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Los cafés en la cultura rioplatense |
En las capitales del Río de la Plata los cafés constituyeron –desde el siglo XIX, pero sobre todo en pasado– ámbitos privilegiados para el encuentro democrático y pluralista, propicios al intercambio de ideas, a la experimentación en las letras y las artes, al desarrollo de la música popular. En Buenos Aires y en Montevideo apareció, a la altura de 1900, ese tipo humano que el crítico uruguayo Alberto Zum Felde definiera tan precisamente como “el intelectual de café”, que ya no provenía de familias patricias, que tampoco poseía título universitario, que estaba abierto a los vientos cosmopolitas que entonces comenzaban a soplar en materia cultural. Para esta nueva estirpe –que dio escritores de la talla de Florencio Sánchez– el café fue el ágora adecuada para la discusión ferviente de las ideas, pero además el espacio de creación y de reflexión. Sobre las mesas de mármol se escribía, se dibujaba, y se componían piezas musicales. Pero hagamos un alto para ubicar las tradiciones que alimentan en nuestra región la costumbre de reunirse en torno a los pocillos humeantes. Básicamente son tres: la hispánica, la italiana y la francesa. Nuestros grandes cafés tradicionales son una mezcla armoniosa de las tres vertientes. En los cafés rioplatenses podemos encontrar rincones algo laberínticos que nos remiten al café Greco de Roma, y oír el mismo tono altisonante de voz típico de la reunión peninsular. Pero también están esos rasgos de elegancia y estilo que nos instalan en los cafés de Montparnase y Saint Germain des Prés. Y la cordialidad y el rumor de los diálogos –la tertulia en sí– nos ubican de lleno en el Gijón madrileño. Lo interesante, recalco, es que en nuestros cafés los tres perfiles estuvieron amalgamados. Hervor del novecientos En las primeras dos décadas del siglo pasado, aquellos cafés hoy legendarios de la plaza Independencia montevideana como el Tupí-Nambá, el Británico, y sobre todo el legendario Polo Bamba, contaron con la presencia habitual de dos auténticos dramaturgos populares como Florencio Sánchez y Ernesto Herrera “Herrerita”, quienes participaban de las tertulias poéticas y anárquicas que poblaron esos recintos de la bohemia. Pero ellos también –recordemos que su éxito teatral pasó por Buenos Aires– integraron las similares del café de los Inmortales y del Politeama de la calle Corrientes, donde confraternizaban además con sus actores y actrices. Muy poco después, en una confitería-café de 18 de Julio en Montevideo, La Giralda, el maestro Roberto Firpo estrenaba una noche de 1917 una marcha estudiantil que estaba destinada a tener fama mundial y duradera: La Cumparsita, del uruguayo Gerardo Mattos Rodríguez. Eran los años en que el tango –nacido simultáneamente en los prostíbulos del bajo porteño y de la mítica calle Yerbal montevideana– era atraído por las luces del Centro, dejaba poco a poco el humilde percal y comenzaba a vestir ropas mundanas. Ya el dúo Gardel-Razzano cantaba con suceso en diversos escenarios y también en los cafés. Una noche de 1913 lo hicieron en el café Perú –después llamado Montevideo Chico– que estaba ubicado sobre Avenida de Mayo. Los cafés de entonces tenían el tan característico palco (que el Tortoni felizmente conserva), desde el cual los músicos y los cantores quedaban estratégicamente a la vista de la concurrencia. Si bien figuras mayores del modernismo rioplatense, como los poetas Julio Herrera y Reissig y Leopoldo Lugones, no se asocian a los cafés sino a otro tipo de cenáculos, en ambas márgenes del “río como mar” los poetas no sólo frecuentaban sino que se podría decir –sin exageración– que en esos años casi vivían en los cafés. El dandy montevideano Roberto de las Carreras, trasgresor en la poesía y en la vida, tuvo su mesa diaria en el pequeño café Moka de la calle Sarandí, lugar donde lideraba una peña juvenil que lo admiraba con fervor y donde tenía como acólito a un muy joven Alberto Zum Felde. En ese mismo