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Carlos Vaz Ferreira: a 50 años de su muerte |
El
núcleo de reflexión en el pensador uruguayo Carlos Vaz Ferreira está
signado por lo provisorio. Evitó las abstracciones, y si alguna vez oteó
los abismos metafísicos lo hizo desde lejos, bien afirmado en la
experiencia concreta. Es sorprendente hasta qué punto su prédica se
corresponde con una sociedad como la uruguaya de su tiempo: cartesiana
pero al mismo tiempo emotiva, discreta y abarcable, sin desmesuras. Sin
embargo, Vaz Ferreira nunca afirmó la imposibilidad de profundizar en los
temas esenciales; él lo hizo a su prudente manera. Sus verdaderos
continuadores —aquellos que, al igual que en la Despedida a Gorgias
rodoniana comprendieron que la fidelidad implicaba superar al maestro—,
como es el caso de Luis Gil Salguero, Carlos Benvenuto y Jorge Paladino,
no se vieron inhibidos en su propia reflexión y lograron así internarse
en honduras sin caer en los tan temidos paralogismos o falacias. De
tal magnitud fue el equívoco que rodeó a este filósofo, que hasta sus
grandes detractores —desde tiendas católicas y marxistas— se vieron
tentados a combatirlo a partir de esa imagen deformada por una difusión
tergiversada de su enseñanza. Vaz
Ferreira sin maquillaje Una
de sus principales preocupaciones fue advertir que, a modo de paso previo
a la reflexión, había que llegar a una correcta forma de pensar. Un
“pensar” que de acuerdo a su concepción no podía ser nunca mera
abstracción; que siempre debía partir de un anclaje en la experiencia y
otro en el uso preciso del lenguaje. Para el estudioso Jorge Liberati, Vaz
Ferreira fue un verdadero “filósofo del lenguaje”, precursor del interés mundial en esa
área posterior a la mitad del Siglo XX. Desconfiaba
de los fríos razonamientos y también de los sistemas cerrados; rechazaba
en consecuencia todo dogmatismo. Tal vez como un extremo de su minucioso
afán de rigor, se llegó a plantear —en algún momento— tener en
cuenta todas las ideas, todos los encares, y reflexionar sobre ellos sin
despreciarlos. Hombre
práctico por sobre todo, como lo fueron también otros grandes pensadores
(Sócrates por ejemplo), buscaba la eficacia y adecuada aplicación de su
discurrir. Al igual que “el hijo de la partera” necesitaba
interlocutores permanentes, discípulos a los que lejos de adoctrinar
invitaba a pensar por sí mismos, a alejarse de lo doctrinario, a estudiar
los equívocos verbo-ideológicos. Como auténtico filósofo su
perspectiva distó de ser meramente racionalista, apelando —de modo explícito—
a lo vivencial. Fue además un moralista, aunque nunca impositivo. Una
característica significativa está dada en la condición coloquial de su
discurso. Su estilo escrito no se diferenciaba del empleado en sus clases
y conferencias. Esto le permitió sortear el escollo de la aridez, siendo
elemento decisivo —junto a la constante vinculación del autor a la
estructura docente durante toda su vida— para la difusión masiva de su
obra. Se
ha dicho que realizó una reflexión basada en el sentido común. Su
verdadera prédica atacó el convencionalismo del lenguaje, y con él nada
menos que el corazón del tan ponderado “sentido”. El equívoco estuvo
en confundir su vocación por lo concreto, por los ejemplos cotidianos, y
su desconfianza en las grandes palabras y en las ideas demasiado volátiles,
con “sentido común”. Si hubo entre nosotros alguien que haya
desmontado con pericia de entomólogo este concepto confuso y abstracto
como pocos, fue justamente Vaz Ferreira. Un
pensar por fuera de los dogmas Recordemos
que Carlos Vaz Ferreira, nacido en 1872, accede a la notoriedad a través
de la cátedra y sus escritos en plena eclosión positivista de fin del
siglo XIX. Todavía estaba cerca en el tiempo la vehemente discusión
entre racionalismo y espiritualismo. Ese ámbito, donde ya soplaban los
vientos eclécticos que amalgamaban a Spengler con Nietzsche, seguramente
