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Égloga
levemente onírica |
Al dulce lamentar de dos pastores... |
Mientras
bebo los restos del café trato de ordenar los recuerdos de los meses
pasados. Estoy en la mesa anónima de bar, escuchando voces y ruidos y un
piano lejano. Me siento como un insecto, castigado por la medialuz
crepuscular. La bruma se apodera de mis ojos, y creo sonreír cuando me
voy durmiendo. ...Palomas
dan vueltas en túneles sin fondo. Monjas bailan en silencio, descalzas.
Desde la distancia, me saludan el Hermano Pandolfo y el Anciano. Después
me veo sobre una góndola, recorriendo extrañas cloacas en compañía de
Cándido y Hermafrodito. Llegamos a un muelle en el que nos espera
Quasimodo, con la mirada fija, instalado en su nido de odio... Entonces
vuelve el murmullo del bar. Y sé que estoy solo, irremediablemente. Una
extraña fuerza me llevó –aquel fin de semana de hace tres meses– a
salir de la ciudad y la rutina. Abandoné la oficina a pasos lentos. Miré
indiferente los semáforos y compré, por inercia, el periódico
acostumbrado. Al llegar a mi barrio comprobé que los vecinos me reconocían
y saludaban, y no tuve más remedio que mirarlos con alegría. Esa
misma noche preparé unos refuerzos y los envolví junto a algunas
galletas, ubicando todo en la vieja mochila que había sido de mi abuelo.
Salí de madrugada, con la luna a mis espaldas. Llevé –a falta de ropa
adecuada– un gastado conjunto de jean que encontré en el fondo del
ropero. Consideré que no valía la pena avisarle a la dueña de la pensión
que me iba por tres días. Además, no soporté nunca sus recomendaciones
empalagosas y la curiosidad malsana que destila su gordura. Recorrí
calles y más calles, topándome con perros sin rumbo. Desde el suelo se
elevaba ese vapor ambiguo del pre amanecer que obliga a los viejos a
morirse y a llorar a los niños y a desesperarse a los insomnes. Las
estrellas se apagaban, como si las borrara una mano invisible. Por
fin el día se elevó. Para entonces llegué a una de las tantas
carreteras, seudópodos que la ciudad extiende más allá de sus dominios.
Un camión de transporte de ganado se detuvo, ante mis gesticulaciones. Me
hicieron subir a la parte trasera, donde unos cerdos andaban de un lado
para otro. Tuve que apelar a mis recursos de seducción, y al contenido de
la mochila, para calmarlos. Cuando ya estuvieron algo tranquilos y sus
ojillos parecidos a botones me reconocieron como algo familiar, pude
respirar hondo y echarme en un rincón. El
vehículo avanzó. El zumbido del motor fue adormeciéndome. Pensé en lo
que había sido mi vida desde que terminé la secundaria. Era difícil
evocar, sin avergonzarme, las ilusiones de aquel tiempo. Estaba seguro que
la justicia y la solidaridad dependían de mi esfuerzo. Que el mundo era
un valle luminoso, y que para verlo en todo su esplendor debía despojarme
de los cristales oscuros que opacaban mis ojos. Aspiraba a encontrar una
buena compañera que me diese muchos hijos. Integraba cuanta organización
existía en la parroquia. Y hasta llegué a dirigir un modesto periódico
que buscaba elevar la moral de los feligreses. El
camión frenó de golpe. Abrí los ojos cuando los cerdos ya comenzaban a
arrancar girones de mi ropa. Me incorporé con un lamento. Estaba débil,
mareado, y sentía muchas ganas de orinar. Como pude salté a la
carretera, con tan mala suerte que rodé cuneta abajo golpeándome la
cabeza en una piedra. Me
sorprendió despertar acariciando una larga barba. El anciano a quien
pertenecía sonrió, tranquilizándome, y alargó su mano hasta poner
frente a mis ojos una jarra de la que se volcaba leche espesa que me
resultó parecida a la nieve. Mientras bebía, observé los tirantes de
madera del techo de la habitación, donde las gallinas estaban quietas
como estatuas. Se oía el piar indefinido de las aves. El
Anciano hablaba poco, y nunca abandonaba esa expresión de beatitud que
neutralizaba toda zozobra. Solía cantar entre dientes algo que me trajo
reminiscencias infantiles, al tiempo que cuidaba la olla que estaba en el
fuego. Alrededor
de la tosca mesa de madera se sentaron, además del Anciano, un hombre con
rostro aniñado que de a ratos lanzaba miradas ambiguas, y otro de
facciones agudas y gestos medidos que por la vestimenta debía ser
religioso. Un gato se deslizaba por los rincones y la luz del atardecer
invadía la humilde vivienda. Es
oscura la circunstancia que me condujo de la soledad bucólica de aquel
campo a este café. La clave está en los acontecimientos posteriores a mi
recuperación del golpe recibido. Porque antes era un tímido oficinista.