tiempo nada menos que el gran Rubén Darío –en ese entonces viviendo y trabajando como periodista en Buenos Aires, que era la gran capital cultural del continente– se aficionaba a los grandes cafés porteños. Audaces años veinte Nos adentramos un poco más en el siglo que pasó y llegamos a la década del veinte. En Buenos Aires surgen los grupos literarios antagónicos de Florida y Boedo, que sientan sus reales en cafés (céntricos los primeros, fieles a su impulso cosmopolita, y de barrio los segundos, preocupados por el rescate de lo popular y social). Por ese tiempo, el joven ultraísta Jorge Luis Borges asistía algunas noches a la tertulia –entre estético filosófica y de generalidades– que presidía en la confitería–café La Perla del barrio del Once ese sócrates criollo que se llamó Macedonio Fernández. En Montevideo no se dieron alardes de vanguardia tan enfáticos y todo resultó más matizado. Pero el Tupí-Nambá hervía de grupos de escritores, plásticos, pensadores y críticos, en medio de una parroquia más compleja y más amplia. En una mesa por ejemplo se podía ver dialogar a José Cúneo, el pintor expresionista de las grandes lunas, con el músico de los cerros Eduardo Fabini; más allá don Pedro Figari (entonces conocido como abogado penalista y docente y no como el gran pintor que hoy tanto valoramos) hablaba casi en secreto con el filósofo Carlos Vaz Ferreira. El 25 de mayo de 1926, en el café Tortoni, el entrañable pintor de la Boca Benito Quinquela Martín tuvo la iniciativa, junto a otros artistas e intelectuales y a un músico de su mismo pago chico como era Juan de Dios Filiberto, de fundar una peña. Esta iba a funcionar en el sótano del café, en la vieja bodega, y marcaría toda una época en Buenos Aires en materia de difusión literaria, artística y musical. En esa legendaria Peña del Tortoni cantó en la noche del 27 de junio de 1927, coincidiendo con la visita del escritor italiano Luigi Pirandello, nada menos que Carlos Gardel. Y Gardel también frecuentaba el café –tenía su mesa en una de las ventanas sobre Rivadavia, en un rincón recoleto y discreto- pero además otros de la gran ciudad, como el Politeama y los Inmortales. Y en sus habituales visitas a Montevideo no dejaba de instalarse en el Tupí, donde una de las mesas de las ventanas que daban a la calle Buenos Aires le estaba siempre reservada. En 1924, en el café Colón de Avenida de Mayo debutará Julio de Caro con su primer sexteto. Y muy cerca, en el café Armonía solía instalarse noche a noche el poeta del tango Evaristo Carriego. En 1932, en la antigua bodega del Tortoni haría su gran debut la Orquesta Porteña, dirigida por Juan de Dios Filiberto, ocasión en que se iba a tocar por vez primera Malevaje de Enrique Santos Discépolo. En sus años de trayectoria, la Orquesta Porteña daría a conocer en la Peña tangos como Caminito, Quejas de bandoneón, y Clavel del aire (con letra del poeta nativista uruguayo Fernán Silva Valdés). La importancia cultural de la Peña del Tortoni en sus quince años de vida ha tenido ya sus muy buenos cronistas. Pero basta con recordar aquí apenas algunos nombres de quienes la integraron o pasaron por ella para tener idea de su significación: los poetas Raúl González Tuñón, Alfonsina Storni, Baldomero Fernández Moreno, Leopoldo Marechal y Carlos Mastronardi, los escritores César Tiempo, Roberto Arlt, Ulises Petit de Murat y Ricardo Güiraldes, un crítico de teatro como Nicolás Coronado y un hombre que dedicó su vida a la dramaturgia como Roberto Tálice, una actriz como Milagros de la Vega, un artista múltiple como Xul Solar. Y entre los visitantes extranjeros: el ya nombrado Pirandello, el poeta español Federico García Lorca, la cantante lírica Lily Pons, el filósofo José Ortega y Gasset. Los años cuarenta en Montevideo Montevideo en los años cuarenta era una ciudad compleja, con vocación cosmopolita pese a conservar en gran medida un aire todavía provinciano. Era también una ciudad menos festiva y más gris y melancólica que aquella de los años veinte, época de optimismo, modernismo