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Del abuelicidio a la entropía |
Entre
las muchas carencias del quehacer cultural uruguayo del último tramo del
siglo XX y comienzos de este, hay una que es grave, aunque paradojalmente
es muy poco tenida en cuenta: el estado de verdadera entropía en que
derivó el discurso crítico. Antes
de seguir adelante vale aclarar que al referirnos a un “estado de entropía”,
establecemos una analogía con la ley física de ese nombre. Ella
describe el fenómeno por el cual, tarde o temprano, todo tiende en
definitiva a un estado de igualación,
perdiéndose en la demanda los valiosos frutos de la variedad.
Esto, que es fatal en los procesos físicos, no lo debería ser tanto en
lo que hace a la dinámica del acontecer cultural; aunque el peligro de
entropía se torna real cuando por diversas circunstancias —históricas,
sociológicas y espirituales— un orbe cultural
llega a confundir los parámetros de valoración y no logra separar
el trigo de la paja, algo que se impone naturalmente tras cada cosecha. Crónica
de un frustrado abuelicidio y lo que antes hubo Corría
el año 1988. El ambiente cultural uruguayo se vio de pronto sacudido por
una múltiple polémica —que implicó a medios de prensa como Brecha, La
Hora Cultural, Cuadernos de Marcha y
otros—, cuyo núcleo sustancial consistió en un agresivo
cuestionamiento a la Generación del 45. Llevó adelante tales escaramuzas
cierto pelotón integrado por un puñado de jóvenes que por entonces
asomaba al panorama de las letras, y entre las características de su
accionar estuvo la curiosa unanimidad de centrar todas sus baterías en un
escritor en especial: Mario Benedetti. Este, a esa altura ya no respondía
al perfil de típico representante de aquella promoción caracterizada por
un intenso rigor crítico. Otra
característica de la acción de estos “nuevos” fue la superficialidad
y la tendencia a lo esquemático, al personalizar los ataques sin analizar
obras ni posturas estéticas, evidenciando así carencia de
lecturas y poca reflexión. Sorprendió
la no participación en la polémica del propio escritor vapuleado
—quien apenas si realizó algún comentario sobre la tristeza que le
daba el trato agresivo de “esos buenos muchachos”— y tampoco de
otras figuras de la constelación de los cuarenta. La excepción fue
Hugo Alfaro, quien terció en el diferendo desde Brecha; pero
Alfaro, por haberse mantenido activo en lo periodístico en plenos años
ochenta, por su peculiar sensibilidad e interés ante las propuestas
culturales de la gente más joven, no era para nada representativo de la
perspectiva del 45. Pero
el más grueso error de estos confusos parricidas del final de los ochenta
fue haber errado en la propia estrategia generacional que estaban
ensayando: no se dieron cuenta que lo que pretendían perpetrar era más
bien un “abuelicidio”. Daría la impresión que ignoraban que mucha
agua había corrido bajo los puentes desde los cincuenta y primeros años
sesenta, y que luego habían aparecido, además de los inevitables epígonos,
muchos escritores y críticos que poco tenían que ver con aquellos. Esos
jóvenes irascibles magnificaron la hipotética incidencia que seguía
teniendo la promoción de los cuarenta entre nosotros. El equívoco que
tal vez los confundiera estuvo en la objetiva ausencia de revisión de la
tarea de los del 45. Qué
pasó luego Aquel
ataque de los nietos literarios al abuelo Benedetti fue, no cabe duda, un
parto de los montes. La montaña que amenazaba polémica mediante, con
engendrar un elefante, parió apenas el clásico ratonzuelo... Pero el
tiempo siguió andando y desde entonces transcurrieron muchos años. En
ese lapso se ha ido desarrollando la entropía a que aludíamos al inicio.
Se trató de un proceso complejo, causado sobre todo por
ausencia de modelos conceptuales en el accionar crítico. Y la
consecuencia no se hizo esperar: hoy vale más la confusa y elemental
opinión de algún comentarista de sociales, o la insustancial de una señora
que conduzca un programa radial, que la de críticos con años de estudio
y con visión profunda del hecho literario. Además, estos últimos ya son
aves exóticas, pues parte de los espacios estratégicos en las páginas
de cultura más prestigiosas han sido monopolizados en general por gente
poco formada. Lo
más grave es que la propia dinámica de las páginas y espacios en la
prensa propicia la levedad. Se
oscila entre los ditirambos
sobre el libro que tal o cual editorial
poderosa (de preferencia multinacional) quiere destacar o promover,
y el ninguneo flagrante de todo aquello no demasiado “contabilizable”.
Son mínimos los espacios para la crítica en serio –con las excepciones
solitarias de las páginas de Brecha y de El País Cultural–, pues ni
siquiera se despliega la variedad de revistas literarias que en el pasado
fue una digna tradición uruguaya. A
contrapelo de todo esto se está editando mucho más que antes, pero gran
parte de ese material no es de calidad; tampoco son grandes tirajes,
porque el ritmo y nivel de ventas de la literatura nacional no lo permite. Tal es el contexto que ha sido caldo de cultivo propicio para doña entropía. Su presencia es palpable en la tendencia al todo vale, al “para qué tanto análisis”; en el sistemático olvido de lo bueno del pasado en materia artística; en el considerar la dimensión de la cultura como mero adorno en medio de lo “serio e importante”. |
Alejandro Michelena
Ensayo aparecido en la revista Graffiti Nº 52 (mayo de 1995). Corregido y actualizado en esta
versión
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