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Barriadas del ”centro geográfico” capitalino |
Durante
varios sitios a Montevideo, cuando las luchas por la independencia, José
Gervasio Artigas instaló estratégicamente su campamento en el Cerrito. Y
el 16 de febrero de 1843 las fuerzas del Brigadier General Manuel Oribe
sitiaban Montevideo, en lo que fue el corolario dramático de las
diferencias insalvables entre los dos caudillos, don Frutos Rivera y el
propio Oribe. Durante los años del “sitio grande” dos líneas de
fortificaciones separaban los campos en pugna: una iba desde la Aguada al
Cementerio Central; la otra del actual Palacio Legislativo hasta lo que
hoy es 21 de setiembre. A la altura de la calle Miguelete se construyó un
portón enorme de madera reforzada con pernos de hierro (había otro
similar en la parte sur de las trincheras). Sitiaban
la ciudad 6 mil hombres de Oribe, y 7 mil de la Federación Argentina
enviados por don Juan Manuel de Rosas. La comandancia de los sitiadores se
ubicaba justamente en el Cerrito, cerca de la quinta del vasco Chopitea.
Domingo González –conocido por el seudónimo de Licenciado Peralta–
describía así el lugar: “Ocupaba una importante extensión de oeste a este y algo menos de
norte a sur, constituyéndolo centenares de ranchos revocados con barro y
techos de paja. Diseminados en todas direcciones, blanqueados, su aspecto
era alegre, sobre todo llegando a la cumbre del Cerrito. Los más prolijos
eran los destinados a funcionarios del gobierno, a los ministros y estado
mayor de Oribe”. La
construcción más notoria era el mirador de madera de pino de 25 metros,
desde el cual Manuel Oribe oteaba la ciudad sitiada con un largavistas
todas las mañanas (había espías en Montevideo que trasmitían señales
con banderas y luces, pasando así información a los sitiadores). Por
el camino del Campamento (Industria) se llegaba al poblado de El Cardal,
que desde 1849 pasó a denominarse –por decreto de Oribe– Villa
Restauración. El grueso de la población adicta a Oribe residía en allí
(el mismo Brigadier General tenía su casa cerca de Maroñas), mientras
que el patriciado que le era afecto y del cual provenían las elites de su
gobierno y de la judicatura, se había atrincherado en las apacibles
quintas del Paso del Molino, Toledo y Manga. Surge
de uno de los tantos remates y loteos que hacía don Francisco Piria a
comienzos del siglo XX. Sin embargo, hay allí vestigios del tiempo de la
Guerra Grande. Es el caso del llamado “cuartel de Oribe”, en la calle
Muñoz, una construcción muy cambiada y trastocada al presente, que sin
embargo conserva su orientación en diagonal a la calle actual, debido que
respondía a lo que era el camino original de entonces. En el título de
propiedad de la finca reza lo siguiente: “En enero de 1896, don Agustín Avelleyra compra al Estado dicha
propiedad, y en 1906 la vende a su vez a Francisco Piria”. El remate
de referencia se realiza en 1910, y es cuando empieza a surgir. Lo mismo
pasa por el barrio Fraternidad. El
famoso polvorín de Oribe está ubicado a la vuelta del “cuartel”. Es
un sótano con techo en bóveda, de unos cuantos metros de largo, donde se
depositaba la pólvora. Lo interesante es que la bóveda se orienta en el
mismo exacto sentido que la casa de referencia, lo que prueba la antigüedad
de ambos vestigios. Cerrito,
años 30 San
Martín y Propios eran de tierra por entonces. Sobre San Martín estaba la
quinta de Ángel Salvo –uno de los hermanos Salvo, que mandaron
construir el Palacio del mismo nombre– donde se cultivaban cuadras de
manzanas, muchas de las cuales –todavía verdes– los vecinos sustraían
en las noches para hacer ricos dulces. La casa de la quinta se ubicaba
exactamente en San Martín y Bruno Méndez. En
Criollos y San Martín había un hojalatero que era el único privilegiado
que tenía radio en ese tiempo. En las primeras trasmisiones de fútbol
–hechas a propósito del Campeonato del Mundo del 30 por Ignacio Domínguez
Riera, a través de las ondas del Sodre y desde la torre del recién
