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Delmira: mito permanente
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El
Novecientos uruguayo, generoso en valores literarios, que reuniera a una
constelación de talentos como nunca antes ni después se dio en el país,
produjo —no podía ser de otra manera— también sus mitos. Los hubo
con más o menos base en la realidad de una obra, y no siempre referidos a
personas. Abarcaban por ejemplo los lugares: la Torre de los Panoramas,
donde se reunía el cenáculo del poeta Julio Herrera y Reissig; el
Consistorio del Gay Saber, donde hacía lo propio el que rodeaba al futuro
maestro del cuento Horacio Quiroga; el café Polo Bamba, el más emblemático
de nuestra bohemia artística. Pero también tuvieron relación con las
conductas transgresoras y audaces, y hasta con las modas, como el uso del
sombrero de ala ancha y las grandes corbatas de moña. Ecos de todos estas
mitologías han llegado —si bien muy tenues— hasta
nosotros. En
este contexto es perfectamente ubicable la figura de la poeta Delmira
Agustini, encarnando tal vez el más duradero de aquellos mitos. El único
que hoy, en un mundo tan distinto, mantiene la necesaria vitalidad como
para conmover e interesar a una generación cuya problemática es tan poco
asimilable a la que viviera y sufriera el ser humano Delmira. ¿Cuál es el secreto de tal persistencia? En primer lugar que el mito surge de la propia obra; los elementos de índole biográfica están apuntalados, justificados, decantados por ella. En segundo término —en íntima relación con la poesía— Delmira fue estrictamente una pionera. Es lo que afirmara Sarandí Cabrera cuando escribió que: “El amor, floreciente u oscuro, que es el centro de la obra de la poetisa, recién con ella se encuentra (si prescindimos de la antigüedad) cantado desde un enfoque femenino”[1] A
la luz de tal lectura de sus textos, podemos entender mejor la fascinación
que ejerce el personaje delmiresco en un
amplio y siempre renovado espectro
de entusiastas lectores. La
concreta historia personal con sus peculiaridades, la ambigüedad que la
penetra, la tragedia que la clausura como un verdadero efecto teatral,
adquieren sentido, se iluminan, sólo a partir de lo textual, de los
poemas. |
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Es que el tema, y más aún, la razón profunda de su obra, está centrada en el amor erótico y su laberinto abismal, algo que la marcó en su vida y en su muerte. Por ello sucumbe; por ello se salva para el arte. Sus poemas, no siempre de parejo nivel, logran en ciertos momentos una fuerza que convoca algo nuevo. Esto es lo que bien apunta Ángel Rama: “Con una fantasmagórica decoración de teatro, con un vulgar amaneramiento seudo culto y con un erizamiento sensual de todas las imágenes, consigue sin embargo en una veintena de poemas un acento transido, mágico, sobrehumano en su arrebato, siempre húmedo y sensible, como ninguna otra mujer alcanzó para cantar el amor corporal”.[2] Nuestro
tiempo hace alarde de haber relegado por fin al museo de lo inútil los
prejuicios ancestrales, sobre todo los relacionados con el sexo. La extraña
vitalidad que mantiene hoy el “mito Delmira” —no la proyección del
corpus poético que elaborara— puede estar relacionada con una salvedad
no menor: tal “superación” de tabúes es sólo aparente... Las
expectativas de hace cien años al respecto, si bien no parecen haberse
frustrado sí han tenido que aceptar —a lo largo de las décadas del
siglo que pasó— la estructuración de un arsenal linguístico de corte
cientificista que ha operado como freno a veces, cortina de humo otras,
propiciando la contradicción entre una fachada renovada y un interior
casi intacto en sus inhibiciones. El lector o lectora medios de hoy son
“tocados” por el mito de una mujer que expresó su sentir erótico con
total claridad y fuerza única, en medio de un entorno machista y represor
que de alguna manera se vengaría a través del brazo armado
de su desconcertado —más que despechado— marido. Todos los otros mitos novecentistas están secos, cuando no momificados. Esto sucede tanto con el dandysmo, con la bohemia de café, con la exquisitez estética cenacular. Solamente la actitud vital de una Delmira Agustini, que oriunda de “un hogar acomodado donde privaban el mal gusto y el convencionalismo habituales”[3], y habiendo tenido “su piano, su bordado, su pintura, su Club Uruguay, su traje de bodas de encaje de Bruselas”[4], como contrapeso de tanta medianía, escribiera velando por las noches su inquietante y a veces furiosa poesía. Sólo ella es capaz —ya desaparecido su mundo— de lograr penetrarnos, más allá y más acá de su obra, como únicamente lo saben hacer los mitos |
Notas: |
[1]
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Las poetisas del Novecientos. Revista Número, enero-junio de 1950, Montevideo.
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Alejandro
Michelena
alemichelena@gmail.com
Publicada en la revista Escenario Nº 2, de Teatro Circular, en 1981.
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