enfática y perfil romántico y algún plumífero ateneísta. Fue en una tarde de fuerte tormenta. No llevaba paraguas y se había empapado; pasaba frente al Sorocabana y buscó refugio en su cálido salón, arropado por el olor a café molido y el sonar de los pocillos al ser lavados. Desde la mesa de siempre lo llamó Vicente, que así se llamaba el hombre –vagamente profesor, supuestamente investigador literario, seguramente eterno estudiante de Facultad de Humanidades-, lo invitó a tomar una leche caliente que según él era el mejor antídoto para conjurar cualquier consecuencia negativa de esa mojadura. Estaban solos, y aprovechó tímidamente a preguntarle por algunos poemas que le había dado para leer hacía ya tiempo. Se los comentó de manera casi telegráfica, empleando un lenguaje ampuloso y oscuro, con tecnicismos lingüísticos, al punto que le quedaba la duda si le habían parecido aceptables o deplorables… No tuvo tiempo de seguir desconcertado, porque cambió de tema. Hablando bajo, en tono casi conspirativo, le confesó que tenía en su poder un manuscrito inédito de Isidore Ducasse. --Fijate vos, del Conde de Lautréamont, nada menos – esto lo dijo regodeándose en sus propias palabras- , y es la joya de mi extensa biblioteca che… |
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Quedó maravillado con ese dato. Había leído con fruición los Cantos de Maldoror en una buena traducción, que lo apasionaron y lo apabullaron al mismo tiempo. En la noche, en su cuarto, deseó fervorosamente tener en sus manos esa maravilla. Unos días después, en el café, en un aparte de la siempre proliferante tertulia, le dijo al oído: --Querido Daniel, te lo voy a mostrar sólo a ti, el único que lo merece de todos estos… Pero será a su debido tiempo… Supo después, en otra conversación en solitario con Vicente, que había llegado a sus manos a través de un pariente de Susana Soca, quien se lo había llevado del “hotel particulier” de la calle San José, donde residía la poeta, luego del terrible accidente de aviación en que murió. --El bandido se llevó además un cartón de Juan Gris, un candombe de Figari, una linda ronda de muchachas de Petrona Viera… Total, todo iba a ir a remate; consideró que estaban mejor en sus manos. A mi me regaló, luego de mucho rogarle, ese poema de puño y letra supuestamente de Lautréamont. Los cuadros al final, a la vuelta de los años, los pasó a vintenes en un momento de crisis financiera. ¡Me los hubiera regalado también, aunque fuera el de la pobrecita de Petrona, a quien yo solía visitar en su casa quinta de 8 de Octubre en sus últimos años! Pasaron los meses, transcurrió el largo y cálido verano. El hombre desapareció del café, y los mozos le comentaron que de diciembre a marzo se instalaba en Piriápolis y no pisaba Montevideo. Recién en el mes de abril se enteró de su fallecimiento, de manera casual al mirar distraídamente un obituario rimbombante en el suplemento hueco grabado de El Día de los Domingos, escrito y firmado por la propia directora, Dora Isella Russell, la eterna secretaria de Juana de Ibarbourou. Días después, en el Sorocabana, habitués de la mesa le contaron –indignados- que una sobrina nieta que nunca lo veía, única heredera, mal vendió la biblioteca a precio vil en la Feria de Tristán Narvaja, y que tiró a la calle montañas de papeles. --Ahí fueron, Daniel, los manuscritos del Maestro –así lo llamaban -. Dos de nosotros quisimos rescatar algo pero nos ganaron de mano los recolectores de papeles viejos que pasaron con su carro antes. Le dolió de veras ese final, que le parecía inexplicable en alguien que rebosaba salud y vitalidad. Más adelante supo que Vicente, tan compuesto en apariencia, de cuando en vez se tornaba en un fauno ansioso y perentorio, estado que en general culminaba en brazos de una prostituta. Pero esa vez no… conoció en un bar de mala muerte cercano al puerto a una mujer que le pareció misteriosa y a la vez fascinante; luego de hablar un buen rato se encaminaron a un hotel de cuarta cercano que ella conocía; allí, luego de los prolegómenos y ya desnudo, sin que lo notara le agregó al whisky que él había comprado por el camino un potente somnífero… La intención era robarle solamente, pero se le fue la mano en la dosis. Estos detalles lo supo Daniel a través de su prima Susana, secretaria en el Juzgado donde fueron llevados la mujer y su cómplice, quienes no escatimaron detalles creyendo así hacer méritos para que el Juez fuera un poco más benévolo, aunque el efecto fue el contrario. Recorrió varios domingos los puestos y librerías de lance de la Feria de Tristán Narvaja; encontró decenas de libros dedicados a Vicente que sin duda provenían de su desmembrada biblioteca. Y los compró, como una forma de conservar algo de su memoria. Pero nada de los papeles, y menos del manuscrito de Isidore Ducasse.