En mi vida bastaba la semanal reunión con mis dos únicos amigos y el
espaciado encuentro sexual con alguna buena samaritana de eros. Apenas
lograba pagar el cuarto de pensión y la comida en la fonda. Mi única
novia se aburrió de mi gastado traje lleno de arrugas y mis silencios y
mi calva precoz y mi aliento sin esperanza. El
tiempo al lado del Anciano me produjo recuerdos tan deprimentes que
necesito convencerme de la estima del mundo. Y me dio fuerzas para seguir
representando el papel de un dichoso animal frente al interminable
auditorio de los muertos. Ellos no prestan atención a mis piruetas, pero
si dejo de hacerlas es probable que yo sí distinga sus sombras,
extendidas más allá del posible horizonte, como insoportables testigos
dispuestos a aplastar cada esperanza y todo amor. En
unos días me fui recuperando. Y un poco después pude estar en la puerta
a las horas de sol, escuchando los ruidos del bosque y mirando el temblor
incesante del ramaje. Me acompañaba Cándido, quien, en su idiotez pacífica,
era tan entretenido como un conejo. A veces se acercaba el Anciano,
haciendo un alto en sus labores, y me contaba sus historias. Una
de ellas llegó a provocarme pesadillas. Había acontecido allí, muy
cerca, en el cerro vecino. En su juventud el Anciano se dedicaba a cortar
leña para vender en el pueblo al llegar el invierno. Un día se extravió
en el laberinto de eucaliptos, y cuando el sol se puso se encontró al pie
del cerro. Como estaba cada vez más oscuro decidió buscar refugio entre
las rocas. Sólo pudo descansar a medianoche, en una gruta húmeda. ...Dormía,
cuando la luz de una antorcha fue acercándose, y una mano lo obligó a
levantarse y lo condujo por largas galerías hasta un extraño lecho de
piedra. Volvió
a ubicar el lugar años más tarde, cuando llegó otra vez a esa cueva,
donde idéntica mano lo condujo al mismo sitio. Luego la criatura –casi
irreal– le mostró el hijo, que él adivinó o quiso creer fruto del
primer contacto que habían tenido. Le rogó que lo llevara al exterior,
que lo tuviera a su lado, que lo salvara de la incertidumbre subterránea. El
Anciano no vio nunca más a Hermafrodito. Así le llamaba porque “Tenía
los dos atributos” –me explicó gráficamente– acentuando las
palabras con gestos elocuentes... Algo
lo obligó a evitar desde entonces esa extraña cueva poblada de
estalactitas... Lloraba
largamente cada vez que me lo contaba. Las lágrimas resbalaban como
perlas por ese rostro casi centenario. Me confió la sospecha –que se
había transformado en pesada cruz– de que había concebido otro hijo
con la criatura de las sombras. El
invierno cayó sobre las arboledas sin hojas. Todos los domingos almorzaba
con nosotros el Hermano Pandolfo. Después, junto al crepitar de los leños
en el fuego, nos hablaba del Evangelio. Le gustaba conversar conmigo a
solas, y en una de esas charlas me preguntó por qué razón no volvía a
la ciudad. Desconcertado, le contesté varias incoherencias, entre las
cuales la menor fue mi pretendida decisión de ayudar al Anciano a
encontrar al hijo desconocido. El Hermano me sonrió con bondad –o tal
vez lástima– explicándome que el buen hombre hacía tiempo que
