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Cabezas de león o de enano viejo o de perro antiquísimo |
La bahía se cubría de un manto crepuscular rojizo. La farola del cerro comenzaba a dar su luz, fugaz, parsimoniosa, que cruzaría la noche, que velaría por sobre el agua negra. En los muelles los barcos se estaban, como elefantes de un sueño. Más hacia la Escollera, algunos cascos que fueron de veleros o vapores de antaño latían aún, sombras sin pena. Por la olvidada y angosta pequeña rambla de empedrados rotos pasaba a veces un gato, o un ómnibus llegado al fin de línea. El semiderruído murallón, ya sin rejas, recibía en esa hora un brillo lento, dulce y ambiguo, con añoranza de luz mediterránea. Y ustedes allá estaban, pequeñas, allá en la cima del ex-hotel centenario. Miraban hacia abajo —con desesperación-desesperanza, como si un vértigo mucho más que físico les removiera el alma— y yo no podía interpretar a la distancia el sentido de esas bocas en O y de esos ojos sumamente abiertos y esas melenas sacudidas por un viento secreto. Anónimas y solas, permanecían allá, en ese mirador desolado, sometidas a la dura intemperie que tantas veces el mar propicia. Testigos del pasaje de tantísimos buques desde un tiempo sin cuenta, pero infinitamente más cercano que el de aquellas cariátides que en Grecia también miraban sin ver una extensión de agua que lo mismo que ésta invitaba a aventurarse, levar anclas e irse, o —en el caso de ustedes— a quedar añorando lo no visto, en una quietud de roca farallón que quiso y que no pudo moverse como las golondrinas, que no pudo y no quiso integrarse a la tierra que lo ataba, su origen. |
Alejandro
Michelena
Piedra que siente
Textos de prosa poética publicados en primera versión en la revista B
(Montevideo, 1981).
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