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El destino en un sueño |
Un
color rojo pálido cubría el horizonte. El muchacho contemplaba el agua
que latía, nerviosa –donde extraños brillos se multiplicaban–,
sosteniendo la respiración, en una postura estática pero expectante. Era
la hora indefinida de comienzos del crepúsculo, pletórica de sombras y
definiciones. Sentía sobre sí el peso de un día cargado de emociones
contradictorias. Lo acompañaba el monótono golpeteo del leve oleaje
muriendo junto al murallón de la rambla. Alguien
que lo hubiera visto, nimbado así de profunda melancolía, con la mirada
perdida sobre el horizonte que se iba difuminando, no se habría imaginado
su reciente éxito estudiantil. Comenzaban largos días sin
preocupaciones, de morosos baños en la playa, de extendidas siestas sin
horario. Sintió de pronto escalofríos; dejó la posición contemplativa
y caminó a paso firme. En
su prisa, tropezó con un mendigo casi echado en medio de la vereda que
acomodaba a su alrededor sucias bolsas disponiéndose a dormir. Esto le
dio rabia; no podía soportar algo así; le asustaba esa apariencia de pájaro
desvalido del pobre hombre. Como
no tenía ganas de volver a su casa buscó un bar. Entró a uno, el más
antiguo y decadente de la zona. La radio desparramaba en el ambiente
noticias de guerra y de muerte, con pausas para recomendar qué ropa usar
o qué computadora comprar. Se ubicó en una mesa junto a la ventana,
replegándose en la silla desvencijada. Se concentró en el color negro
del agrio café y volvió a abstraerse. Sintió que había un halo
agobiante y molesto, que se expresaba a través de la humedad y la amenaza
de tormenta. Se
encontró de pronto pensando en Inés. Tal vez porque su apartamento
quedaba muy cerca y, pensó, podía visitarla. Recordó enseguida que habían
quedado en verse únicamente los domingos, por disposición de su anacrónica
familia. Sonrió al recordar el enorme sofá del ridículo living,
el té y las masitas, las sonrisas empalagosas de la madre y tías, la
fingida candidez de ella y cuando quedaban solos su boca de blandura
pegajosa, la ansiedad con que incitaba en sus manos torpes la tentación
de palpar su esmirriado cuerpo por debajo de la ropa. Bebió
de un golpe toda el agua del vaso. Salió del turbio recinto. Caminó
hacia su casa, arrastrando los pies como si fuera un viejo. Estaba tenso.
Sentía un cansancio enorme, se encontraba agobiado, le parecía llevar
sobre sus hombros el mundo entero. En
pocos años se iba a recibir de médico. Como su padre lo era, seguramente
podía aspirar a trabajar en mejores condiciones que muchos de sus compañeros.
Aunque, por el momento sólo quería vagar sin rumbo; caminar al azar por
calles desconocidas y sentirse otro, con otras posibilidades y otra vida. Comió
casi sin hablar. La familia lo esperaba con algo encargado especialmente a
la mejor rotisería; pensaban festejar el resultado del examen de Anatomía.
A todos sorprendió su mutismo y aparente tristeza, la demasiada prisa por
irse a dormir. Pero tardó en conciliar el sueño. Estaba agitado,
inquieto, casi angustiado. Despertó
bruscamente, a una hora imprecisa de la madrugada. Estaba lúcido, pero un
sutil embotamiento lo cercaba. En su memoria quedaban, retorciéndose, las
hilachas del recuerdo de una extraña pesadilla. ...Se
veía deslizar, despacio, sin ruido, por el mosaico pulido de uno de los
grandes salones de la facultad. Iba desnudo, llevando en sus manos el añejo
manual de Anatomía de Rouviére, en el que había estudiado su
padre. De
pronto, en un rincón y sobre una de las mesas de disección, pese a la
semipenumbra pudo vislumbrar a Inés, también desnuda. Allí se dio
cuenta que su extrema flacura, sus pechos demasiado pequeños, sus caderas
estrechas, todo lo cual la asemejaba a los cadáveres sobre los que había
estudiado todo ese tiempo para el examen... Le
angustiaba la posibilidad de seguir durmiendo. Se arrodilló en la cama.
Quiso murmurar alguna de las oraciones aprendidas cuando niño de boca de
su madre, esas que desde los tiempos liceales había dejado de lado no por
rechazo sino por mera indiferencia. No recordaba ninguna, y a lo único
que atinó fue a quedarse quieto, sereno, en silencio y con la mente en
blanco, hasta que un estado de cierta paz desconocida comenzó a acunarlo
suavemente. Un rato después volvió a acostarse. Estaba tranquilo. Las elucubraciones del día anterior, la grisura torva del final de la tarde, la reciente pesadilla, su desconcierto habitual ante el futuro, todo le parecía lejano. Antes de ser arropado por el sueño pudo sentir como propio –por vez primera– el objetivo de llegar a médico (hasta el momento apenas una aspiración familiar), y la determinación de culminar de una buena vez el rutinario noviazgo con la insulsa de Inés. Entre brumas, y antes de alejarse en compañía de Morfeo, desfilaron ante él –como ovejas contadas a causa del insomnio– sus más atractivas compañeras de facultad, esas que a causa de su extrema timidez nunca se había atrevido a mirar con atención. |
Alejandro Michelena
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