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Dos palacios montevideanos: Díaz y Lapido

Alejandro Michelena

El Palacio Lapido, de 18 de Julio y Río Branco, sorprende todavía por la actualidad límpida de sus líneas. Sorprenderá más saber que se construyó en 1929, inspirándose sus hacedores –los arquitectos Aubriot y Valabrega– en el expresionista alemán Eric Mendelsohn (lo que está claro en la torre asimétrica que lo corona y en los balcones redondeados). Su fachada sigue otorgándole a nuestra calle mayor un toque de calidad, que contrasta lamentablemente con tantas torres más modernas.

El inmueble es notorio por haber albergado durante décadas a empresas periodísticas (funcionando en su entrepiso incluso los talleres gráficos). La que estuvo más tiempo, y que fuera propiedad de los Lapido, fue La Tribuna Popular. Fue este un diario popular por excelencia, que entonces no tenía competencia al salir al mediodía, que tenía filiación blanca. Pero el Lapido fue luego sede de El Popular, órgano oficial de Partido Comunista clausurado en 1973. Y ya en los ochenta –por breve tiempo– se instaló allí Lea, diario de tendencia colorada y batllista.

Lo más importante del Palacio Lapido es esa condición de testimonio de un tiempo en el cual Montevideo era en el mejor de los sentidos caja de resonancia de búsquedas estéticas, que se reflejaron en la plástica, en la literatura, en la música, y en ejemplos de arquitectura como éste.

El Palacio Díaz, ubicado en la cuadra antes de llegar a Ejido viniendo del centro, y sigue siendo lo más parecido entre nosotros a un rascacielos neoyorquino en pequeño. Ello es debido fundamentalmente a su torre, en punta, con reminiscencias del Empire State. Fue terminado a comienzos de los treinta y es obra del arquitecto Ruano.

El promedio de edad de los que habitan allí, al igual que en el Palacio Salvo, es abrumadoramente alto en favor de los mayores de sesenta años. Se da el caso de personas que nacieron en esos apartamentos y aún siguen habitándolos, y de veteranos y veteranas que inauguraron el edificio y que todavía transitan por sus melancólicos corredores. Su altura sigue siendo de las mayores en la avenida, por lo que la vista desde sus pisos altos –más que nada desde la pequeñísima azotea que corona la torre– resulta privilegiada, al punto que es muy frecuentada por camarógrafos y fotógrafos.

Alejandro Michelena

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