motivó al pensador uruguayo en su búsqueda de la equidistancia,
asumiendo una postura crítica ante escuelas y dogmas (viejos y nuevos). Si
fuéramos a parangonarlo con otro pensador contemporáneo a nivel mundial,
salvando enormes distancias y notables diferencias —a riesgo de motivar
el escándalo y rasgarse de vestiduras de muchos— lo haríamos con
Krishnamurti. Aclaramos por las dudas que las direcciones de ambos eran
contradictorias en su perspectiva; la del pensador hindú tendiente a la
abstracción y a una trascendencia idealista, mientras que la de Vaz hundía
su firmeza en la experiencia concreta. Y sin embargo: qué cerca
estuvieron en cuanto a la profunda desconfianza en los sistemas, a la crítica
de las ideas planteadas en forma simplista, al incitar a una reflexión
genuinamente libre, y en la apelación a esa cantera de creatividad que
para ambos —el filósofo montevideano y el maestro espiritual venido del
Oriente— constituye el real tesoro del hombre . Maestro
de vida Vaz
Ferreira procuró aplicar en la vida diaria la filosofía. Eso explica por
qué dedicó tantos esfuerzos —distraídos a la elaboración, continuación
y organicidad de su obra— a la enseñanza como profesor, miembro del
Consejo de Instrucción Primaria, Maestro de Conferencias, profesor de
Filosofía de Derecho, Rector de la Universidad, y por fin Decano de la
Facultad de Humanidades y Ciencias. En su papel “funcional”, constituyó
un ejemplo puntilloso de su propia reflexión moral; por su dedicación,
su independencia de criterio, su fomentar las instancias de libre creación
y pensamiento. La
Cátedra Libre de Conferencias —que fue creada por ley en 1913 debido a
sus méritos, y que mantuvo hasta su muerte en 1958— fue seguramente el
mejor ámbito para su discurso a contrapelo y al margen de programas. Allí
desmenuzó desde los problemas que hacen a la Metafísica hasta las
cuestiones estéticas, del análisis de las teorías científicas entonces
novedosas a las cuestiones de filosofía jurídica, del buen ordenamiento
comunitario a las normas posibles para una vida práctica equilibrada. Fue
un humanista, no tanto por la avidez universal de conocimientos, sino
—literalmente— por su sostenida preocupación por el hombre concreto.
Por algo quebró lanzas en pro de los “Cristos oscuros, sin corona ni sacrificios...”;
nada más y nada menos que tantos hombres de aquel tiempo que
pugnaban por ser íntegramente tales alejándose del canto de sirenas de
las estructuras ideológicas, y de los dogmatismos de viejas y nuevas
religiones. Hay una anécdota ilustrativa que deja en claro el modo de operar del autor de Fermentario, riguroso en lo intelectual pero al mismo tiempo libre como para seguir su inspiración. El que más adelante fuera un excelente profesor —pensador que continuara y enriqueciera las líneas trazadas por su maestro—, Julio Paladino, había comenzado a frecuentar de joven la casaquinta del filósofo en el barrio Atahualpa de Montevideo, participando en las sesiones musicales que allí tenían lugar a las que asistían prominentes figuras de la cultura. Una noche Paladino fue a colocar un disco de una de las cumbres sinfónicas universales; como lo limpiaba y lo limpiaba con un pequeño cepillo para tales efectos, Vaz le interrogó sobre tal proceder, a lo que contestó con audacia que de esa forma “Libraba al gran sordo del polvo de los conceptos y de todo lo que entorpecía lo esencial”... Esa ingeniosidad le valió a Paladino el inicio de su brillante carrera como profesor. El episodio muestra la profunda sabiduría de Vaz Ferreira, cercana a la sensibilidad de los grandes filósofos clásicos, y también — ¿por qué no decirlo?— a algunos maestros del budismo zen; bien alejada del usual burocrático esquematismo “académico”, mayoritario entonces y también al día de hoy. |
Alejandro Michelena
Publicado en el semanario Brecha, el 22 de febrero de 2008
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