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Maldonado: la ciudad que mira al mar cercano
Alejandro Michelena
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Por su peculiar ubicación y cercanía de Punta del Este, la capital fernandina se torna durante los veranos un mero satélite, en un punto de apoyo del balneario. Gran parte de los habitantes de Maldonado trabajan de y para Punta del Este. Sus calles en esos meses hormiguean de turistas, dándole un toque teatral. Al menos el “clima” se torna en la mitad de enero una parodia del gusto promedio del visitante convencional que merodea por la zona. Esa cara de Maldonado no nos interesa en esta crónica. Sí, por el contrario, la ciudad que se despereza cuando se aleja el último veraneante, ese que surge plenamente en el otoño. Es como si tuviera doble personalidad: una dependiente, parasitaria de la Punta; otra digna y autónoma, aferrándose a su vieja condición de vigía del mar desde la altura. Y todavía se alza la Torre del Vigía, precisamente en una de sus plazas. Es vestigio de un tiempo en que era necesario vigilar el pasaje y la llegada de buques, así como todo movimiento en la zona circundante. Por allí cerca hay algunos cañones y reliquias como el Marco de los Reyes (que en algún lejano tiempo fue mojón de frontera). Desde la altura de la torre la visión sigue siendo interesante: se abarca Punta del Este, parte de la Barra y de Punta Ballena, y retazos del Parque Lussich. En medio de esa ciudad de casas todavía de un solo piso (aún las más nuevas) y contados edificios en altura, lo distinguible es la torre, y luego la iglesia. |
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La Catedral de Maldonado, junto a su similar montevideana y el cercano templo de San Carlos, conforman el tríptico más venerable que tenemos en materia de arquitectura religiosa. Comenzada en 1795, se concluyó recién un siglo después. Se trata de un recinto de líneas frugales y estructura firme y sólida, sin la cargazón que fuera usual sobre el final del siglo XIX. En los días un poco calurosos, la iglesia es un remanso fresco apto para el descanso y la reflexión. Viejas casonas que hoy son museos Algo que le otorga a Maldonado su perfil más definido es la gran cantidad de añejas casonas que conserva; algunas coloniales, pero muchísimas con más de ciento cincuenta años encima de sus muros. Se las encuentra fácilmente, alejándose de la plaza apenas una o dos cuadras. Desde el restaurado Cuartel de Dragones —donde, según reza la placa recordatoria José Artigas entró siendo nada más que un aspirante al Cuerpo de Blandengues— con su vieja capilla (hoy sala de exposiciones), hasta la casa Brunett, donde ahora se ubica el Museo de Arte Americano que fundara Jorge Páez Vilaró. Y muchas otras que son en el presente clubes o incluso restaurantes, sin que falten las que todavía funcionan como vivienda. La luz y la sombra Pero Maldonado tiene mucho más. Decenas de edificios recién restaurados o a punto de serlo, así como otros en estado ruinoso pero detectable por sus características. Y también la Cachimba del Rey, antigua fuente recuperada —con aljibe y todo— originaria de la época colonial. Lamentablemente la ciudad fue castigada por décadas de furiosa especulación inmobiliaria y financiera, la cual ha generado una depredación que generó, entre otros frutos amargos, la desaparición de muchos riquísimos perfiles de Maldonado. |
El museo de los pájaros y la tina de Darwin El Mazzoni es sin duda uno de los buenos museos regionales del interior del país. Pero es mucho más que eso; en los rincones de la hermosa casona antigua que lo alberga podemos encontrar una babel de objetos tan diversos que transforman el lugar en un sitio bastante curioso. El punto unificante en esa variedad estuvo en la mano de su fundador y sostén durante muchos años, don Francisco Mazzoni. El profesor, que dedicara su vida a rescatar la historia cotidiana del departamento y sus vestigios, no era oriundo de Maldonado. Se instaló en la capital fernandina en la primera década del Siglo XX, transformándose con el tiempo en uno de los docentes más prestigiosos de la región y en un estudioso empecinado de su pasado. Adquirió para su vivienda un añejo caserón colonial —que databa de 1782— donde comenzó a ubicar los objetos que iba coleccionando. En 1969 dona al Estado el museo, con la peculiaridad de seguir viviendo allí, en una de las habitaciones que dan a la calle Ituzaingó; continuará como siempre, atendiendo personalmente a los visitantes y explicándoles hasta en los mínimos detalles el por qué de cada cosa. Mazzoni fallece nonagenario, en 1978, dejando ese prodigio de originalidad e inquietudes que es su museo. Bien se lo podría calificar de postmoderno, en el sentido que todo en él se mezcla y armoniza, sin claras jerarquizaciones. La tina de latón donde se bañó Charles Darwin cuando estuvo en Maldonado (en un alto de su largo viaje en el Beagle alrededor del mundo) se codea con utensilios que fueron del acorazado de bolsillo alemán Graf Spee. Pero cerca hay carcomidos mascarones de proa de naves de los siglos pasados, y cruzando apenas una puerta, boleadoras y puntas de flecha de los charrúas y otras etnias que poblaron nuestro territorio. No faltan incluso los restos de un prehistórico y gigantesco gliptodonte. Camas solemnes y graves, con doseles, pertenecientes a añejas familias fernandinas. Símbolos y elementos rituales de olvidadas logias masónicas. Fotografías en sepia donde aparece el profesor Mazzoni junto a Juana de Ibarbourou. Desvaídas acuarelas con paisajes de la región. Escenas fotográficas de Punta del Este en la prehistoria del balneario. Por ahí anda una olla perteneciente a un cocinero de Napoleón que estuvo en la campaña de Egipto. No faltan el sombrero y las gafas del ex-dueño de casa. Y hay algún utensilio que supo ocupar su lugar en el augusto escritorio de un obispo. |
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Algo especial es la propia casa, y sólo por ella vale la pena hacer una visita al museo. Se trata de un amable laberinto que rodea a un patio con aljibe, donde proliferan jazmines y santa ritas. Al fondo hay un sombreado jardín —con fuentes, rincones recoletos y viejos árboles frutales— donde a cierta hora del final de la tarde se concentran los pájaros, generándose un concierto extraño y atractivo (ese jardín es casi el único, en el centro de Maldonado con tanta vegetación, y además se cuenta que el viejo profesor por años atrajo a las aves rociando con granos el lugar cada tarde). Estarse allí allí, sin apuro, es penetrar en un remanso que nos aleja del trajín del centro de Maldonado. Pasar por la ciudad y no visitar el Mazzoni es perderse la esencia de un rico pasado, sintetizada allí por alguien que aunaba las condiciones de pionero, serio investigador y obsesivo coleccionista. |
Alejandro
Michelena
alemichelena@gmail.com
Crónica publicada en la revista Latitud 30 35, en el año 2000
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