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Don Carlos Racine |
Qué montevideano no se ha preguntado alguna vez, contemplando la belleza y armonía de nuestros parques urbanos, quién los ideó y en qué circunstancias. Por eso resulta interesante evocar la historia de Carlos Racine, francés que terminó sus días en el barrio de La Unión, y que fuera el creador de la mayoría de los espacios verdes de la ciudad. Había nacido en Dieppe, localidad de Normandía —en la costa atlántica de Francia—, siendo hijo de campesinos. Signado por su origen, realizó estudios de horticultura en un instituto de Versailles. Se graduó con el título de Ingeniero en la materia, y antes de cumplir los treinta años emigró al istmo de Panamá, entonces bajo dominio francés, donde comenzó a destacarse como "paisajista". Su aventura panameña tuvo un final abrupto porque lo atacó la temida fiebre amarilla, una pandemia que hizo estragos durante el siglo XIX; al curarse se instaló en Caracas para su convalecencia, retornando luego a Paris. |
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Fue allí que lo encuentra Francisco Vidiella, el pionero de la viticultura uruguaya, quien lo trajo para diseñar su parque privado. Luego de cumplir el encargo, el ingeniero retorna a su país. Pero vuelve a ser contratado para trabajar en América, esta vez en Sucre, Bolivia, donde diseñará los jardines de un opulento propietario de plantaciones. Su empleador muere cuando estaban promediados los trabajos, y Racine queda sin trabajo. Después vendrán su viaje a La Paz en lomo de mula, y sus estudios durante tres meses del "árbol de la goma". Por fin retorna a la zona platense con la esperanza de embarcar con destino a Europa, pero en Montevideo conocerá a Antonio Lussich, quien ya había concretado su bosque ejemplar de especies únicas en Punta Ballena, y lo convenció de quedarse. De ahí en más pasa a residir en La Unión, por aquel tiempo todavía un pueblo cercano a la capital. Oxígeno para una ciudad en vertiginoso crecimiento A la mano de este francés enamorado de la naturaleza se debe la clásica plaza unionense, hoy denominada Cipriano Miró. La diseñó en 1895, con la colaboración de su hermano Ernesto, y aprovechó en la demanda el espacio de una añeja plaza allí ubicada desde los tiempos de la Guerra Grande. Racine tuvo una incesante actividad por aquellos años. Creó los jardines que rodean Facultad de Veterinaria y los que adornan el Hipódromo de Maroñas, así como el parque Fernando García en Carrasco y los canteros de Bulevar Artigas. Uno de sus primeros trabajos de gran dimensión fue la planificación del que se iba a denominar Parque Central —a partir de los terrenos de la añeja quinta de Pereira—, que pasó a llamarse en la segunda década del siglo XX Parque de los Aliados (como homenaje a los triunfadores en la Primera Gran Guerra), para ser después del año 1930 y hasta el presente el Parque Batlle. Por la misma época diseñó las plazas de Dolores, Melo y Paysandú. El bucólico Jardín Botánico |
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Pero la obra de mayor aliento emprendida por Carlos Racine fue el Jardín Botánico. Junto a él, colaboraron en esa gigantesca tarea varios conocedores del tema: José Arechavaleta, el gran naturalista, quien tuvo la idea de realizar ese parque; también Cornelio Cantera, quien donó el primer conjunto de plantas autóctonas para el futuro "jardín"; y el popular periodista Daniel Muñoz, quien motivó a la opinión pública a apoyar el emprendimiento. El proyecto fue aprobado en 1902. Las tierras disponibles eran muy variadas: terrenos bajos, aptos para la flora acuática; costa del arroyo Miguelete, ideal para que se desarrollara el bosque criollo; sitios con abundante humus donde podía crecer todo tipo de plantas y árboles; lugares altos, secos y pedregosos, propicios para ciertas especies. Una vez en desarrollo este "jardín de plantas" montevideano, los paseantes pudieron disfrutar de la caoba criolla, el iberá-ró, el higuerón, el sarandí colorado, el molle resinoso, el ceibo rosado y el colorado, el timbó (conocido |