estrenado Estadio Centenario– los vecinos se sentaban en el terreno baldío
de enfrente a escuchar el aparato a todo lo que daba. Al poco tiempo tuvo
su radio también el bolichero, don Mónico, que se tecnificó colocando
un altoparlante; en este caso los vecinos traían hasta sillas de su casa
y formaban una platea para escuchar mejor las instancias deportivas. En
esos años hubo circo permanente en el Cerrito. Se ubicaba sobre Propios y
era un típico “circo criollo”; a saber: circo propiamente dicho en la
primera parte, y teatro criollo en la segunda con representaciones de Martín
Fierro y Juan Moreira. En
San Martín y Propios estaba el boliche de don Hermida. El gallego Rogelio
tenía “almacén y despacho de bebidas” enfrente, con el agregado de
una cancha de bochas. Por ahí nomás abría sus puertas la peluquería de
don Pansachi, fígaro que tenía en el salón muchos pájaros en sus
jaulas y que, fanático del fútbol,
cuando el triunfo del 30 le puso a un hijo, que nació en esa
fecha, Uruguay Campeón. Frente
a la peluquería estaba una de las dos canillas del Cerrito; no había
llegado a la zona el agua corriente. Había muchos aljibes pero el agua
potable salía de allí. El último aguatero del Cerrito fue el gallego Coñito,
a quien llamaban así pues cuando encontraba la canilla ocupada vociferaba
pronunciando el clásico ¡Coño! ¡Coño! Se
recuerda todavía el tablado de San Martín y Propios, que decoraba
siempre Marcelo el Loco. Una vez pintó un burro de verdad como si fuera
cebra; el sol de la tarde le generó al animal una molestia muy grande
(por los ingredientes de la pintura) y salió disparado del tablado llevándose
la decoración por delante. El
Santuario En
1919, al no haber acaecido nada de lo que angustiaba al buen obispo, la
Iglesia compra nuevamente los terrenos; todo el proceso resultó un pésimo
negocio para las arcas eclesiales. Por fin, los tres obispos que entonces
tenía nuestro país –monseñores Camacho, Aragone y Somería– fueron
los encargados de poner la “piedra fundamental” del futuro templo. Se
llamó a un concurso de proyectos, resultando triunfador el presentado por
el salesiano-arquitecto padre Ernesto Vepigani. La obra fue posible
gracias al tesón del padre D’Elía, y la realización corrió por
cuenta de los arquitectos Elzeario Boix Larriera y Horacio Terra Arocena.
Se concretó al fin en 1926. El
recinto quedaría hasta el día de hoy bajo la responsabilidad de los
padres Sacramentinos, siendo el primer párroco el presbítero Evers. El
primer altar del templo, de madera labrada, había pertenecido a Juan
Zorrilla de San Martín. El altar actual es el mismo que utilizó el Papa
Juan Pablo II en la misa que celebrara en Tres Cruces en 1988. Campo
español En
la zona de Villa Española se instalaron, cuando eran apenas quintas y
campos, familias españolas e italianas, perfilándose como un área de
inmigrantes recientes. Los hispánicos allí asentados estimularon a la
Sociedad Española de Mutuo Socorro a comprar un gran predio con
eucaliptus que ocupaba gran parte del lugar. Domingos
y feriados comenzaron entonces a reunirse allí las familias peninsulares,
que entre muñeiras y sardanas comían asados a mediodía y churros por
las tardes. Cada familia cercaba una parte del predio para hacer su
campamento. Era un paseo de fin de semana equivalente a asistir hoy a un
camping en el Este. Poco a poco fueron participando también los criollos, y la fiesta comenzó a volverse más popular y uruguaya. Siguió así por muchos años, hasta la muerte en una trifulca del joven Ottonello, cuando se suspendieron por un tiempo las reuniones. Luego compró el sitio el señor Tristán Narvaja –descendiente del codificador que da nombre a la conocida calle cordonense– que era propietario de CX42 radio Tribuna Sonora, quien le imprimió otro “swing” a los bailes que allí se hacían. Allí cantó y actuó con su orquesta, por ejemplo, Romeo Gavioli. |
Alejandro
Michelena
Capítulo del libro "Antología de Montevideo" (Ed. Arca, 2005).
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