Bajaba del taxi cuando sonó el celular. Caminando de prisa por la plaza de esculturas del World Trade Center –esa modesta versión montevideana de un centro de negocios- esperó a entrar en la torre correspondiente a su oficina para oír el mensaje de voz. Era Melisa, la vendedora de libros por Mercado Libre que le aconsejaba y conseguía buenas novelas. La lectura era su forma de desconectarse de su estresante trabajo de relaciones públicas; a diferencia de sus compañeros no era afecto a estar permanentemente enganchado a las redes. La llamó subiendo en el ascensor panorámico, mirando distraídamente hacia el Puerto del Buceo. Y arreglaron para verse en la tardecita en el Café Nómade, su lugar preferido y a pasos de su apartamento del Cordón Sur. Llegó temprano y tuvo que esperar a la muchacha. El somellier del café, Leandro, le recomendó un café a la turca. Melisa al llegar pidió lo de siempre: un café doble bien cargado. Le trajo esa vez los últimos libros de Eduardo Sacheri y Juan Villoro; en ambos valoraba, aparte de la indudable calidad literaria, la pasión –que compartía con ellos- por el fútbol. Pero esa vez ella traía algo más, algo especial para ofrecerle: La montaña mágica, de Thomas Mann, en dos enormes tomos de la edición de Santiago Rueda de los años cuarenta, y un raro tratado de Alquimia (hacía poco había comenzado a indagar en esa misteriosa y ancestral disciplina). Habían pertenecido –le dijo Melisa- a un viejo profesor muerto en circunstancias confusas más de cuarenta años atrás. Lo acompañó hasta su casa, porque eran tres bolsas bastante pesadas; al abrirlas se llevó la sorpresa de encontrar manuscritos viejos, algunos con apariencia de antiguos. De esos papeles lo único que le interesó fueron los poemas a máquina de un tal Daniel, cuyo apellido no le sonaba para nada, seguramente un aspirante a poeta al que la vida llevó después por rumbos que castraron su inquietud literaria. Lo demás fue a dar al contenedor de basura de la esquina, incluyendo un texto manuscrito, en apariencia escrito con pluma, en francés, demasiado entreverado para su gusto, que firmaba un tal Conde de no se qué… A la madrugada, un plancha que merodeaba habitualmente la zona, rebuscándoselas como cuidacoches cuando no estaba pasado de rosca con la droga, buscando algo de valor rescató los papeles desechados. Al poco tiempo al Bryan le cambió la suerte. Comenzó a destacarse como rapero, primero en los ómnibus del transporte colectivo hasta que un boliche del barrio lo contrató por lo bueno. Su caballo de batalla era un extraño texto con mucho de surrealista, que a algún poeta notorio y a un riguroso crítico literario le parecieron algo genial. Lo entrevistaron en radios, alternó en programas de TV, cruzó a Buenos Aires donde actuó durante seis meses en un bar nocturno de San Telmo. Se instaló en un apartamento que su productor consiguió por canje. Vestía como un cheto más de Pocitos, pero conservaba el corte de pelo de sus tiempos de plancha, su distintivo como rapero. Se lo vio en fotos de una revista de sociales, junto a cierta princesa puntaesteña. Agradecía a San Pancracio, del que era devoto, el haber encontrado esos papeles en francés, que le tradujo un homosexual crepuscular –que había sido docente de ese idioma- que residía en un caserón de la calle Charrúa y a quien complacía de vez en cuando a cambio de unos pesos. El hombre quedó intrigado con el escrito y quiso saber de dónde lo había sacado… Bryan le dijo que pertenecían a una anciana de la zona a la que él ayudaba con los mandados; que habían sido de su hija fallecida y la buena mujer quería saber qué decían. Al poco tiempo el hombre falleció, y ya libre de testigos del origen del texto se animó a transformarlo en un rap; lo fue escribiendo en el celular mientras lo cantaba, y después lo memorizó. Complementó su repertorio con unas improvisaciones que venía practicando. Así comenzó esa etapa que lo llevó a tener cierta fama, dinero y mujeres. Se hizo amigo, o algo más, de un bailarín del Sodre, que logró que pudiera actuar en una de las salas del Teatro Solís, donde lo pudo ver un diplomático español que le consiguió una invitación para pasar una temporada en Barcelona. Y todo gracias a los papeles de ese tal Conde de Latre no sé cuanto –se dijo mientras preparaba el equipaje. --¡La de catalanas y gallegas que me voy a coger! … ¡Soy Suárez! – exclamó mientras cerraba el apartamento y se apresuraba porque el Uber esperaba abajo para llevarlo al aeropuerto. |
Alejandro
Michelena
Editado por el editor de Letras Uruguay
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