y crecimiento vertiginoso. En ese tiempo los grandes cafés céntricos, y no sólo ellos, eran escenarios privilegiados para el intercambio cultural. El Tupí-Nambá seguía siendo el gran café de la ciudad. Cargado de años y de historia –había sido fundado en la década del ochenta del siglo XIX– era el que aglutinaba la mayor cantidad y variedad de tertulias de todo tipo. Aunque a esa altura, aparte de las políticas, se destacaban en el Tupí las vinculadas al teatro, sobre todo después de la fundación de la Comedia Nacional en 1947. Así es como se pudieron encontrar en torno a las viejas y grandes mesas de mármol la actriz catalana Margarita Xirgú (exiliada del franquismo y viviendo en Montevideo), orientadora del nuevo grupo teatral, el director Orestes Caviglia, el escritor y político –impulsor de la Comedia– Justino Zavala Muniz, y jóvenes actores como Alberto Candeau, Enrique Guarnero y Maruja Santullo, y también estudiantes que se iniciaban en el arte de las tablas y que se llamaban Estela Castro, Estela Medina y Concepción China Zorrilla (nombres ineludibles en la historia del teatro rioplatense). En la primera mitad de los cuarenta se pudo ver –además– en las mesas del Tupí-Nambá, a una gloria del teatro francés como Luis Jouvet (eran tiempos de la Francia ocupada) y a la gran actriz española María Casares. Mientras tanto, en grandes cafés de la avenida 18 de Julio, como el inmenso Ateneo y el lujoso Tupí Nuevo, reinaba el tango. El primero tenía su orquesta estable de señoritas, como se estilaba entonces. Pero en ambos tocaron –durante esos años y en la década siguiente– las orquestas argentinas de Julio de Caro, de Aníbal Troilo, de Francisco Canaro, de Juan D´Arienzo y de Osvaldo Pugliese, y las uruguayas de Romeo Gavioli y de Donato Raciatti. En el café Montevideo –de 18 y Yaguarón– todas las noches interpretaba tangos con su piano un virtuoso como Jaurés Lamarque Pons. Fuera del centro, en el viejo barrio Goes, en el gran café Vaccaro, debutaba un cantor a quien esperaba un destino de éxito y que se llamaba Carlitos Roldán, bajo la atenta mirada de Juan Carlos Fugazot –el creador del tango Barrio Reo– y del doctor Juan Carlos Patrón, el autor de una de las obras teatrales más exitosas del Río de la Plata, Procesado 1040. En lo literario, el epicentro en materia de cafés se trasladó en los cuarenta de la plaza Independencia a la plaza Cagancha, unas diez cuadras por 18 de Julio, en mitad de lo que había sido otrora la llamada “ciudad nueva” y en ese momento constituía el Centro. Los nuevos escritores se reunían alrededor de figuras mayores como los narradores Juan Carlos Onetti y Francisco Espínola, en cafés de esa plaza como el Metro y el Libertad. Esos jóvenes se llamaban José Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Mario Arregui, Carlos Maggi, Mariainés Silva Vila, Maneco Flores Mora. Pero un café, entonces moderno, atraía especialmente a los jóvenes. Era el Sorocabana, que había abierto sus puertas en 1939 e inauguraba entonces sus primeros pujantes años. Allí se encontraban poetas con vocación vanguardista como Humberto Megget, Carlos Brandy y José Parrilla, junto con un pintor de talento misterioso como Raúl Javiel Cabrera “Cabrerita”. Pero también frecuentaba el café la joven poeta Idea Vilariño, y un narrador en ciernes como Mario Benedetti. Pero también recalaba en las redondas mesas art déco un pianista itinerante que escribía cuentos casi secretamente, y que con los años se transformaría en uno de los narradores uruguayos más valorados internacionalmente por su especial y sutil fantasía: Felisberto Hernández. La gran urbe porteña En los mismos años, en Buenos Aires el tango extendía su atrapante melodía por los cafés, y también por supuesto en los grandes y brillantes cabarets y teatros de la calle Corrientes. Sería interminable la lista de cafés en los cuales el ritmo del dos por cuatro –en ese tiempo de esplendor de los cuarenta– se floreó por toda la inmensa geografía porteña. En ellos, en los 36 Billares por