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Cuando Paris tuvo su Diosa de Ébano |
Muchos
hombres y mujeres en Latinoamérica que ya han superado la frontera de los
cincuenta años, tienen entre sus recuerdos de adolescencia las
apariciones en televisión de Josephine Baker. Esta era, en la década de
los sesenta, la viva encarnación de una época y un lugar —los años
veinte y Paris— que todavía ejercían, en los sectores de clase media
culta del continente, una poderosa fascinación. Porque había sido el
escenario mayor de las vanguardias artísticas, del Cubismo al
Surrealismo, pero también el laboratorio del cambio de costumbres y modos
de vida, desde las modas más audaces a las primeras manifestaciones de
liberación sexual. La
Baker de aquellas apariciones en vivo, en grandes televisores en blanco y
negro, era una señora madura que viajaba evocando su período de gloria
—reiterando, en cada espectáculo, aquellas canciones y números de music
hall que muchos años
antes había tornado memorables—, y que recorría nuevamente el mundo y
los escenarios en que había actuado casi cuarenta años antes para
recaudar dinero para mantener sus numerosos hijos adoptivos. Conservaba
todavía el magnetismo que la había transformado en la reina del Paris
nocturno en su momento de mayor esplendor. Y también algo de su belleza:
llamaba la atención el perfecto dibujo de sus piernas, cuando las mujeres
de su generación hacía tiempo que eran venerables abuelas. De
Saint Louis a Francia, pasando por Harlem Había
nacido en Saint Louis, Missouri, y descendía de indios apalaches y de
negros esclavos de Carolina del sur. Su padre fue, según su biografía
oficial, el músico de vaudeville Eddie Carson,
pero otras versiones atribuyen la paternidad a un viajante de comercio judío.
Desde muy pequeña bailaba en las calles, llamando la atención por su
gracia y desenvoltura. A los quince años ya formaba parte del Saint Louis
Chorus, como parte del espectáculo. El
filo de los años veinte la encontró en Harlem, como estrella del
Plantation Club, y participando en los coros de populares revistas de
Broadway, como Shuffle Along
(1921) y The Chocolate Dandies
(1924). Ganó notoriedad por su peculiar manera de bailar, innovando en un
género como el vaudeville, que
tenía una retórica previsible, aportándole toques de humor, improvisación,
y elementos creativos y de complejidad coreográfica que iban a ser —de
ahí en más— su marca y su estilo. El
2 de octubre de 1925, Josephine Baker se transforma de un día para el
otro en el suceso que todo Paris comentaba. Actúa en el teatro de Champs-Elysées,
adonde había llegado de gira su compañía, con una danza erótica en la
que aparecía completamente desnuda. La escultural belleza negra paso a
formar parte, de ahí en más, de la vanguardia parisina; no sólo por su
audacia sino, sobre todo, por la originalidad de su actuación. A
partir de este éxito, y considerando el suceso que había logrado en toda
Europa pero sobre todo en la capital de Francia —que entonces era la
capital cultural del mundo civilizado— la joven bailarina tomará la
decisión de dejar los Estados Unidos y radicarse en las orillas del Sena.
Será a partir de ese momento la estrella indiscutida del legendario
Folies Bergère. Allí
estrena el espectáculo que ha quedado en el imaginario colectivo como su
show más famoso. Apareció en el escenario —para asombro incluso de un
público sofisticado y acostumbrado a las innovaciones— semidesnuda, con
sólo un taparrabos formado por bananas. La acompañaba una pequeña
leopardo ataviada con un collar de diamantes. El animal, que a veces se
escapaba del escenario, le otorgaba al número un elemento adicional de
tensión. El
arte de encantar a Paris La
Venus de Ébano, como fue conocida, logrará en muy poco tiempo
convertirse en la reina indiscutible de la noche parisién. Su éxito se
explica —aparte de su indudable talento— porque logró sintonizar con
el clima de innovación artística de aquel momento. Ella poseía los
ingredientes necesarios para ese desafío: mucha audacia, enorme
creatividad, sentido de la novedad, y vocación por el esteticismo. No
es casual que, a la distancia, muchos la hayan considerado una estrella
“art decó”; por su figura estilizada y genuinamente moderna, su forma
de vestir y maquillarse, los escenarios y coreografías. Y podríamos
aventurar un concepto más radical al respecto: la Baker fue una
precursora del estilo “decó” —de tan perdurable influencia en
arquitectura, decoración de interiores, arte y modas— dado que su
triunfo en la Ciudad Luz es coincidente con
el surgimiento de tal impronta estética. Pero
más allá de esto, la estrella de Saint Louis supo moverse como pez en el
agua en aquel Paris imantado de vanguardismo. Donde el Cubismo, de la mano
de la gran fama de Picasso, comenzaba a ser aceptado como una vertiente
seria del arte de los pinceles. Al tiempo que André Bretón lideraba un
movimiento, el Surrealismo, que pretendía minar la percepción artística
y a la vez conexionarla con áreas profundas de la psiquis. Una ciudad que
difundía en sus cabarets y centros nocturnos
músicas provenientes del norte y del sur de América, como el jazz
y el tango (transformándolas y relanzándolas hacia el mundo entero). En