popularmente como oreja de negro), el quebracho. En poco tiempo el Botánico llegó a contar con 500 mil especies, la mayor parte en tierra pero un número significativo en macetas. A las ya nombradas hay que agregar: jacarandas, olmos, palmeras, castaños, robles, fresnos, acacias y álamos, sin olvidar las muchas variedades de pinos y eucaliptus. Un destacado aporte de este paisajista a la estética vegetal montevideana tuvo que ver con su proyecto para el Prado Oriental. Racine realizó allí el Rosedal, que hoy seguimos disfrutando; se inauguró en 1912. El sueño de un parque nacional Este trabajador incansable se vio de golpe inactivo al llegarle la edad del retiro, poco después de haber concretado la bella "rosaleda" pradense. Y cuando ya se había resignado a la vida de pasivo acontece un hecho que le da una nueva oportunidad de trabajar en lo que tanto había amado: el diseño de jardines y parques. El Estado recibe, de la sucesión de Doroteo García, una franja de arenales ubicada entre el Río de la Plata y los grandes bañados de Carrasco; se recurrió entonces nuevamente al veterano mago de las plantas, contratándolo para que creara en ese semi-desierto de dunas un "parque nacional". En entusiasta anciano francés contó, en la demanda, con nada más que veinte peones y un capataz. Pero su capacidad técnica y disposición para el trabajo eran inmensas; concibió rápidamente un proyecto viable para un área tan poco apropiada, y comenzó su lucha contra una naturaleza inhospitalaria. Los arenales cambiaban día a día con el viento —como sigue sucediendo en la zona rochense de Cabo Polonio—, lo que tornaba la labor casi un trabajo de Penélope, que había que rehacer en cada jornada. Hubo que proceder además a la desecación de áreas pantanosas y al trazado de caminos. Don Carlos trabajaba a la par de sus hombres, a veces con el agua hasta la cintura, capacitando sobre la marcha a un personal que distaba de ser idóneo. La tarde en que se plantó por fin el primer eucaliptus, Racine lo celebró con todo el equipo de colaboradores brindando con un buen vino francés. A ese primer árbol iban a seguir, en los meses siguientes, miles de ejemplares. Sauces, álamos, robles, acacias y variedad de pinos, acompañaron a los iniciales eucaliptus en muy poco tiempo. Y no faltó una herradura verde de palmeras, y tampoco los ceibos, proporcionando al conjunto un toque púrpura y telúrico. Carlos Racine puso en ésta, su última gran obra, mucho corazón y cerebro. Y desde la administración del novel Parque Nacional de Carrasco dirigió los destinos iniciales de lo que al comienzo fue un sueño, una utopía, y que hoy seguimos disfrutando. Crepúsculo unionense El gran viejo se retiró, ahora sí en forma definitiva, luego de dejar encaminada esta magna obra. En adelante se le vio recorrer con paso cansino las calles arboladas de La Unión, y cruzar esa plaza que siendo todavía joven había sido uno de sus primeros aportes al pulmón verde de su ciudad de adopción. El "fransé de los árbole", como le llamaba la gente sencilla, solía transcurrir las tardes en el entonces gran café La Liguria, sobre 8 de Octubre, tertuliando con otros veteranos. Algunas tardes pasaba a buscarlo su hijo, el doctor René Racine, quien lo llevaba —en su ultramoderna Chevrolet "voiturette"— a caminar por el Jardín Botánico. Avanzaban los años veinte, con su carga de modernidad y de vértigo. El anciano recorría despacio —con emoción y complacencia— los senderos del uno de los parques más hermosos de los que habían surgido de su imaginación y laboriosidad. Seguramente, ese joven de rancho de paja y pantalones oxford y la muchacha con pollera corta y pelo a la garçon, que lo miraban con curiosidad, seguramente ni sospechaban que podían disfrutar de esa naturaleza privilegiada gracias a él. |
Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com
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