ejemplo, cualquier noche se pudo escuchar cantar a Fiorentino, a Charlo, a Hugo del Carril, a Tita Merello, a Libertad Lamarque. Y las batutas de Pichuco y De Caro marcaban la renovación tanguística, que luego se profundizaría con la llegada de Astor Piazzola. El grupo de la revista Sur, liderado por Victoria Ocampo –que marcó presencia decisiva en lo cultural por esos tiempos– no es asociable como tal a los cafés. Más allá que a Borges y a Bioy Casares se los podía ver en algunos, y que en algún momento, sobre los primeros cincuenta, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal logró reunir, por primera y única vez, a Onetti y Borges en un café de Corrientes (lo que impulsó a preguntar después al autor de Ficciones por qué Onetti hablaba como un compadrito italiano...) Ernesto Sábato, que había dejado la seguridad de la carrera científica por la incertidumbre de la creación literaria, seguramente frecuentaba La Biela, en el Barrio Norte, y también el café Británico frente al Parque Lezama, ámbitos que luego serían escenarios donde se ubicarían por largas horas los personajes de su novela mayor, Sobre héroes y tumbas. Y en muchos cafés, en el ya nombrado los 36 Billares por ejemplo, iba a ser habitual la presencia hosca, irónica, a veces implacable, del escritor polaco Witold Gombrowicz, viviendo entonces –casi desconocido– en Buenos Aires. |
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-Desde hace algún tiempo recibe, a los que visitan el clásico Café Tortoni de Buenos Aires, la figura que evoca a uno de los más entrañables habitués del lugar: el poeta del tango, el uruguayo Horacio Arturo Ferrer - fotopintura de Nilda Torija. | -El encuadre certero y el arte sensible de Nilda Torija trasmiten la magia del Tortoni, un recinto cargado de una más que centenaria historia de encuentros y tertulias. |
Los sesenta y después El café por excelencia de la movida cultural de los sesenta fue, en Buenos Aires, La Paz de la calle Corrientes. Allí surgieron revistas y grupos, allí cada noche se transformaba el mundo y el arte. La vigencia de La Paz se extendió –a pesar de los pesares de las sucesivas dictaduras– a lo largo de los setenta y hacia los ochenta, para luego languidecer. Mientras tanto, el Tortoni siguió albergando grupos de escritores, como el que giraba en torno al narrador Abelardo Castillo y la hoy legendaria revista El escarabajo de oro. Y a su vez, sobre los primeros setenta el tradicional café de Avenida de Mayo volvería a potenciar el tango desde su bodega, como en tiempos de la Peña. A través de los espectáculos en el Tortoni, el tango volvería a ocupar su antiguo sitial en los cafés. Y el homenaje del ritmo rioplatense al cordial recinto se iba a llamar Viejo Tortoni, tango que le dedicaran Eladia Blazquez y Héctor Negro. A su vez, en Montevideo, el café Sorocabana multiplicaría sus tertulias culturales a través de los años, renovándolas incluso sobre los ochenta en torno a figuras como la poeta Marosa Di Giorgio. Y si de tango hablamos, en su década final en el Sorocabana tuvo presencia permanente, con orquestas como la de César “Potrillo” Zagnoli, y figuras señeras como Olga Delgrossi, pero también jóvenes talentos como Malena Muyala. |
Alejandro
Michelena
alemichelena@gmail.com
Este texto actualiza uno anterior y fue modificado el 26 de junio del 2016 ante solicitud del autor. Se le agregó un video producido por la TV Pública (Argentina)
Vivo en Arg - Café Tortoni - Buenos Aires - 25-06-13 (1 de 4)Publicado el 27 jun. 2013 Visitamos el Café Tortoni, un lugar emblemático de la Ciudad de Buenos Aires. Conocemos la historia del bar y de las personalidades del arte y la cultura que solían ser habitués, cono Alfonsia Storni, Jorge Luis Borges y Carlos Gardel. Conversaos con Roberto Fanego, el Gerente Del Café, y a Darío Cortés, quien escribió una obra de teatro acerca de Alfonsina Storni. Y con Mariano y Gustavo quienes presentan su obra "Poetas en Nueva York" de Federico García Lorca. |
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