deliraba un poco, y que Cándido era hijo natural de una lavandera del
pueblo, y que el cerro estaba habitado nada más que por cuervos. No
obstante, con el rodar de los días, mi interés en la historia fue en
aumento. Hablábamos constantemente del asunto, y un esplendoroso amanecer
lo convencí que ya era hora de buscar el encuentro con ese hijo que, aun
sin estar seguros que existiera, bautizamos Quasimodo. Cerramos
la puerta con una enorme tranca. Soltamos las cabras, el gato y las
gallinas. Atamos a Cándido a un árbol con una cadena, teniendo la
precaución de dejar a su lado un jamón entero, agua y galleta de campaña.
Después avanzamos por un sendero angosto. Él iba delante, encorvado,
moviéndose con un balanceo de hormiga. Llegamos
por fin al pie del cerro luego de una obsesionante travesía. Debimos
sortear barrancas, tajamares y arbustos, y cuando notamos que el terreno
comenzaba a elevarse y se iba volviendo rocoso, dimos gracias. ...Quasimodo
tenía facciones duras. Sus lentes eran de gran aumento y estaba sentado
en una especie de nicho empotrado en la roca, disecándonos con su mirada
viscosa. El Anciano se emocionó al verlo, y a gritos comenzó a proclamar
que se trataba del hijo que buscábamos. Desde
los rincones llegaban emanaciones fétidas, pero él insistió en
pernoctar allí. Como estábamos demasiado cansados, nos dormimos,
acunados por esos ojos que nos odiaban sin hipocresía. Fue
un aullido intenso y lastimero el que me despertó. El Anciano, desnudo,
se sacudía, tratando de liberarse. Un resplandor surgía en el otro
extremo del recinto. La boca de un horno se abría donde la noche anterior
no vimos más que piedra rugosa y húmeda. Quasimodo levantó con una sola
mano al pobre viejo y lo arrojó violentamente sobre la gran parrilla... Corrí
durante días, alimentándome de raíces, hasta que llegué al pueblo,
rendido. Cuando
abrí los ojos me encontré en una cama de hospital. Varias personas me
observaban. Entre ellos el Hermano Pandolfo y alguien que dijo ser el Jefe
de Policía. Me interrogaron sobre el paradero del Anciano. Me enteré
también que a Cándido lo habían encontrado cubierto de hormigas. No
bien se retiraron, en un descuido de la enfermera me escapé por el
tragaluz del cuarto de baño. A la tarde siguiente –luego de un viaje
tan accidentado como el que me condujo a esos parajes– estuve golpeando
la puerta de la pensión. La vieja me recibió como al hijo pródigo. Se
sorprendió, sí, un poco, al verme en pijama, más logré distraerla con
frases de halago. Mientras
observo la borra de café, me doy cuenta que ya no tengo dinero ni
trabajo; la prolongada ausencia resultó factor determinante para que me
despidieran. Me duermo por unos minutos, o por unas horas, y al abrir los ojos tengo dolores en todo el cuerpo y un manto de angustia me cubre. El contorno es idéntico al de hace un rato: ruidos de tazas que se lavan, conversaciones vagas que se pierden, y el piano siempre como fondo. De algo estoy seguro: las estrellas, más allá de los vidrios empañados y sucios, más allá de esas luces y aquellas nubes turbias, ni siquiera nos miran. |
Alejandro Michelena
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