esos cafés mágicos cerca del Sena coincidían, en tantas tardes y noches
cosmopolitas: el escritor irlandés James Joyce, que revolucionó la
novela con su Ulises; el pintor
uruguayo Joaquín Torres García, que ya estaba potenciando el
constructivismo hacia una dimensión cósmica y americanista; los españoles
Luis Buñuel y Salvador Dalí, con dos películas de radical ruptura
formal y audacia conceptual como son El
perro andaluz y La edad de oro;
el escultor rumano Constantin Brancusi, dándole a las formas en el
espacio una dinámica destinada a imantar el arte contemporáneo. A esa
constelación se integró naturalmente Josephine Baker; sin exageración,
podríamos afirmar que su arte (danza, canto y coreografía) tiene algo de
la estética de los nombrados y de otros tantos que estaban triunfando en
esa prodigiosa ciudad. En
el orden de los paradigmas femeninos, ése era el momento en que surgía
Cocó Chanel, comenzando el largo ciclo en el cual marcaría los criterios
de la moda. Y una intelectual como Anaís Nin asombraba —incluso en un
ambiente tan avanzado como el parisién— promoviendo una extrema
liberalidad erótica tanto en los textos como en la vida. Improntas que
también se pueden relacionar con el perfil profesional y vital de la
Baker. Años
de gloria En
el punto más alto de su fama, la escultural belleza negra tuvo mucho que
ver por ejemplo con la difusión de un nuevo ritmo que hizo furor, y que
iba a quedar asociado a los años veinte. Su figura sensual, rítmica y
cargada de plasticidad, bailando el charleston como nadie, fue el suceso
de Paris por varias temporadas, multiplicándose a través de fotografías
y de imágenes en movimiento. Por
otra parte, Josephine Baker —por todo lo dicho más arriba— llegó a
ser musa inspiradora para escritores como los norteamericanos Langston
Hughes, Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, y para diversos artistas
incluido el propio Pablo Picasso. Su
mayor éxito musical es del año 1931: la canción Yo
tengo dos amores. A esa altura era ya —definitivamente— la reina
negra de un Paris que tenía otras de gran brillo, como Mistinguette en el
espectáculo y Colette en la literatura. La gran ciudad, que en los
primeros años la aceptó como un ingrediente del exotismo que la tornaba
más cosmopolita, en los treinta la adoptó como propia. De ahí en más
iba a transformarse en uno de sus símbolos. Será
en esa etapa cuando va a participar, con enorme suceso, en películas como
Zouzou (1934) y Princesa
Tamtam (1935). Segunda
Guerra y después Durante
los conflictivos años finales de la década de los treinta, la
popularidad de la Venus de Ébano se mantuvo intacta. Pero estalló la
guerra, y de inmediato sobrevino la ocupación alemana de Francia. Y los años
duros que siguieron llevaron a Josephine Baker a colaborar con la
Resistencia contra los nazis. Luego de la Liberación recibirá la Cruz de
Guerra por mérito a su acción patriótica. El
tiempo había pasado. La artista ya no era aquella joven rutilante y algo
alocada que cautivó a Paris y al mundo en los años veinte. Mantenía
su encanto y sugestión, pero estaba en la plenitud de su madurez. En
los años cincuenta apoyó con su arte e influencia el naciente movimiento
de los Derechos Civiles de su país de origen, Estados Unidos. Esta
militancia la llevaría años más tarde, en 1963, a participar junto al
reverendo Martin Luther King en la legendaria “marcha sobre
Washington”, que significó una inflexión decisiva en la larga lucha
contra el racismo y la discriminación. Josephine
Baker hizo de su vida personal una auténtica metáfora de la integración
y la diversidad: adoptó doce niños huérfanos, de orígenes raciales y
culturales diversos. Con sentido del humor ella los llamaba La tribu del
arco iris. Pasó a residir con sus hijos de elección en el castillo de
Milandes, en Dordogne, retiro que abandonaba sólo para sus giras de
recitales gracias a los cuales vivían. El
ocaso de la diosa Fue
aquella joven diosa que conquistó la Ciudad Luz bailando casi desnuda, y
luego una de las figuras artísticas más notables de la capital cultural
del mundo, para encarnar más tarde a la heroína de la Resistencia, y
dedicar sus energías después a bregar contra la discriminación racial y
cultural. Los
años finales la sorprendieron en verdaderas batallas legales para
no perder su castillo. Y tuvo que pelear —con más de sesenta años—
para hacerse un espacio en el mundo del espectáculo y
darle una vida digna a su Tribu del arco iris. En
1975 pareció volver a sonreírle la fortuna. Tuvo la oportunidad de
encabezar un show retrospectivo de toda su trayectoria en el Club Bobino
de Paris, con el pretexto de la conmemoración de sus cincuenta años en
el espectáculo. Como la antigua serpiente hermética que se muerde la
cola, Josephine volvía en su ocaso a brillar como al comienzo. En medio de ese retorno triunfal, el 8 de abril de 1975 una hemorragia cerebral segó su vida a los 68 años. Su funeral, en la iglesia de la Madeleine de Paris, convocó multitudes, y hasta recibió los honores militares. Sus cenizas están hoy en el Cementerio de Mónaco, y una plaza del parisién barrio de Montparnasse lleva su nombre. |
Alejandro Michelena
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